Miguel Strogoff (39 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

—¿Podemos serle útiles en algo? —preguntó el francés—. ¿Quiere usted que le ayudemos a cumplir su misión?

—Prefiero llevarla a cabo solo —respondió Miguel Strogoff.

—¡Pero esos miserables le han quemado los ojos! —dijo Alcide Jolivet.

—Tengo a Nadia y sus ojos me bastan.

Media hora más tarde, la balsa, después de haber largado amarras del puerto de Livenitchnaia, se introducía en el río.

Eran las cinco de la tarde y estaba cerrándose la noche. Sería una noche muy oscura y, sobre todo, muy fría, porque la temperatura estaba ya por debajo de los cero grados.

Alcide Jolivet y Harry Blount habían prometido guardar el secreto a Miguel Strogoff, pero, sin embargo, no le abandonaron. Estuvieron conversando en voz baja y el ciego completó las noticias que tenía con las que pudieron proporcionarle los dos periodistas, con lo que pudo hacerse una idea bastante exacta de la situación.

Era cierto que los tártaros rodeaban Irkutsk y que las tres columnas invasoras se habían reunido ya. No podía dudarse de que el Emir e Ivan Ogareff estuvieran frente a la capital.

Pero ¿por qué mostraba el correo del Zar tanta prisa por llegar a Irkutsk, ahora que ya no podía entregar al Gran Duque la carta imperial y el hermano del Zar ni siquiera le conocía?

Alcide Jolivet y Harry Blount no comprendieron esto más de lo que lo comprendía Nadia.

Por lo demás, no se habló del pasado hasta el momento en que Alcide Jolivet creyó que era un deber decir a Miguel Strogoff:

—Nosotros le debemos nuestras excusas por no haberle estrechado la mano cuando nos despedimos en la parada de Ichim.

—Estaban en su derecho al creerme un cobarde.

—En cualquier caso —agregó Alcide Jolivet—, azotó usted magníficamente la cara de ese miserable. ¡Llevará la marca mucho tiempo!

—No, no mucho tiempo —contestó sencillamente Miguel Strogoff.

Media hora después de la salida de Livenitchnaia, Alcide Jolivet y Harry Blount estaban al corriente de las duras pruebas por las que habían tenido que atravesar Miguel Strogoff y su supuesta hermana. No Podían hacer otra cosa que admirar sin reservas aquella energía y aquel valor, que únicamente quedaban igualados por la devoción de la muchacha.

Pensaron de Miguel Strogoff exactamente lo mismo que había dicho de él el Zar, en Moscú: «En verdad, es un hombre.»

La balsa se deslizaba con rapidez entre los bloques de hielo que arrastraba la corriente del Angara.

Un panorama móvil se desplazaba lateralmente sobre las dos orillas del río y por una ilusión óptica parecía que era aquel aparejo flotante el que estaba inmóvil ante la sucesión de pintorescas vistas. Aquí las altas fallas graníticas, extrañamente perfiladas; allá abruptos desfiladeros por donde discurría algún río torrencial; algunas veces, un largo portalón con una ciudad humeante todavía; después, unos amplios bosques de pinos que proyectaban brillantes llamaradas. Pero si los tártaros habían dejado huellas de su paso por todas partes, no se les veía aún, ya que esperaban agruparse más estrechamente en los alrededores de Irkutsk.

Durante este tiempo los peregrinos continuaron rezando en voz baja y el viejo marinero, esquivando los bloques de hielo que se les echaban encima, mantenía imperturbable la balsa en el centro de la rápida corriente.

11
Entre dos orillas

Tal como era de prever, dado el estado del tiempo, una profunda oscuridad envolvía toda la comarca a las ocho de la tarde. Era luna nueva y, por tanto, el disco dorado no aparecía en el horizonte. Desde el centro del río las orillas eran invisibles y los acantilados se confundían a poca altura con las espesas nubes que apenas se desplazaban. Algunas ráfagas de aire, que venían a veces del este, parecían expirar en el estrecho valle del Angara.

La oscuridad favorecía en gran medida los proyectos de los fugitivos. En efecto, aunque los puestos avanzados de los tártaros estuvieran escalonados sobre ambas orillas, la balsa tenía muchas probabilidades de pasar desapercibida.

Tampoco era verosímil que los asediadores hubieran bloqueado el río más arriba de Irkutsk, porque sabían que los rusos no podían recibir ninguna ayuda proveniente del sur de la provincia.

No obstante, dentro de poco sería la misma naturaleza la que estableciera esa barrera, cuando el frío cimentase los hielos acumulados entre las dos orillas.

A bordo de la balsa reinaba un absoluto silencio.

Las voces de los peregrinos no se habían dejado oír desde que se adentraron en el curso del río. Todavía rezaban, pero sus rezos sólo eran murmullos que en forma alguna podían llegar hasta la orilla.

Los fugitivos, tendidos sobre la plataforma, apenas rompían con sus cuerpos la línea horizontal del agua. El viejo marinero, acostado en proa cerca de sus hombres, se ocupaba únicamente de apartar los bloques de hielo, maniobra que hacía en el más completo silencio.

