Miguel Strogoff (38 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Este proyecto hizo estremecer el corazón de Miguel Strogoff. Iba a jugar su última carta; pero tuvo la suficiente fortaleza para disimular, porque quería guardar su incógnito más severamente que en ninguna ocasión.

El plan de los fugitivos era muy sencillo. Utilizarían la corriente de la orilla superior del Baikal hasta la desembocadura del Angara, para llegar a la salida del lago y desde ese punto hasta Irkutsk serían arrastrados por la rápida corriente del río, que discurre con una velocidad de diez a doce verstas por hora, pudiendo estar a las puertas de la ciudad en día y medio.

En aquel lugar no se encontraba ni una sola embarcación y fue preciso suplirla por una balsa o, mejor dicho, por un tren de troncos que construyeron, parecido a los que descienden habitualmente por los ríos siberianos. Un bosque de pinos que se elevaba sobre la orilla les había proporcionado el material necesario para aquel aparejo flotante. Los troncos, atados entre sí con ramas de mimbre, formaban una plataforma sobre la que podían aposentarse cómodamente cien personas.

A esta balsa fueron conducido Nadia y Miguel Strogoff.

La joven había vuelto ya en sí y, después de comer junto con su compañero las provisiones que les proporcionaron aquellos fugitivos, se acostó sobre un lecho de hojarasca, quedando enseguida profundamente dormida.

Miguel Strogoff no dijo nada de lo ocurrido en Tomsk a los que le interrogaron, haciéndose pasar por un habitante de Krasnoiarsk que no había podido llegar a Irkutsk antes de que las tropas del Emir se hicieran dueñas de la orilla izquierda del Dinka; agregando que muy probablemente el grueso de las fuerzas tártaras ya había tomado posiciones frente a la capital de Siberia.

No podían, pues, perder ni un instante. Además, el frío se hacía cada vez más intenso y la temperatura, durante la noche, caía por debajo de los cero grados, habiéndose formado ya algunos hielos sobre la superficie del Baikal. La balsa podía maniobrar fácilmente sobre las aguas del lago, pero no ocurriría lo mismo en la corriente del Angara, en el caso de que los témpanos comenzaran a entorpecer su curso.

Por toda esta serie de razones, era preciso que los fugitivos iniciaran la marcha cuanto antes.

A las ocho de la tarde se largaron amarras y, bajo la acción de la corriente, la balsa siguió la línea del litoral. Grandes pértigas manejadas por aquellos robustos mujiks bastaban para rectificar su rumbo cuando era preciso.

Un viejo marinero del Baikal había tomado el mando. Era un hombre de unos sesenta y cinco años, curtido por las brisas del lago, con una espesa y larga barba blanca cayéndole sobre el pecho; cubría su cabeza, de aspecto grave y austero, con un gorro de piel, y vestía una larga y amplia hopalanda ajustada a la cintura, que le llegaba hasta los tacones.

El taciturno anciano, sentado a popa, daba las órdenes por señas y no pronunció ni diez palabras en diez horas. Por otra parte, toda maniobra se reducía a mantener la balsa dentro de la corriente que bordeaba el lago a lo largo del litoral, sin adentrarse en su interior.

Se ha dicho ya que en la balsa se encontraban rusos de distinta condición. Efectivamente, a los campesinos indígenas, hombres, mujeres, ancianos y niños, se habían unido tres peregrinos, sorprendidos por la invasión durante su viaje, algunos monjes y un pope.

Los peregrinos llevaban su báculo y su calabaza colgando de la cintura e iban salmodiando con voz plañidera. Uno venía de Ukrania, otro del mar Amarillo y un tercero de las provincias de Finlandia. Este último, de avanzada edad, llevaba un pequeño cepillo, cerrado con un candado, colgando de la cintura, como si hubiera estado sujeto al pilar de una iglesia. De las limosnas que recogiera durante su largo y fatigoso viaje, nada era para él, que ni siquiera poseía la llave de ese candado, el cual no se abriría hasta su vuelta.

Los monjes venían del norte del Imperio. Hacía tres meses que salieron de la ciudad de Arkhangel, a la que ciertos viajeros, han atribuido el aspecto de cualquier ciudad oriental. Habían visitado ya las Islas Santas, cerca de la costa de Carelia; el convento de Solovetsk; el convento de Troitsa y los de San Antonio y San Teodosio en Kiev, la antigua ciudad favorita de los jagallones; el monasterio de Simeonof, en Moscú; el de Kazán, así como su iglesia de los Viejos Creyentes, y volvían a Irkutsk con su hábito, su capuchón y los vestidos de sarga.

En cuanto al pope, era un sencillo cura de aldea; uno de esos seiscientos mil pastores del pueblo con que cuenta el Imperio ruso. Iba tan miserablemente vestido como los propios campesinos, y es que, en verdad, no era más acomodado que cualquiera de ellos, porque no teniendo ni rango ni poder en la Iglesia, precisaba trabajar como cualquiera de ellos su pedazo de tierra, aparte de bautizar, casar y enterrar. Había podido sustraer a su mujer e hijos de las brutalidades de los tártaros, enviándolos a las Provincias del norte. Él había quedado en su parroquia hasta el último momento; después se vio obligado a huir, pero al encontrar cerrada la ruta de Irkutsk no le quedó más remedio que dirigirse al lago Baikal.

