Misterio del collar desaparecido (4 page)

—Ella lo ha ganado, ¿no es cierto? ¡Haga que ese hombre se lo entregue!

—Lo siento, señorita. La tirada no ha sido del todo acertada —replicó también el otro hombre. Y entonces Bets se marchó arrastrando a los otros.

—¿Y «ahora» seguís creyendo que ese hombre es Fatty? —dijo en tono fiero—. ¡Él me hubiera dado el reloj enseguida! Fatty siempre es generoso y amable. ¡No puede ser Fatty!

—Bueno... tal vez «haya» tenido que decirlo —discutió Larry—. De otro modo el otro hombre podría haberse enfadado con él y pegarle un puñetazo. Yo sigo pensando que es Fatty.

Montaron en el tiovivo y en los autos-choque. Pip con Bets, y Larry con Daisy, y entre gritos y alaridos se embistieron unos a otros hasta que ellas y los coches quedaron casi deshechos. Realmente era divertido.

—Ahora vamos a ver la exposición de figuras de cera —propuso Larry.

—¡Oh, hace demasiado calor! —replicó Daisy—. Además, no me gustan mucho las figuras de cera... me asustan un poco... ¡parecen tan reales y luego no son capaces ni de parpadear!

—«Yo» quiero verlas —dijo Bets, que en su vida había visto una figura de cera y estaba deseándolo—. Tienen a la reina Isabel muy bien vestida, y a Napoleón, con la mano metida en el chaleco, y Nelson con un solo brazo y un solo ojo, y...

—Bueno, entremos a ver todos esos personajes maravillosos —dijo Daisy—. Pero es extraño que no se derritan con esta temperatura. Yo me estoy derritiendo. Será mejor que después de verlos tomemos un helado.

Pagaron la entrada en la puerta. La exposición tenía lugar en una sala pequeña. Un muchacho pelirrojo les entregó los billetes con una mano mientras con la otra se rascaba violentamente la cabeza. Bets le miró. «¿Sería Fatty? Fatty tenía una peluca y cejas pelirrojas y sabía pintarse las pecas igual que las que tenía aquel muchacho. Pero Fatty les había dicho que se disfrazaría de «persona mayor»... así que no podía ser aquel niño sucio. Sin embargo. Bets no pudo por menos de mirarle fijamente, y el muchacho le sacó la lengua.

—¡Mira a otro lado! —le dijo—. ¿Es que no has visto nunca a un pelirrojo?

Bets se puso muy colorada y fue a reunirse con los otros. Alrededor de la pequeña sala, y dispuestas en escalones que elevaban cada hilera de figuras por encima de las otras, estaban las esculturas de cera. Allí estaban, quietas, silenciosas, con la mirada fija en sus rostros sonrosados, incapaces del menor parpadeo.

A Pip y a Larry les gustaron, pero las dos niñas se sintieron molestas ante tantas figuras inmóviles que las miraban.

—¡Ahí está la reina Isabel! —exclamó Pip señalando a una figura de porte majestuoso que estaba al fondo de la sala—. Y ahí está sir Walter Raleigh poniendo su capa en el suelo para que ella pase por encima. Están muy bien.

—¡Qué traje más bonito lleva! —dijo Bets—. Me gusta su gorguera. Y mirad cuántas joyas. ¡Me sorprende que la gente no las robe!

—¡Bah! ¡Todo es fantasía! —exclamó Pip—. Mirad... ahí está Nelson. No sabía que fuese tan bajito.

—¡Oh...! y ése de ahí es Winston Churchill —dijo Bets encantada, pues sentía una gran admiración por el gran estadista y tenía una fotografía suya en su cuarto—. ¡Con su cigarro puro y todo! ¡Es el mejor de todos!

—Mirad... hay una jovencita que vende caramelos —dijo Larry de pronto, guiñándole un ojo a Pip—. Toma, Bets, ve a comprarnos unos chocolatines. —Y entregó a su hermana algún dinero y ella se acercó a la vendedora que llevaba una bandeja llena de bolsas y cajas.