Estos bloques a la deriva, si no llegaban más adelante a constituir un obstáculo infranqueable, favorecían a los fugitivos. Efectivamente, el aparejo, aislado sobre las aguas libres del río, hubiera corrido un serio peligro, caso de ser localizado incluso a través de la espesa oscuridad, mientras que de esta forma podía confundirse con esas masas móviles de todos los tamaños y formas, y el rumor que producía la rotura de los bloques al chocar entre ellos cubría cualquier otro ruido sospechoso.

A través de la atmósfera se propagaba un frío que hacía sufrir cruelmente a los fugitivos, quienes sólo podían abrigarse con unas cuantas ramas de abedul. Se apretaban unos contra otros con el fin de soportar mejor la baja temperatura, que durante aquella noche llegaría a los diez grados bajo cero. El poco viento que soplaba, enfriado al atravesar las montañas del este, mordía las carnes.

Miguel Strogoff y Nadia, tendidos en popa, soportaban los crecientes sufrimientos sin formular una queja. Alcide Jolivet y Harry Blount, situados junto a ellos, resistían como mejor podían aquellos primeros asaltos del invierno siberiano. Ni unos ni otros hablaban ahora, ni siquiera en voz baja. Por lo demás, la situación les absorbía por completo. A cada instante podía producirse un incidente, sobrevenir un peligro, hasta una catástrofe de la que no saldrían indemnes.

Miguel Strogoff, siendo un hombre que esperaba llegar pronto al final de su largo viaje, parecía estar singularmente tranquilo. Además, hasta en las más graves coyunturas, su energía no le había abandonado jamás. Entreveía ya el momento en que podría, por fin, permitirse pensar en su madre, en Nadia y en sí mismo. No temía más que una última desgracia: que la balsa fuese totalmente detenida por una barrera de hielo antes de haber llegado a Irkutsk. No pensaba más que en esto pero, por lo demás, estaba absolutamente decidido, si no había más remedio, a intentar cualquier supremo golpe de audacia.

Nadia, gracias al efecto bienhechor de varias horas de reposo, había recuperado sus fuerzas físicas, que el sufrimiento había podido quebrantar algunas veces, sin haber nunca abatido su energía moral. Pensaba también que en el caso de que Miguel Strogoff hiciera un nuevo esfuerzo para llegar a su meta, ella tenía que estar con él para guiarle. Pero, a medida que iban acercándose a Irkutsk, la imagen de su padre se dibujaba con mayor nitidez en su espíritu. Lo veía en la ciudad sitiada, lejos de los seres queridos, pero —y de esto Nadia no abrigaba ninguna duda— luchando contra los invasores con todo el ardor de su patriotismo.

Por fin, si el cielo les favorecía, dentro de pocas horas estaría en sus brazos, transmitiéndole las últimas palabras de su madre, y ya nada les separaría jamás. Si el exilio de Wassili Fedor no había de acabarse, su hija se quedaría exiliada con él. Pero, por un impulso natural irreprimible, el pensamiento de Nadia se volvió hacia aquel al que ella debía el poder ver a su padre, a ese generoso compañero, ese «hermano» el cual, una vez rechazados los tártaros, regresaría a Moscú y puede que ya no volviera a verlo… En cuanto a Alcide Jolivet y Harry Blount, no tenían más que un mismo y único pensamiento: que la situación era extremadamente dramática y que, bien descrita, les iba a proporcionar una de las crónicas más interesantes.

El inglés pensaba, pues, en los lectores del
Daily Telegraph
, y el francés en los de su prima Magdalena, pero en el fondo, ambos estaban visiblemente emocionados.

«¡Tanto mejor! —pensaba Alcide Jolivet—. ¡Es necesario conmoverse para conmover! ¡Creo que hay un célebre verso a propósito para esto, pero, al diablo si sé…!»

Y sus ejercitados ojos trataban de penetrar las sombras que envolvían el río.

Sin embargo, grandes resplandores rompían a veces las tinieblas e iluminaban los grandes macizos de las orillas, dándoles un fantástico aspecto. Se trataba de algún bosque en llamas o de alguna ciudad todavía ardiendo, siniestra representación de los cuadros del día en contraste con la noche.

El Angara se iluminaba entonces de una margen a la otra y los hielos se convertían en otros tantos espejos que reflejaban la luz de las llamas en todas direcciones y de todos los colores, desplazándose siguiendo los caprichos de la corriente.

La balsa, confundida con uno de esos cuerpos flotantes, pasaba desapercibida.

El peligro no estaba allí.

Pero un peligro de otra naturaleza amenazaba a los fugitivos. Éstos no podían preverlo y, sobre todo, no podían hacer nada por evitarlo.

Fue a Alcide Jolivet a quien el azar eligió para localizarlo; véase en qué circunstancias:

El periodista estaba acostado sobre la parte derecha de la balsa, habiendo dejado que su mano rozase la superficie del agua. De pronto, fue sorprendido por la impresión que le produjo el contacto de la corriente en su superficie. Parecía ser de consistencia viscosa, como si se tratase de aceite mineral.

