Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (39 page)

Desde la colina norte de la ciudad, Rice vio la Salzsburgo del siglo XVIII extenderse bajo él como un almuerzo a medio comer.

Grandes torres desmochadas y bulbosos e hinchados tanques de almacenamiento empequeñecían las ruinas de la catedral de San Ruperto. Un humo blanco y pesado subía en oleadas desde los almacenes de la refinería. Rice podía saborear un familiar olor acre a petroquímica desde donde estaba sentado, bajo las hojas de un roble que se estaba marchitando.

El panorama en su totalidad le complacía. «No firmas para un proyecto de viaje en el tiempo», pensó, «a menos que te agrade lo incongruente». Como esa fálica estación de bombeo sobresaliendo desde el patio central del convento, o esas altas y rectas tuberías, como trazadas a tiralíneas, que rompían el laberinto de calles adoquinadas de Salzsburgo. Quizás fuera un poco fuerte para la ciudad, pero Rice apenas tenía la culpa. El flujo temporal se había enfocado al azar en el lecho de rocas bajo Salzsburgo, formando una burbuja expandible que conectaba este mundo con el del tiempo de Rice.

Era la primera vez que veía el complejo desde fuera de las altas vallas cerradas con cadenas. Durante dos años había estado hasta el cuello para conseguir que la refinería fuera operativa. Había dirigido equipos por todo el planeta como los que calafatearon los balleneros de Nantucket para servir como petroleros, o había formado a los soldadores de tuberías para construir el oleoducto desde distancias tan lejanas como el Sinaí y el Golfo de México.

Pero por fin estaba fuera de todo esto. Sutherland, el delegado político de la compañía, le había prohibido entrar en la ciudad, pero Rice no tenía paciencia con su actitud. La menor tontería parecía contrariar a Sutherland. Ella perdía el sueño por la menor de las trivialidades de los «locales». Dedicaba horas y horas a adoctrinar a los «locales» de la ciudad, la gente que esperaba en las afueras de la milla cuadrada del complejo, suplicando, noche y día, por radios, nailon o un frasco de penicilina.

«Que se vaya a la mierda», pensó Rice. La planta estaba montada y rompía los récords calculados en su diseño, y a Rice le debían por lo tanto una pequeña Recompensa y una Recomendación. Tal como él lo veía, quien no fuera capaz de encontrar algo de acción en el Año de Gracia de 1775 era porque debía de estar muerto cerebralmente. Se levantó y se sacudió el polvo de sus manos con un pañuelo de suave encaje.

Un velomotor traqueteaba subiendo por la ladera hacia él, tambaleándose frenéticamente. El conductor parecía incapaz de mantener los altos tacones de sus zapatos con hebilla delantera en los pedales y cargar al mismo tiempo un enorme radiocassette en su brazo derecho. El velomotor frenó, con una inclinación, a una respetuosa distancia, y Rice reconoció la música del radiocassette: la Sinfonía 40.

El chico bajó la música mientras Rice caminaba hacia él.

—Buenos días, señor Director de Administración. ¿Interrumpo algo?

—No, no importa —Rice echó un vistazo al corte de cepillo del chico, que había reemplazado su peluca pasada de moda. Había visto al chaval alrededor de las puertas; era uno de los habituales. Pero su música había hecho que algo más encajara—. Tú eres Mozart, ¿no?

—Wolfgang Amadeus Mozart, para servirle.

—Maldita sea mi suerte. ¿Sabes lo que hay en esa cinta?

—Lleva mi nombre.

—Sí. Tú la escribiste, o deberías hacerlo, supongo que habría que decirlo así. Dentro de quince años a partir de este momento.

Mozart asintió.

—Es tan bella. No sé suficiente inglés para expresar lo que siento al escucharla.

A esa hora la mayoría de la gente estaría concentrada en las puertas esperando el reparto. Rice estaba impresionado tanto por el tacto del chico por no mencionar su dominio del inglés. Por lo general, el vocabulario habitual de los lugareños no iba mucho más allá de «radio», «droga» y «jódete».