Estos religiosos, agrupados en la proa de la balsa, rezaban a intervalos regulares, elevando la voz en medio de la silenciosa noche y, al final de cada versículo de sus oraciones, sus labios entonaban el
Slava Bogu
(Gloria a Dios).

Durante esta parte de la navegación no se produjo ningún incidente. Nadia había quedado sumergida en un profundo sopor y Miguel Strogoff velaba su sueño al lado de la joven. Sólo a largos intervalos le asaltaba el sueño y, aun así, su pensamiento estaba siempre despierto.

Al llegar el día, la balsa, frenada por una violenta brisa contraria a la dirección de la corriente, se encontraba todavía a cuarenta verstas de la desembocadura del Angara. Probablemente no podrían llegar allí antes de las tres o las cuatro de la tarde. Pero eso no constituía ningún inconveniente, antes al contrario, porque los fugitivos descenderían por el río durante la noche y, ocultos entre las sombras, podrían pasar más fácilmente desapercibidos y llegar a Irkutsk.

El único temor que manifestó varias veces el viejo marinero era el relativo a la formación de bloques de hielo sobre la superficie de las aguas. La noche había sido extremadamente fría y se veían numerosos témpanos deslizarse hacia el oeste bajo el impulso del viento. Éstos no eran de temer porque no podían desviarse hacia el Angara, ya que habían sobrepasado su desembocadura. Pero cabía pensar que si se originaban en las partes orientales del lago, podrían venir arrastrados por la corriente y deslizarse entre las dos orillas del río. Esto podía acarrearles dificultades y posibles retrasos; puede que hasta algún insuperable obstáculo detuviera la balsa.

Miguel Strogoff tenía, pues, un inmenso interés en saber cuál era el estado del lago y si los témpanos aparecían en gran número. Nadia se había ya despertado y contestaba a las incesantes preguntas del correo del Zar, dándole cuenta de cuanto ocurría sobre la superficie de las aguas.

Pero mientras el intenso frío iba formando bloques de hielo, otros curiosos fenómenos se producían en la superficie del Balkal. Unos magníficos surtidores de agua hirviente brotaban de algunos de esos pozos que la naturaleza había abierto en el mismo lecho del río. Los chorros de agua caliente se elevaban a gran altura, empenachándose de vapores irisados por los rayos del sol, que el frío condensaba casi al instante. Este curioso espectáculo hubiera ciertamente maravillado a cualquier turista que hubiese viajado en plena paz y por puro placer sobre las aguas de este mar siberiano.

A las cuatro de la tarde, el viejo marinero señaló la desembocadura del Angara, entre las altas rocas graníticas del litoral. Podía distinguirse sobre la orilla derecha el pequeño puerto de Livenitchnaia, su iglesia y unas pocas casas edificadas sobre la orilla.

Pero para agravar las circunstancias, los primeros hielos procedentes del este derivaban ya entre las orillas del Angara y, por consecuencia, descendían hacia Irkutsk.

Sin embargo, su número no podía ser todavía lo suficientemente capaz como para obstruir el río, ni el frío lo bastante intenso como para aumentar su tamaño.

La balsa llegó al pequeño puerto y se detuvo. El viejo marinero había decidido hacer un alto de una hora con el fin de realizar algunas operaciones indispensables. Los troncos estaban desunidos y amenazaban separarse, por lo que era imprescindible volverse a atar sólidamente a fin de que pudieran resistir la rápida corriente del Angara.

Durante el verano, el puerto de Livenitchnaia es una estación de llegada Y salida para los viajeros del Baikal, según se dirijan a Klakhta, última ciudad de la frontera ruso-china, o regresen de ella.

Es, pues, un puerto muy frecuentado por los buques de vapor y por los pequeños barcos de cabotaje del lago.

Pero en estos momentos Livenitchnaia estaba abandonada. Sus habitantes no podían quedarse allí porque se exponían a las depredaciones de los tártaros, que recorrían ya las dos orillas del Angara. Habían enviado a Irkutsk la flotilla de barcos que pasan ordinariamente el invierno en su puerto y, cargados con todo lo que podían transportar, se habían refugiado a tiempo en la capital de Siberia oriental.

El viejo marinero, pues, no esperaba recoger nuevos fugitivos en el puerto de Livenitchnaia, sin embargo, en el momento en que se aproximaban a la orilla, dos individuos salieron corriendo de una casa deshabitada, con toda la rapidez que les permitían sus piernas.

Nadia, sentada en popa, miraba distraídamente.

De pronto se le escapó un grito y tomó la mano de Miguel Strogoff que, al notar el sobresalto de la muchacha, levantó la cabeza.

—¿Qué tienes, Nadia? —preguntó.

