Mirrorshades: Una antología cyberpunk (40 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

—Quizás lo deje dentro de unos quince años. Cuando vuelva, tendré lo mejor de lo mejor. Todo lo que quiera.

—¿Quince años?

—Sí. Tienes que entender cómo funciona el Portal. Ahora mismo es tan alto como tú, del tamaño justo para un cable telefónico y un oleoducto, y quizás para las ocasionales sacas de correo dirigidas a Tiempo Real. Hacerlo tan grande como para trasladar gente o equipo resultaría increíblemente caro. Tan caro que sólo lo hacen en dos ocasiones; al principio y al final del proyecto. Así que, sí, imagino que estamos atrapados aquí.

Rice tosió violentamente y se bebió su copa. Ese hachís del Imperio Otomano había soltado sus ataduras mentales. Ahí estaba, confiando en Mozart, haciendo que el chico quisiera emigrar, y no había ninguna jodida manera de que Rice pudiera conseguirle una carta verde
[1]
. No con los millones que querían un viaje gratis al futuro, miles de millones si se contaban otros proyectos como el Imperio Romano o el Nuevo Reino de Egipto.

—Pero estoy realmente
contento
de estar aquí —dijo Rice—. Es como... como barajar las cartas de la historia. Nunca sabes qué saldrá en la siguiente —Rice le pasó el porro a una de las fans de Mozart, Antonia no-sé-qué—. Es genial estar vivo. Mírate. Te va estupendamente, ¿no? —se inclinó sobre la mesa, hacia delante, poseído por una súbita sinceridad—. Quiero decir, todo está bien ¿no? ¿No nos odiarás a todos nosotros por haber jodido este mundo o algo así?

—¿Bromeas? Estás mirando al héroe de Salzsburgo. De hecho, se supone que su señor Parker va a hacer una grabación de mi último número de esta noche. ¡Me conocerán pronto en toda Europa! —alguien le gritó a Mozart en alemán, desde el otro extremo del club. Mozart  le miró y le saludó crípticamente—. Enróllate, tío —se volvió a Rice—. Ya ves que me va bien.

—Sutherland se preocupa por cosas como esas sinfonías que nunca vas a escribir.

—¡Tonterías! No quiero escribir sinfonías. ¡Puedo escucharlas cada vez que quiera! ¿Quién es Sutherland? ¿Es tu novia?

—No, a ella le gustan los locales. Danton, Robespierre, gente así. ¿Y tú? ¿Tienes a alguien?

—Nadie en especial. No desde que era niño.

—¿Ah, sí?

—Bueno, cuando era niño vivía en la corte de María Teresa. Acostumbraba jugar con su hija María Antonia. María Antonieta se llama a sí misma ahora. La chica más bella de su época. Solíamos tocar duetos. Solíamos bromear acerca de nuestra boda, pero se fue a Francia con ese cerdo de Luis.

—Mierda —dijo Rice—. Esto es realmente sorprendente, ¿sabes?, ella es prácticamente una leyenda en el lugar de donde vengo. Le cortaron la cabeza durante la Revolución Francesa por organizar demasiadas fiestas.

—No, no lo hicieron...

—Eso fue en
nuestra
Revolución Francesa —dijo Rice—. La vuestra fue una bronca mucho menor.

—Debes ir a verla, si es que te interesa. Ciertamente, te debe un favor por haberle salvado la vida.

Antes de que Rice pudiera contestar, Parker llegó hasta su mesa, rodeado de ex damas casaderas, con minifaldas de spándex y sujetadores con las copas de lentejuelas.

—¡Hola, Rice! —gritó Parker, despreocupadamente anacrónico con su camiseta y sus vaqueros de cuero negro—. ¿De dónde has sacado ese par de palos de escoba sin caderas? ¡Ven, vamonos de juerga!

Rice miró a las chicas que se sentaban alrededor de la mesa y descorchaban botellas de champán de una caja. A pesar de lo pequeño, gordo y repulsivo que era Parker, ellas se acuchillarían sin pestañear por la oportunidad de dormir entre sus limpias sábanas para asaltar luego el botiquín de su baño.