—Quiero unos chocolatines, por favor —le dijo Bets alargándole el dinero. La joven no se movió, continuó mirando por encima de Bets sin decir nada.

—«¡Deme unos chocolatines, haga el favor!» —dijo Bets en voz alta pensando que tal vez la joven fuese un poco sorda. Pero la muchacha continuaba sin hacerle caso y Bets se extrañó mucho.

Luego oyó que los otros reían a sus espaldas y repentinamente comprendió la jugarreta que le habían gastado.

—¡Oh! ¡Esta joven es también de cera! ¡«Carotas»! He estado intentando comprar chocolatines a una figura de cera.

—¡Oh, Bets! ¡Cualquiera puede engañarte, cualquiera! —exclamó Pip casi llorando de risa—. ¡Pensar que tú eres una Pesquisidora! ¡Vaya, si ni siquiera sabes distinguir una figura de cera de una persona!

Bets apenas sabía si reír o llorar, pero afortunadamente decidió reírse.

—¡Pobre de mí! Realmente creía que era una persona. ¡Mirad cómo se está riendo de mí ese horrible muchacho pelirrojo!

Examinaron cuidadosamente todas las figuras de cera. Había muchas, entre ellas un policía bastante parecido al señor Goon, aunque más alto y menos gordo.

—¡Me gustaría poner aquí al viejo Ahuyentador! —dijo Pip entre risas—. Algunas veces está tan inmóvil y mira tan estúpidamente. Y vaya... mirad ese cartero. Es estupendo, si no fuese por su tonta sonrisa.

Realmente hacía calor en la exposición de figuras de cera y los niños se alegraron de salir de allí. El chico pelirrojo de la entrada volvió a sacar la lengua a Bets, y ella trató de no mirarle.

—¡Qué muchacho más horrible! —dijo—. No sé cómo he podido pensar que fuese Fatty. Él no se comportaría así ni siquiera disfrazado.

—Vamos a tomar algo —propuso Daisy—. Mirad, aquí venden helados y pasteles.

—Yo quiero un dulce y limonada helada —dijo Pip—. Más tarde, si puedo, me tomaré un helado. ¡Ojala Fatty se uniera a nosotros! Me pregunto si nos estará mirando tras su disfraz. Estoy seguro de que es el hombre de los billetes del tiovivo. Esos espesos cabellos negros son demasiado rizados para ser auténticos.

Merendaron muy bien y entre todos se comieron veinticuatro pasteles. Terminaron con helados, regados con una limonada bastante dulce y luego se sintieron con ánimos de volver al sol.

—Vamos a sentarnos junto al río —dijo Bets—. Allí hará más fresco. ¡Siempre corre brisa junto al agua!

Se fueron alejando de la feria, y de pronto Bets vio una hermosa mancha de alegres colores y se detuvo.

—¡Pip! ¡Mirad cuántos globos! Me encantaría tener un globo. ¿Tienes bastante dinero para comprarme uno?

—No seas niña —replicó Pip—. ¡Mira que querer un globo como si fueses una niña de tres años!

—Bueno, pues lo quiero —dijo Bets, obstinada. Se acercaron a una mujer que estaba sentada sosteniendo un grupo de globos de alegres colores. Era una mujer deforme, que llevaba un chal rojo sobre la cabeza y los hombros, a pesar del calor. Sobre la frente le caían los cabellos en desorden y tenía la frente surcada de arrugas, aunque sus ojos eran muy brillantes.

—¿Un globo, jovencito? —dijo a Pip con voz cascada.

—No, gracias —replicó Pip, pero Bets le tiró del brazo.

—Cómprame uno, Pip. ¡Ojala estuviera aquí Fatty! «Él» me compraría uno. ¡Son tan bonitos!

