Misterio en la villa incendiada (14 page)

—No hemos visto a nadie —declaró Bets, compadecida del gordito porque, dada su corta edad, sabía por experiencia lo duro que resultaba ser excluido por los demás—. Sólo hemos ido por estos alrededores a dar un paseo en bicicleta.

Pero Fatty se sentía realmente ofendido y herido en su amor propio.

—No quiero pertenecer más a la asociación de Pesquisidores —manifestó—, voy a buscar mi dibujo de las huellas y después me marcharé. Veo claramente que no me queréis. Vamos, «Buster».

Ninguno de los muchachos deseaba perder la colaboración de «Buster», ni tampoco la de Fatty. En realidad, éste no resultaba tan insoportable, tan pronto se acostumbraba uno a él.

—Vuelve acá, bobo —instó Daisy, siguiéndole— Pues claro que te queremos. Ahora vamos a discutir el partido a tomar esta noche con los zapatos del señor Smellie. Tú debes venir con nosotros y exponer también tu opinión. Yo quisiera ir a casa del señor Smellie a vigilar mientras Larry busca los zapatos que suponemos que el profesor tiene.

Fatty accedió a volver junto a los demás, con expresión aún algo huraña.

—Oye, Larry —dijo Daisy—. Me gustaría que me dejases entrar contigo en casa del señor Smellie. ¿Tú qué opinas, Fatty? ¿Crees que debería acompañarle para vigilar en tanto?

—No —repuso Fatty—. Creo que es mejor que le acompañe un chico—. Yo iré contigo, Larry. Tú efectuarás el registro y yo me encargaré de vigilar que nadie te descubra.

—No, iré yo —ofrecióse Pip al punto.

—No podrías escabullirte sin ser visto —objetó Larry—. En cambio Fatty, sí. Sus padres no parecen preocuparse mucho de sus idas y venidas. De acuerdo, Fatty, quedamos en que vendrás a ayudarme. He decidido explorar los alrededores a eso de las nueve y media, para comprobar si el viejo Smellie está aún en su despacho. Es inútil intentar nada hasta que se acueste. A lo mejor es una de esas personas que velan hasta las tres de la madrugada. Tendremos que averiguarlo.

—De acuerdo —convino Fatty—. Estaré aquí a eso de las nueve y media. ¿Dónde está el zapato? ¿En la glorieta? Me lo llevaré yo. No sea que a tu madre se le ocurra preguntar de dónde lo has sacado. Por entonces habrá anochecido ya y nadie verá lo que llevo.

Fatty se animó mucho ante la perspectiva de tomar parte en algo emocionante y, olvidando su mal humor, discutió con Larry el punto de reunión.

—Yo saltaré por la tapia que hay al fondo del jardín —decidió Larry—. Pero tú, Fatty, es preferible que entres por la calzada de los coches de la casa del señor Smellie y que te dirijas a la parte trasera de la misma por allí. Nos encontraremos detrás del edificio. ¿Lo tienes perfectamente entendido?

—Está bien. Ulularé como una lechuza cuando llegue para que sepas que ya estoy allí.

—¿Pero sabes ulular? —exclamó Bets, sorprendida.

—Sí —asintió Fatty—. Escuchad.

Y uniendo ambos pulgares acopló las manos juntas y sopló cuidadosamente entre los dedos. Inmediatamente percibióse un lúgubre gorjeo, exactamente igual que el de una lechuza. Era maravilloso.

—¡Oh, qué listo eres, Fatty! —ensalzó Bets.

Fatty sopló otra vez y el plañidero gorjeo dejóse oír de nuevo en el jardín. La imitación era realmente perfecta.

—¡Es estupendo! —exclamó Bets.

Fatty abrió la boca para decir que sabía imitar las voces de otros muchos pájaros y animales, aún más perfectamente que la de la lechuza, pero se detuvo a tiempo, al sorprender una mirada de advertencia de Larry. Entonces optó por callar.