—No, gracias —dijo Rice, sorteando los largos cables conectados al equipo de grabación de Parker.

La imagen de María Antonieta le había atrapado, y ya no se libraría de ella.

Rice estaba sentado desnudo en el borde de una cama con dosel, temblando un poco por el aire acondicionado. Más allá del abultado acondicionador de la ventana, a través de los paneles de cristal del siglo XVIII, vio el lujuriante y verde paisaje, salpicado de pequeñas cascadas.

En el jardín, un equipo de jardineros, formado por antiguos aristócratas en monos azul oscuro, arrancaba los hierbajos bajo la aburrida mirada de un campesino guarda. El guarda, vestido de pies a cabeza con ropa de camuflaje, a excepción de la escarapela tricolor en el sombrero reglamentario, masticaba chicle y jugueteaba con la banda de su barata ametralladora de plástico. Los jardines del Petit Trianon, como los de Versalles, eran tesoros que merecían el mejor de los cuidados. Pertenecían a la Nación, pues eran demasiado grandes como para se trasladados por el Portal del tiempo.

María Antonieta estaba tendida a lo ancho sobre las sábanas de satén rosa de la cama, vestida sólo con un resto de ropa interior negra, y ojeando un número de
Vogue.
Las paredes del dormitorio estaban llenas de cuadros de Boucher; metros y metros de nalgas sedosas, lomos rosados y labios fruncidos con picardía. Rice miró perplejo desde el retrato de Louise O'Morphy, estirada como una gata en un diván, hasta la redondez sedosa del trasero y los muslos de Antoñita. Respiró profunda, cansinamente.

—Tío —dijo—, ese hombre sabía pintar.

Antoñita partió un trozo de chocolate Hershey y señaló la revista.

—Quiero este bikini de cuero —dijo—. Siempre, desde que fui una chica, mi maldita madre me ataba esos malditos corsés. Ella creía que lo... que... llamas mi trasero sobresalía demasiado.

Rice se inclinó entre sus sólidas piernas y le dio unas palmaditas en el trasero para transmitirle confianza. Se sintió maravillosamente estúpido. Una semana y media de obsesiva carnalidad lo había reducido al estado de un animal eufórico.

—Olvídate de tu madre, nena. Ahora estás
conmigo.
¿Quieres ese maldito bikini de cuero? Pues lo tendrás.

Antoñita se lamió el chocolate de la punta de sus dedos.

—Mañana iremos al cottage, ¿de acuerdo, tío? Nos disfrazaremos de campesinos y haremos el amor en los pajares, como nobles salvajes.

Rice dudó. Su permiso de fin de semana se había alargado a semana y media. Seguridad lo debía de estar buscando ya. «A la mierda con ellos», pensó y dijo:

—Estupendo. Voy a encargar un almuerzo para el picnic. Foie gras y trufas, quizás algo de tortuga.

Antoñita gimoteó.

—Quiero comida moderna. Pizza, burritos y pollo frito —cuando Rice se encogió de hombros, ella le echó sus brazos al cuello— ¿Me quieres, Rice?

—¿Que si te quiero? Nena, incluso amo la simple
idea
de ti. —estaba borracho por la historia fuera de control, vibrando bajo él como la enorme motocicleta negra de la imaginación. Cuando pensaba en un París de restaurantes con comida para llevar y pastelerías floreciendo donde deberían estar las guillotinas, con un Napoleón de seis años mascando chicle Double Bubble, se sentía como el arcángel San Miguel yendo a toda velocidad.

La megalomanía, lo sabía, era un riesgo laboral. Pero pronto tendría que volver al trabajo, en sólo unos pocos días...

Sonó el teléfono. Rice se cubrió con un albornoz de satén, anteriormente propiedad de Luis XVI. A Luis no le importaría. Ahora era un cerrajero felizmente divorciado de Niza.