—¡Bueno, pero cuestan dos pesetas cada uno! —exclamó Pip mirando la etiqueta del precio que colgaba de cada globo—. ¡Dos pesetas! Es un robo. No, no puedo prestarte dos pesetas para eso. Mamá pensaría que me he vuelto loco.

—Puedo dárselo a mitad de precio —dijo la vieja amablemente, y Bets miró a Pip.

—Está bien —dijo sacando el dinero—. Pero acuérdate de devolverme el dinero cuando lleguemos a casa, Bets.

—¡Oh, gracias, Pip! —exclamó Bets cogiendo el dinero. Estuvo mirando los alegres globos que se mecían suavemente a merced de la brisa, pero no sabía cuál comprar. Los rojos eran tan bonitos y brillantes, los verdes tan preciosos, los azules igual que el cielo, y los amarillos igual que la luz del sol..., ¿cuál comprar?

—Bueno, ya vendrás con nosotros cuando te hayas decidido —le dijo Pip, impaciente—. No vamos a estarte esperando toda la tarde, Bets.

Los otros se fueron a la orilla del río, y Bets se quedó contemplando los hermosos globos.

—Son bonitos, ¿verdad, señorita? —dijo la vieja—. Tómese todo el tiempo que quiera para elegir.

Bets pensó que aquella mujer era muy simpática.

—Ha sido usted muy amable al dejármelo a mitad de precio —le dijo—. ¿Gana usted mucho dinero vendiendo globos?

—No mucho —replicó la anciana—. Pero lo suficiente para una vieja como yo.

Bets escogió un globo azul y la mujer alargó la mano para recibir el dinero. Era una mano muy sucia y se cerró rápidamente sobre las monedas. Bets preguntóse por qué toda la gente de la feria tendría las manos y la cara tan sucias.

Luego se fijó en algo que le hizo pensar. La mano de la vieja estaba muy sucia, pero... ¡sus uñas estaban limpísimas! ¡Mucho más incluso que las de Bets!

«¡Qué extraño! —pensó Bets sin apartar los ojos de aquellas uñas cuidadas—. ¿Cómo es posible que esta vieja tenga las manos tan sucias y las uñas tan limpias?»

Entonces Bets miró fijamente el rostro cubierto de arrugas de la vieja, y sus ojos sorprendentemente brillantes, ¡y comprendió que aquéllos eran los ojos de Fatty! Sí, no cabía la menor duda... ¡eran los ojos brillantes e inteligentes de Fatty!

—¡Oh, Fatty! —susurró Bets—. ¡Oh!, ¿de veras eres tú? ¡Dime que sí!

La vieja se volvió rápidamente para asegurarse de que nadie los escuchaba.

—Sí. Soy yo —dijo Fatty desarrugando la cara como por arte de magia y enderezando su encorvada espalda—. Buen disfraz, ¿verdad? ¿Pero cómo supiste que era yo, Bets? ¡Eres demasiado lista!

—¡Chisss! Viene alguien —susurró Bets—. Me iré. ¿Dónde nos encontraremos?

—Id a la casa a las seis y yo me reuniré con vosotros en algún sitio —dijo Fatty apresuradamente, volviendo a arrugar su rostro. Bets vio que había pintado hábilmente los lugares donde se marcaban las arrugas, de manera que nadie pudiese ver que no siempre estaban allí. ¡Fatty era sencillamente maravilloso!

—¡No se lo digas a los otros! —exclamó Fatty—. Guarda el secreto un poco. —Luego elevando la voz comenzó a pregonar con voz cascada—: ¡Globos! ¡A dos pesetas! ¡Bonitos globos!

Bets se alejó con los ojos brillantes. Había encontrado a Fatty... y ¡«qué lista» era! ¿Verdad que sí?

CAPÍTULO V
LA VENDEDORA DE GLOBOS

Bets fue a reunirse con los otros muy satisfecha de sí misma. El globo azul flotaba tras ella en el extremo del cordel.