—¿Vuelves a la ciudad? —preguntó Rice.

—Sí, Señor Director de Administración.

A Rice le gustaba algo en ese chico. Su entusiasmo, el brillo de sus ojos, y, por supuesto, que resultase ser uno de los grandes compositores de todos los tiempos.

—Olvida el tratamiento —dijo Rice—. ¿Adónde puede uno ir de juerga en este lugar?

Al principio Sutherland no quería que Rice fuera a la reunión con Jefferson. Pero Rice sabía un poco de física del tiempo, y Jefferson había estado dando la lata al personal americano preguntando sobre los agujeros en el tiempo y los mundos paralelos.

Rice, por su parte, estaba interesado en la posibilidad de conocer a Thomas Jefferson, el primer presidente de los Estados Unidos. Nunca le había gustado George Washington y por eso se alegraba de que sus vínculos masónicos le hubieran obligado a rechazar el formar parte de un gobierno norteamericano «sin Dios».

Rice se removía en su traje de doble tejido de dacrón, mientras le esperaba junto a Sutherland en el salón con aire acondicionado del Castillo Hohensalzsburg.

—Había olvidado lo grasiento que te hacen sentirte estos trajes —dijo.

—Al menos —dijo Sutherland—, hoy no te has puesto ese maldito gorro —el jet VTOL de América llegaba tarde, y ella miraba continuamente al reloj.

—¿Mi tricornio? —dijo Rice—. ¿No te gusta?

—Es un gorro masón, por amor de Dios. Es el símbolo de la reacción antimoderna —el Frente Masón Libre de Liberación, un grupo político-religioso que había llevado a cabo unos cuantos patéticos ataques al oleoducto era otra de las pesadillas de Sutherland.

—¡Eh! Afloja un poco, ¿vale, Sutherland? Un fan de Mozart me regaló ese sombrero. Teresa María Angélica no-sé-qué-más, una aristócrata arruinada. Todos van a la discoteca del centro. Simplemente quería parecerme a ellos.

—¿Mozart? ¿Has estado confraternizando con Mozart? ¿No te parece que debemos dejarlo en paz? ¿Después de todo lo que le hemos hecho?

—Tonterías —dijo Rice—, estoy autorizado. Me he pasado dos años montando esto mientras tú te dedicabas a jugar al fútbol con Robespierre y Thomas Paine. Hago unas pocas escapadas con Mozart y te cabreas conmigo. ¿Y qué pasa con Parker? No te oigo alborotar porque esté tocando rock and roll todos los días en su numerito de la madrugada. Puedes oírle aullar por todos y cada uno de los transistores baratos de la ciudad.

—El es un oficial de propaganda. Créeme, si pudiera pararlo lo haría, pero Parker es un caso especial. Tiene contactos por todas partes en Tiempo Real —se frotó la mejilla—. Dejémoslo, ¿vale? Sólo intenta ser amable con el presidente Jefferson. Últimamente lo está pasando muy mal.

La secretaria de Sutherland, una antigua dama de compañía, apareció para anunciar la llegada del avión. Jefferson, furioso, la empujó al pasar. Era alto para ser un local, tenía una mata de pelo rojo brillante y los ojos más duros que Rice hubiera visto nunca.

—Siéntese, señor Presidente —Sutherland señaló el otro lado de la mesa—. ¿Desea un café o té?

Jefferson gruñó.

—Quizás un Madeira —dijo—, si es que tiene.

Su secretaria miraba sin comprender, y cuando Sutherland asintió, se apresuró.

—¿Qué tal fue el vuelo? —preguntó Sutherland.

—Sus motores son de lo más impresionante —dijo Jefferson—, como ya saben —Rice vio el sutil temblor en la mano del hombre; no se había adaptado bien al vuelo en jet—, tan sólo desearía que su sensibilidad política estuviera igual de avanzada.