—Nuestros dos compañeros de viaje, Miguel.

—¿El inglés y el francés que encontramos en el desfiladero de los Urales?

—Sí.

Miguel Strogoff se estremeció, porque corría peligro de ser desvelado el severo incógnito del que no quería salir.

Efectivamente, no era a Nicolás Korpanoff a quien Alcide Jolivet y Harry Blount iban a ver ahora, sino al verdadero Miguel Strogoff, correo del Zar.

Desde que se separaron en la parada de Ichim, se había tropezado dos veces con los periodistas. La primera en el campamento de Zabediero, cuando cruzó la cara de Ivan Ogareff con un golpe de
knut
, y la segunda en Tomsk, cuando fue condenado por el Emir. Sabían, por consiguiente, a qué atenerse respecto a su verdadera personalidad.

Miguel Strogoff tomó rápidamente una decisión.

—Nadia —dijo—, cuando hayan embarcado los dos extranjeros, ruégales que se sitúen a mi lado.

Eran, efectivamente, Harry Blount y Alcide Jolivet, a quienes no el azar, sino la fuerza de los acontecimientos, había empujado hasta Livenitchnaia, como había empujado también a Miguel Strogoff y a Nadia.

Dijeron que, después de haber asistido a la entrada de los tártaros en Tomsk, marcharon de allí antes de la salvaje ejecución con que iba a terminar la fiesta. No dudaban, pues, que su antiguo compañero de viaje había sido condenado a muerte e ignoraban que la sentencia del Emir había sido que le quemaran los ojos.

Los dos personajes se habían agenciado sendos caballos, saliendo de Tomsk aquella misma tarde, con el bien decidido propósito de fechar sus próximas crónicas desde los campamentos rusos de la Siberia oriental.

Alcide Jolivet y Harry Blount se dirigieron a marchas forzadas hacia Irkutsk. Esperaban tomarle la suficiente ventaja a Féofar-Khan y, ciertamente, lo hubiesen conseguido de no impedírselo la inopinada aparición de esa tercera columna, llegada de las comarcas del sur por el valle del Yenisei. Como Miguel Strogoff y Nadia, encontraron el camino cortado antes de llegar al río Dinka, viéndose en la necesidad de desviarse hasta el Baikal.

Cuando llegaron a Livenitchnaia encontraron el puerto completamente abandonado, pero como era imposible entrar en Irkutsk por ningún otro camino, porque la ciudad estaba completamente rodeada por el ejército tártaro, cuando llegó la balsa ya llevaban allí tres embarazosos días, sin saber qué decisión tomar.

Los fugitivos les comunicaron sus proyectos y como ciertamente tenían bastantes probabilidades de que pudieran pasar desapercibidos durante la noche hasta llegar a Irkutsk, intentaron la aventura.

Alcide Jolivet se puso inmediatamente en contacto con el viejo marinero y le pidió pasaje para él y para su compañero, ofreciéndole pagar el precio que se les exigiera, fuera cual fuese.

—Aquí no se paga —le respondió con gravedad el marinero—, se arriesga la vida. Eso es todo.

Los dos periodistas embarcaron y Nadia les vio dirigirse hacia la proa de la balsa.

Harry Blount era siempre el inglés frío que apenas le dirigió la palabra durante todo el tiempo que estuvieron juntos en la travesía de los montes Urales.

Alcide Jolivet parecía estar un poco más serio que de costumbre. Hay que convenir que su seriedad estaba sobradamente justificada por las circunstancias.

El francés se había ya instalado en la proa de la balsa cuando notó que una mano se apoyaba en su hombro. Se volvió y reconoció a Nadia, la hermana de aquel que era, no Nicolás Korpanoff, sino Miguel Strogoff, correo del Zar.

Iba a escapársele un grito de sorpresa cuando la joven llevó un dedo a sus labios, indicándole silencio.

—Vengan —les dijo Nadia.

Y, con aire de indiferencia, haciendo a Harry Blount una señal para que le siguiera, se fueron tras la joven.

Pero si la sorpresa de los periodistas había sido grande al encontrarse con Nadia sobre la balsa, su asombro no tuvo límites cuando reconocieron a Miguel Strogoff, al que no creían vivo.

Cuando se le aproximaron, el correo del Zar permaneció completamente inmóvil.

Alcide Jolivet se volvió hacia la joven.

—No les puede ver, señores —dijo Nadia—. Los tártaros le quemaron los ojos. Mi pobre hermano está ciego.

Un vivo sentimiento de piedad se reflejó en los rostros de Alcide Jolivet y su compañero.

Segundos después estaban ambos sentados junto a Miguel Strogoff, estrechando su mano y esperando a que hablara.

—Señores —dijo Miguel Strogoff en voz baja—, ustedes no deben saber quién soy ni qué he venido a hacer en Siberia. Les pido que mantengan mi secreto. ¿Me lo prometen?

—Por mi honor —respondió Alcide Jolivet.

—Por mi fe de caballero —agregó Harry Blount.

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