Alcide Jolivet, corroborando con el olfato lo que había sentido con el tacto, ya no se equivocaba. ¡Era, con seguridad, una capa de nafta líquida que la corriente arrastraba sobre la superficie del agua!

¿Flotaba realmente la balsa sobre esta sustancia tan eminentemente combustible? ¿De dónde procedía la nafta? ¿Había sido derramada en la superficie del Angara por un fenómeno natural, o debía servir como ingenio destructor puesto en práctica por los tártaros? ¿Querían incendiar Irkutsk por unos medios que las leyes de la guerra no justificaban jamás entre naciones civilizadas?

Tales fueron las preguntas que se hizo Alcide Jolivet, pero creyó que no debía poner al corriente de este incidente a nadie más que a Harry Blount, y ambos estuvieron de acuerdo en que no debían alarmar a sus compañeros de viaje revelándoles el nuevo peligro que les amenazaba.

Como se sabe, el subsuelo de Asia central es como una esponja impregnada de hidrocarburos líquidos. En el puerto de Bakú, sobre la frontera persa; en la península de Abcheron, sobre el mar Caspio; en Asia Menor; en China; en Yug-Hyan y en el Birman, los yacimientos de aceites minerales brotan a millares en la superficie de los terrenos. Es el «país del aceite», parecido al que lleva ese mismo nombre en Norteamérica.

Durante ciertas fiestas religiosas, principalmente en Bakú, los indígenas, adoradores del fuego, lanzan a la superficie del mar la nafta líquida, que flota gracias a que tiene una densidad inferior a la del agua. Después, una vez que llega la noche, cuando la mancha mineral se ha esparcido por el Caspio, la inflaman para admirar aquel incomparable espectáculo de un océano de fuego ondulado a impulsos de la brisa.

Pero lo que en Bakú no es más que una diversión, en las aguas del Angara sería un mortal desastre si, intencionadamente o por imprudencia, una chispa inflamara el aceite, el incendio se propagaría más allá de Irkutsk.

En cualquier caso, sobre la balsa no era de temer ninguna imprudencia pero sí que había que temer los incendios que se propagaban por las dos orillas del Angara, porque bastaba que una brasa o una chispa cayera en el río para incendiar aquella corriente de nafta.

Se comprende los temores de Alcide Jolivet y Harry Blount, los cuales, en presencia de aquel nuevo peligro se preguntaban si no sería preferible acercar la balsa a una de las orillas, desembarcar y esperar los acontecimientos.

—En cualquier caso —dijo Alcide Jolivet—, cualquiera que sea el peligro, yo sé de uno que no va a desembarcar.

Al decir esto aludía a Miguel Strogoff.

Mientras tanto, la balsa se deslizaba rápidamente entre los bloques de hielo, cuyo número aumentaba cada vez más.

Hasta entonces no habían divisado ningún destacamento tártaro sobre las márgenes del Angara, lo que indicaba que la balsa no había llegado todavía a la altura de los puestos más avanzados. Sin embargo, hacia las diez de la noche, Harry Blount creyó distinguir numerosos cuerpos negros que se movían en la superficie de los témpanos. Aquellas sombras saltaban de un bloque a otro y se aproximaban rápidamente.

—¡Tártaros! —pensó.

Y deslizándose hacia el viejo marinero, situado en proa, le mostró aquel sospechoso movimiento.

—No son más que lobos —dijo—. Los prefiero a los tártaros, pero será preciso que nos defendamos, y sin hacer ruido.

En efecto, los fugitivos tuvieron que luchar contra esos feroces carniceros a los que el hambre y el frío lanzaban a través de la provincia. Los lobos habían olido a los fugitivos de la balsa y pronto los atacaron.

Se veían precisados a luchar contra esas bestias, pero no podían emplear armas de fuego, porque las posiciones tártaras podían encontrarse muy cerca de allí. Las mujeres y los niños se agruparon en el centro de la balsa, y los hombres, unos armados con pértigas, otros con cuchillos y la mayor parte con palos, se vieron obligados a rechazar a los asaltantes. Ellos no dejaban oír un solo grito, pero los aullidos de los lobos desgarraban el aire.

Miguel Strogoff no había querido permanecer inactivo y se había tendido en el costado de la balsa atacado por la jauría de carniceros. Sacando su cuchillo, cada vez que un lobo se ponía a su alcance, su mano sabía hundirle la hoja en la garganta.

Harry Blount y Alcide Jolivet no permanecieron pasivos y desplegaron una gran actividad, secundados con todo coraje por sus compañeros balsistas.

Toda esta matanza de lobos se desarrollaba en silencio, aunque varios de los fugitivos no habían podido evitar graves mordeduras de los atacantes.

Sin embargo, la lucha no parecía tener un final inmediato. La jauría de lobos se renovaba sin cesar, por lo que era preciso que la orilla derecha del Angara estuviera infestada de esos animales.

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