—Bien —concluyó Larry—. Quedamos así. Te reunirás conmigo a las nueve y media detrás de la casa del señor Smellie, y ulularás como una lechuza para advertirme tu presencia. Probablemente yo estaré escondido entre los arbustos, aguardándote.

Aquella noche se acostaron todos muy excitados. Fatty fue el único que no se metió en la cama, pero Larry se vio obligado a hacerlo, pues su madre, al contrario de la de Fatty, solía entrar a arroparle y a darle las buenas noches. Así, pues, Fatty permaneció tranquilamente sentado en su habitación, sin desvestirse, leyendo un libro para pasar el tiempo.

A las nueve y diez apagó la luz y asomó la nariz por la puerta del dormitorio. No había nadie en los alrededores. Entonces, deslizándose por el pasillo, bajó la escalera. Luego salió del hotel por la puerta del jardín. A los pocos instantes se hallaba en la calle, ascendiendo por la cuesta con el zapato escondido debajo de su chaqueta.

Poco antes de las nueve y media, llegó ante el portillo del jardín del señor Smellie. La casa estaba en la más completa oscuridad. Fatty se paseó un rato arriba y abajo, para asegurarse de que no había nadie en las inmediaciones.

No vio que, junto a uno de los grandes árboles que bordeaban la carretera, permanecía apostada una persona en perfecta inmovilidad. Y, cuando el chico decidió entrar en la calzada, notó de improviso que una recia mano se posaba en su hombro.

El pobre Fatty quedóse paralizado de espanto.

—¡Ooooh! —exclamó, asustado, al tiempo que se le caía el zapato de debajo de la chaqueta.

—¡Alto! —ordenó una voz que Fatty conocía muy bien—. ¡Alto!

Alguien le apuntó con una linterna, al tiempo que repetía, con voz si cabe más recia esta vez.

—¡Alto!

Era la voz del Ahuyentador, que, desde su puesto de guardia junto al árbol había visto, no sin asombro, subir a Fatty por la calle e iniciar su quedo paseo ante la entrada de la casa. Su asombro fue en aumento al comprobar que se trataba de «uno de los chicos». El hombre se inclinó a recoger el zapato.

—¿Qué es esto? —inquirió, profundamente sorprendido.

—Parece un zapato, ¿no? —respondió Fatty—. ¡Suélteme usted! No tiene derecho a agarrarme así.

—¿Qué haces con ese zapato? —preguntó el Ahuyentados, sin salir de su asombro—. ¿Dónde está el otro?

—No lo sé exactamente —repuso Fatty, sin faltar a la verdad.

—¡No seas desvergonzado! —espetó el policía, sacudiéndole coléricamente.

Y, dando la vuelta al zapato, reparó en la suela de goma. Al punto, pasó como un relámpago por su mente el mismo pensamiento que había asaltado a Daisy al ver aquel zapato por primera vez: ¡los dibujos de la suela eran iguales que los de las huellas!

El señor Goon contempló el zapato, estupefacto, y, apuntando de nuevo a Fatty con su linterna, inquirió:

—¿Dónde lo has encontrado? ¿De quién es este zapato?

Fatty parecía resistirse a contestar.

—Alguien lo encontró y me lo entregó —dijo al fin.

—De momento, lo guardaré yo —decidió el señor Goon—. Ahora, ven conmigo unos instantes.

Pero Fatty no abrigaba los más mínimos deseos de complacerle. Con un rápido tirón, se desasió de la mano del Ahuyentador y echó a correr calle arriba como alma que lleva el diablo. Al llegar a lo alto de la misma, dobló la esquina de la calle donde se hallaba la casa de Larry, y, entrando en la calzada, se dirigió al fondo del jardín, con el corazón disparado. Una vez junto a la tapia, saltó al otro lado y avanzó cautelosamente hacia la parte trasera de la casa.

Entonces ululando como una lechuza, profirió:

—¡Huuuuu! ¡Huuuuuu!