La cara de Mozart apareció en la pequeña pantalla del teléfono.

—Eh, tío, ¿dónde estás?

—En Francia —dijo Rice vagamente—. ¿Qué pasa?

—Jaleo, tío. Sutherland se ha vuelto majara y la han sedado. Al menos seis personas se han echado al monte, si te cuento también a ti —la voz de Mozart ya sólo tenía una mínima sombra de acento.

—Oye, no me he echado al monte. Volveré en un par de días. Tenemos... ¿cuántos?, ¿treinta personas en el norte de Europa? Si es que te preocupan los números.

—Al diablo con los números. Esto es serio. Hay levantamientos. Comanches convirtiendo las instalaciones de Texas en un infierno. Huelgas laborales en Londres y Viena. En Tiempo Real están cabreados. Hablan de sacarnos de aquí.

—¿Qué? —ahora estaba alarmado.

—Sí, llegaron noticias esta mañana. Dicen que vosotros, colegas, habéis fastidiado toda la operación. Sutherland provocó muchos líos con los locales antes de que se dieran cuenta. Estaba organizando a los masones en una suerte de resistencia pasiva y Dios sabe qué más.

—Mierda —los jodidos politicastros la habían fastidiado otra vez. No era bastante con que se pelase el culo levantando la planta y los oleoductos. Ahora tenía que arreglar el desastre de Sutherland. Miró a Mozart—. Hablando de confraternización, ¿a qué viene el
nosotros
en todo esto? ¿Qué demonios haces llamándome?

Mozart palideció.

—Sólo intento ayudar. He conseguido un puesto en comunicaciones.

—Eso implica una carta verde. ¿De dónele la sacaste?

—Eh, oye, tío, tengo que largarme. Vuelve aquí, ¿lo harás? Te necesitamos —los ojos de Mozart parpadearon, mirando por encima del hombro de Rice.

—Si quieres puedes traerte a tu conejito contigo. Pero date prisa.

—Yo... mierda, bien —dijo Rice.

El deslizador de Rice rugía a una velocidad constante de 80 km/h, levantando nubes de polvo por una carretera llena de baches. Estaban cerca de la frontera bávara. Los picudos Alpes se elevaban hasta el cielo; radiantes praderas verdes, pequeñas y pintorescas granjas y claras y rápidas corrientes de nieve fundida.

Acababan de tener su primera discusión. Antoñita le había pedido una carta verde y Rice le había dicho que no podía conseguírsela. A cambio le ofreció una carta gris que la llevaría de una rama del tiempo a otra, sin dejarle visitar Tiempo Real. Sabía que sería enviado a otra parte si el proyecto se cerraba, y quería llevarla con él. Quería hacer las cosas con decencia, no abandonarla en un mundo sin Hersheys ni
Vogues.

Pero ella no apreciaba su oferta. Tras varios kilómetros bajo un pesado silencio, empezó a gimotear:

—Tengo que hacer pis —dijo finalmente—. Para al lado de esos malditos árboles.

—Vale —dijo Rice—. Vale.

Apagó las turbinas y comenzó a pararse. Un rebaño de vacas con manchas se apartó con un sonido de cencerros. La carretera estaba desierta.

Rice salió y se estiró, mirando a Antoñita trepar por una cerca de madera y caminar hacia la arboleda.

—¿A
qué tanto misterio? —gritó Rice—. No hay nadie alrededor. ¡Hazlo ya!

Una docena de hombres ocultos en el canal irrumpieron y corrieron hacia él. En un instante, lo rodearon, apuntándole con pistolones de chispa. Llevaban tricornios y pelucas, y ropas de caballero con puños de encaje. Máscaras negras de carnaval les ocultaban el rostro.

—¿Qué coño es esto? —preguntó Rice sorprendido—. ¿Mardi Gras
[2]
?

El jefe se quitó la máscara y le hizo una reverencia burlona. Sus atractivos rasgos teutónicos estaban maquillados y sus labios estaban pintados con carmín.

—El conde Axel Ferson a su servicio, señor.