—Usted sabe que no puedo hablar por mis superiores —dijo Sutherland—. Por lo que a mí se refiere, lamento profundamente los aspectos más oscuros de esta operación. Florida se perderá.

Irritado, Rice se inclinó hacia delante.

—Usted no está aquí para discutir sobre sensibilidades políticas, ¿no?

—Libertad, señor —dijo Jefferson—. La cuestión es la libertad —la secretaria regresó con una botella de jerez cubierta de telarañas y una pequeña torre de vasos de plástico transparente. En ese momento, a Jefferson le temblaban las manos claramente; se sirvió un vaso y se lo bebió de un trago. El color le volvió al rostro. Entonces dijo—: Ustedes hicieron ciertas promesas cuando nos unimos a sus fuerzas. Garantizaron la libertad y la igualdad, y la libertad para buscar nuestra propia felicidad. ¡En vez de eso nos encontramos con su maquinaria por todos los lados y con sus baratas mercancías que seducen a la gente de nuestro gran país, mientras nuestros minerales y nuestras obras de arte desaparecen en sus fortalezas y nunca más vuelven a aparecer de nuevo!

Sutherland se encogió en su silla.

—El bien común requiere cierto período de... ajuste.

—Vamos, Tom —intervino Rice—. No firmamos una alianza. Eso son tonterías. Les sacudimos a los ingleses y vosotros les disteis, pero de rebote, y erais vosotros los que teníais la maldita responsabilidad de hacerlo. Segundo, si sacamos petróleo y agarramos unos pocos cuadros, ¿qué puñetas tiene que ver eso con vuestra libertad? Eso nos da igual. Haced lo que queráis, simplemente manteneos fuera de nuestro camino. ¿Vale? Si hubiéramos tenido que sentarnos a negociar, os hubiésemos dejado con los británicos en el poder.

Jefferson se sentó. Sutherland, humildemente, le sirvió otro vaso que bebió de un trago.

—No puedo entenderos —dijo—. Afirmáis que venís del futuro, pero sin embargo parecéis inclinados a destruir vuestro propio pasado.

—Pero esto no es así —dijo Rice—. Sucede de este modo: la historia es como un árbol, ¿de acuerdo? Cuando vuelves atrás y te lías con el pasado nace otra rama de la historia, desde el tronco principal. Bueno, este mundo es precisamente una de esas ramas.

—Así que —dijo Jefferson— este mundo, mi mundo, no conduce a vuestro futuro.

—Así es —dijo Rice.

—¡Eso os deja libres para violar y hacer pillaje a placer! ¡Mientras vuestro mundo permanece intacto y seguro! —Jefferson se puso de pie otra vez—. Encuentro la idea monstruosa más allá de toda opinión. ¡Intolerable! ¿Cómo podéis tomar parte en semejante despotismo? ¿No tenéis sentimientos humanos?

—Oh, por amor de Dios —dijo Rice—. Por supuesto que sí. ¿Qué pasa con las radios y las revistas y las medicinas que os hemos dado? Personalmente creo que tienes bastante cara dura viniendo aquí a darnos una lección de humanidad, con todas esas marcas en la cara, la camisa sin lavar, y todos tus esclavos en casa.

—¡Rice! —gritó Sutherland.

Rice miró a Jefferson a los ojos. Muy despacio, Jefferson se sentó.

—Mira —dijo Rice suavemente—. No queremos ser poco razonables. Quizás las cosas no funcionan como creíste, pero, ¡eh!, ¿sabes?, así es la vida. ¿Qué es lo que quieres
de verdad? ¿
Coches?, ¿películas?, ¿teléfonos?, ¿control de natalidad? Simplemente dilo y es tuyo.

Jefferson se apretó los párpados con los pulgares.

—Sus palabras no significan nada para mí, señor. Yo sólo quiero... sólo quiero volver a mi casa. A Monticello y tan pronto como sea posible.

—¿Una de sus migrañas, señor Presidente? —preguntó Sutherland—. He pedido que le preparen esto —empujó un frasco de pastillas hacia el otro lado de la mesa, hacia donde él estaba sentado.