CAPÍTULO XV
LARRY Y FATTY SE LLEVAN UN SUSTO

Apenas transcurrió un segundo, el pobre Fatty volvió a quedarse paralizado de espanto. Alguien le agarró fuertemente por el brazo. El gordito esperaba oír algún silbido o gorjeo procedente de algún rincón del jardín, en contestación a su reclamo, sin advertir que Larry estaba justamente detrás del arbusto junto al cual permanecía él apostado.

—¡Ooooh! —exclamó Fatty, asustado.

—¡Pst! —susurró Larry—. ¿Tienes el zapato?

—No —repuso Fatty.

En dos palabras, le contó lo sucedido, en tanto Larry le escuchaba consternado.

—¡Eres un estúpido! —farfulló este último—. ¡Mira que servir en bandeja al Ahuyentador una de nuestras mejores pistas! ¡Ahora descubrirá que abrigamos las mismas intenciones que él!

—Ese zapato no era ninguna pista —arguyó Fatty—. Nos equivocamos. Pensamos que era una pista, pero no lo era. Aparte de eso, no pude evitar que el Ahuyentador me lo arrebatase. Por poco se me lleva a mí también. A duras penas logré desasirme.

—¿Qué haremos ahora? —interrogó Larry—. ¿Te parece que entremos a registrar? No se ve luz en el despacho. Seguramente el viejo el señor Smellie se ha acostado ya.

—Sí, vamos —convino Fatty—. ¿Dónde está la puerta del jardín?

No tardaron en dar con ella, comprobando, con satisfacción, que aún no tenía echada la llave. Como había luz en la cocina, los dos muchachos coligieron que la señorita Miggle estaba levantada aún, dado lo cual decidieron extremar las precauciones.

Tras franquear el umbral, Larry, abrió la marcha hacia el despacho donde él y Daisy habían conversado con el señor Smellie aquel día.

—Es preferible que tú te quedes de guardia en el vestíbulo —aconsejó a su compañero—. Así, si la señorita Miggle o el señor Smellie se acercan por aquí, podrás avisarme inmediatamente. Yo abriré una de las ventanas del despacho, caso que consiga hacerlo sin meter mucho ruido y si alguien intenta entrar en la habitación, saltaré al jardín por ella.

Larry entró en el despacho. Una vez dentro, paseó su linterna por toda la desordenada estancia, atestada de papeles. Había papeles y libros sobre el escritorio, en el suelo y en las sillas, aparte de los libros dispuestos en la estantería que guarnecían las paredes y de los que figuraban sobre la repisa de la chimenea. ¡Saltaba a la vista que el señor Smellie era un hombre muy docto!

Larry inició la búsqueda de los zapatos que esperaba hallar. Apartando unos pocos libros de cada estante, pasó la mano por detrás de los mismos, sin conseguir encontrar nada allí, ni tampoco debajo de los montones de papeles desparramados por doquier.

Entretanto, Fatty permanecía de guardia en el vestíbulo, y, reparando en la alacena donde Daisy había encontrado el zapato, se dijo que sería una buena idea echar una ojeada a su interior. Era muy posible que a Daisy le hubiese pasado por alto algunos zapatos que pudieran ser los verdaderos.

El chico se metió, pues, en la alacena, y tan absorto estaba examinando las suelas de las botas y zapatos dispuestos allí dentro, que no oyó el rumor de un llavín en la cerradura de la puerta principal, ni los pasos de alguien tras sí. Por consiguiente, no tuvo tiempo de advertir al pobre Larry, ya que no oyó al señor Smellie hasta que el anciano profesor entró en el despacho y encendió la luz.

Como es de suponer, entonces ya no hubo tiempo de hacer nada. Larry fue sorprendido con la cabeza metida en una alacena, ignorante por completo de que había alguien en la habitación hasta que se encendió la luz.

El muchacho sacó la cabeza del armario, horrorizado. Él y el señor Smellie, se miraron fijamente, Larry, altamente sobrecogido, y el señor Smellie, entre sorprendido y colérico.

—¡Ladrón! —farfulló, al fin el profesor, indignado—. ¡Granujilla! ¡Ahora mismo te encerraré y telefonearé a la policía!