Rice conocía el nombre. Ferson había sido el amante de Antoñita antes de la Revolución.

—Escuche conde, quizás esté un poco enfadado por lo de Antoñita, pero seguro que podemos arreglarlo. ¿No preferiría tener una tele en color?

—¡Guárdese sus satánicos sobornos, señor! —aulló Ferson—. No mancharé mis manos ordeñando la vaca de los colaboracionistas. ¡Somos el Frente Masón Libre de Liberación!

—Dios —dijo Rice—. No puedes ir en serio. ¿Pretendes apoderarte de todo el proyecto con esas pistolitas de juguete?

—Somos conscientes de su superioridad en armamento, señor. Por eso le hemos tomado como rehén —habló a los otros en alemán. Le ataron las manos y lo metieron en la parte de atrás de una carreta de caballos que salió al trote desde los árboles.

—¿Ni siquiera vamos a ir en coche? —preguntó Rice. Mirando hacia atrás vio a Antoñita triste, sentada en la carretera, cerca del deslizador.

—Rechazamos sus máquinas —dijo Ferson—. Es otro de los rostros de su ateísmo. ¡Pronto os llevaremos de vuelta al infierno de donde vinisteis!

—¿Con qué? ¿Con palos de escoba? —Rice se sentó en la parte de atrás de la carreta, ignorando la peste a estiércol y a heno podrido—. No confundas nuestra amabilidad con debilidad. Si mandan al Ejército de la «carta gris» por el Portal, no quedará de vosotros ni para llenar un cenicero.

—¡Estamos listos para el sacrificio! ¡Son miles cada día los que se unen a nuestro movimiento mundial, bajo la bandera del Ojo que Todo lo Ve! ¡Exigimos nuestro destino! ¡El destino que nos habéis robado!

—¿Vuestro
destino?
—Rice estaba horrorizado—. Mira, conde, ¿alguna vez has oído hablar de la guillotina?

—Desearía no volver a escuchar nada más sobre vuestras máquinas —Ferson gesticuló a un subordinado—. ¡Amordázalo!

Transportaron a Rice hasta una granja a las afueras de Salzsburgo. Durante las quince horas que pasó machacándose los huesos en la carreta no pensó en otra cosa que en la traición de Antoñita. Si le hubiera prometido la carta verde, ¿le habría conducido igualmente a la emboscada? La carta era lo único que ella quería, pero ¿cómo podrían los masones conseguirle una?

Los vigilantes de Rice rondaban sin descanso frente a su ventana, haciendo crujir sus botas sobre el piso de madera pobremente claveteado. Por sus constantes referencias a Salzsburgo, entendió que estaba teniendo lugar algún tipo de asedio.

Nadie había aparecido para negociar la liberación de Rice y los masones se estaban poniendo nerviosos. ¡Si tan sólo pudiera gruñir bajo su mordaza! Rice estaba seguro de que así sería capaz de hacerles razonar.

Escuchó un zumbido en la distancia, aumentando rápidamente hasta convertirse en un rugido. Cuatro de los hombres corrieron afuera, dejando un solo guarda en la puerta abierta. Rice se revolvió en sus ataduras e intentó sentarse.

De pronto el maderamen sobre su cabeza saltó hecho astillas por el fuego de una ametralladora pesada. Con un ruido sordo, unas granadas explotaron en la fachada de la casa, y las ventanas estallaron pulverizadas, haciendo entrar una oleada de humo negro. Ahogándose, el masón, apuntó su pistolón de chispa hacia Rice, pero antes de que pudiera apretar el gatillo una ráfaga de balas arrojó al terrorista contra el muro.

Un hombre pequeño y fuerte con chaleco antibalas y pantalones de cuero irrumpió en la habitación. Se quitó las gafas protectoras de su cara ennegrecida por el humo, revelando unos ojos orientales. Un par de cuerdas engrasadas colgaban de su espalda. Llevaba en el brazo un fusil de asalto y en su equipo, dos bandoleras con granadas.

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