Después de que Jefferson se fuera, Rice casi esperaba una reprimenda. En vez de eso, Sutherland dijo:

—Parece que tienes una enorme fe en el proyecto.

—¡Eh! ¡Animo! —dijo Rice—. Has pasado demasiado tiempo con esos politicastros. Créeme, es una época sencilla con gente sencilla. Seguramente Jefferson estaba un poco cabreado, pero volverá. ¡Relájate!

Rice encontró a Mozart limpiando las mesas del comedor principal del Castillo Hohensalzsburg. Con sus desteñidos vaqueros, su chaqueta sin cuello y sus gafas de espejo casi podría haber pasado por un adolescente del tiempo de Rice.

—¡Wolfgang! —le llamó Rice—. ¿Cómo te va en tu nuevo trabajo?

Mozart puso una pila de platos a un lado y se pasó las manos por su pelo corto.

—Wolf —le dijo—, llámame Wolf, ¿vale? Suena más... más moderno, ¿sabes? Pero, bueno, sí, realmente quiero agradecerte todo lo que hasta ahora has hecho por mí. Las cintas, la historia, los libros, este trabajo, ¡es tan maravilloso ya sólo el estar aquí!

Su inglés, Rice se dio cuenta, había mejorado notablemente en las tres últimas semanas.

—¿Todavía vives en la ciudad?

—Sí, pero tengo ahora mi propio espacio. ¿Vienes al concierto de esta noche?

—Por supuesto —dijo Rice—. ¿Por qué no acabas con esto mientras me voy a cambiar, y luego salimos a comer un sachertorte, vale? Va a ser una noche estupenda.

Rice se vistió precavidamente, con un traje de cota de malla bajo el abrigo de terciopelo y con briches hasta las rodillas. Llenó los bolsillos con baratijas para regalar y luego se encontró con Mozart en la puerta trasera.

Los de seguridad permanecían fuera, alrededor del castillo, mientras los focos barrían el cielo. Rice sintió una tensión nueva en el festivo abandono de las masas en el centro de la ciudad.

Como cualquiera de su época, sobresalía entre los locales. Incluso de incógnito se sentía destacar tan peligrosamente.

Dentro del club, Rice se ocultó en la oscuridad y se relajó. El lugar era la mitad de la planta baja de una casa de la ciudad remodelada, perteneciente a un joven aristócrata; algunos ladrillos sobresalían todavía indicando el emplazamiento de los antiguos muros. Los parroquianos eran en su mayoría locales, vestidos con cualquier prenda de Tiempo Real que hubieran encontrado en la basura. Rice vio incluso a un chico llevando un par de bragas de seda en la cabeza.

Mozart salió a escena. De su guitarra brotaron arpegios en forma de minueto que sonaban sobre las secuencias de motivos corales. Las pilas de amplificadores retumbaron con ráfagas de sintetizadores, sacadas de una cinta de los cuarenta principales de K-Tel. La enfervorizada audiencia arrojó sobre Mozart confeti arrancado del papel artesanal del club.

Luego, Mozart se fumó un porro de hachís turco y le preguntó a Rice sobre su futuro.

—¿El mío, quieres decir? —dijo Rice—. No te lo creerías. Seis mil millones de personas y nadie tiene que trabajar si no quiere. Quinientos canales de televisión en cada casa. Coches, helicópteros y ropas que te sacarían los ojos de las órbitas. Mogollón de sexo fácil. ¿Te gusta la música? Puedes tener tu propio estudio de grabación que te pone a tope en escena, como con tu jodido clavicordio.

—¿De verdad? Daría cualquier cosa por ver eso. No puedo entender por qué regresas.

Rice se encogió de hombros.

Other books

Sisters of Mercy by Andrew Puckett
The Doll Maker by Richard Montanari
Through the Dom's Lens by Doris O'Connor
Shadow Girl by Patricia Morrison
Cruel as the Grave by James, Dean