—¡Aquí está por fin! —exclamó Pip—. Pensábamos que no vendrías nunca, Bets. ¿Qué te pasa? Pareces estar rabiando por decirnos algo.

—¿De veras? —dijo Bets—. ¡Figuraos! A propósito, tengo un mensaje de Fatty. Tenemos que regresar a casa a las seis y él se reunirá con nosotros.

—¿Quién te dio ese mensaje? —preguntó Pip al punto.

—Ese es «mi» secreto —respondió Bets.

—¿Hablaste con el propio Fatty? —quiso saber Larry—. ¿Es el hombre del tiro de anillas?

—No te lo diré —repuso Bets—. ¡Voy a guardar mi secreto durante algún tiempo!

Y no quiso decir ni una palabra más, lo cual contrarió mucho a los demás. ¡Imaginaros, la pequeña Bets sabía algo que «ellos» ignoraban!

A las seis emprendieron el camino de regreso atravesando la feria, el paso a nivel y subiendo por el sendero del río. Sentada en un banco con sus globos estaba la vieja vendedora esperándoles. Al verles se puso en pie.

—¡Globos! —voceó—. ¡Globos muy fuertes!

—No, gracias —dijo Pip siguiendo adelante. La vieja echó a andar a su lado.

—¡Cómpreme un globo! —le dijo—. ¡Cómprelo para ayudarme, señorito!

—No, gracias —volvió a decir Pip caminando un poco más deprisa, pero aquella vieja podía andar también con sorprendente rapidez y se mantuvo sin perder terreno al lado de Pip.

—¡Cómpreme un globo, por favor! —dijo con voz temblona y cascada.

Nadie sabe cuánto tiempo hubiera seguido importunando a Pip... si Bets no lanza de pronto una serie de carcajadas que sorprendieron a los otros.

—¿Qué «te» pasa? —le dijo Pip, exasperado.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Bets—. Lo siento, pero no puedo evitarlo. ¡Es tan divertido!

—¿El «qué» es divertido? —le gritó Pip. Y entonces se quedaron de piedra... porque la mujer de los globos se había subido las faldas por encima de las rodillas mostrando sus piernas desnudas calzadas con sandalias y estaba danzando a su alrededor produciendo ruidos muy singulares.

—¡Basta, Fatty, basta! ¡O voy a morirme de risa! —decía Bets sujetándose los costados.

Los otros contemplaban el espectáculo con ojos desorbitados.

—¡Qué... éste es «Fatty»! —exclamó Pip—. ¡«Fatty»! No. No puedo creerlo.

Pero sí lo era, naturalmente, y en cuanto Fatty se «desmaquilló» el rostro y se quitó las arrugas, todos pudieron ver perfectamente que se trataba de Fatty.

Larry y Daisy estaban sin habla. De manera que Fatty no era ni el hombre del tiro de anillas ni tampoco el del tiovivo, sino la vieja vendedora de globos. ¡Era muy propio de Fatty el idear un disfraz con el que nadie pudiera reconocerle!

¿O acaso Bets le había reconocido? Los otros miraron su rostro sonriente. Larry arrastró a la vieja de los globos a un banco cercano y todos se sentaron.

—¿Eres tú de veras? —le dijo Larry, y la vieja asintió.

—¡Claro! ¡Cielos, este disfraz debe ser superior si ha conseguido engañaros tan bien!

—¿Bets supo descubrirte?

—Sí —replicó Fatty—. Lo adivinó de pronto, mientras estaba comprando su globo, cuando todos os habíais marchado.

—Pero ¿cómo lo adivinó? —preguntó Pip, contrariado.

—¡Dios sabe! —repuso Fatty—. ¿Cómo lo descubriste, pequeña Bets?

—¡Oh, Fatty, fue una cosa tan tonta...! No sé si decírtelo —dijo Bets—. Estoy segura de que pensarás que ha sido una forma muy tonta de descubrirlo.

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