Y, abalanzándose sobre Larry, le agarró con una mano asombrosamente fuerte. Luego, procedió a zarandearle violentamente, en tanto Larry balbucía:

—¡Por favor, señor, por favor!

Pero el señor Smellie no parecía dispuesto a escucharle. Sus preciados papeles lo eran todo para él, y la vista de alguien revolviéndolos le llenó de tal furor, que se sintió incapaz de escuchar una sola palabra. Sin cesar de zarandear a Larry, entre toda suerte de horribles amenazas le empujó al vestíbulo. El pobre Fatty, muerto de vergüenza por no haber podido avisar a Larry, temblaba de pies a cabeza dentro de la alacena, sin atreverse a hacer acto de presencia.

—¡Grandísimo pillo! —vociferaba el señor Smellie, empujando al pobre Larry hacia la escalera.

Larry seguía protestando, pero el profesor negábase a escucharle.

—¡Mandaré venir a la policía y te entregaré sin contemplaciones!

Fatty se estremeció. Ser sorprendido con las manos en la masa, ya era mala cosa, pero todavía era peor pensar que el pobre Larry podía ser entregado a aquel horrible viejo Ahuyentador. El gordito oyó que el señor Smellie encerraba a Larry en una habitación del piso. Atraída por el inesperado ruido, la señorita Miggle acudió presurosamente al vestíbulo a ver qué pasaba.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿Que qué pasa? —rugió el señor Smellie—. ¡Que han entrado ladrones y rateros! Al llegar a casa, hace un momento, he entrado en mi despacho y he encontrado ladrones y rateros robándome los papeles.

Imaginándose que los ladrones eran por lo menos dos o tres, la señorita Miggle farfulló, boquiabierta:

—¿Dónde están los ladrones?

—Encerrados arriba, en el trastero —declaró el señor Smellie.

La señorita Miggle le miró, si cabe más sorprendida todavía. No podía creer que su patrón hubiese llevado dos o tres hombres arriba él solo, encerrándoles luego en el trastero. Y, al ver que el señor Smellie temblaba bajo los efectos de la sorpresa y la excitación, tranquilizóle con estas apaciguadoras palabras:

—Ahora, señor, siéntese usted a descansar un rato antes de telefonear a la policía. ¡Tiembla usted como una hoja! Voy a traerle algo de beber. Los ladrones pueden esperar un rato arriba sin el más mínimo temor a que se escapen.

El señor Smellie se desplomó en una silla del vestíbulo, con el corazón latiéndole locamente y la respiración fatigosa.

—¡En seguida me recuperaré! —balbuceó—. ¡Ah! ¡He echado el guante a la flor y nata de los rateros!

La señorita Miggle se precipitó a la cocina. Fatty aguzó el oído, conteniendo la respiración. En cierto modo, tenía la certeza de que el viejo el señor Smellie había vuelto a entrar en el despacho. Ignoraba que el profesor permanecía sentado en una silla, resollando, justamente al pie de la escalera.

—Lo mejor que puedo hacer es aprovechar esta oportunidad para rescatar al pobre Larry —pensó Fatty desesperado.

Y, abriendo la puerta de la alacena, se dirigió como un dardo a la escalera. El señor Smellie se quedó estupefacto al ver aparecer otro muchacho, esta vez del interior de la alacena, del vestíbulo. A duras penas podía dar crédito a sus ojos. ¿Hallábase su casa plagada de muchachos aquella noche?

Con un rápido ademán, el profesor intentó agarrar a Fatty. Éste se asustó y, lanzando un grito, trató de subir la escalera, arrastrando tras de sí al señor Smellie unos pocos peldaños. A la sazón, el anciano había vuelto a recuperar las fuerzas y, loco de ira ante lo que se figuraba era otro ladrón, se aferró a Fatty como una lapa. El muchacho subió otros varios peldaños, con el señor Smellie rasgándole casi la chaqueta a sus espaldas.

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