Misterio en la villa incendiada (11 page)

—¿Qué os parece si echásemos un vistazo al armario donde guarda sus botas el señor Smellie? —propuso Larry, pese a no tener la más pequeña idea de cómo proceder a aquel cometido—. Atended: hay cuatro sospechosos. Uno era la señora Minns, pero, como según su hermana tuvo un ataque de reuma aquel día y permaneció toda la tarde sentada en una silla, no pudo ser la autora del hecho. Según eso, los sospechosos quedan reducidos a tres. El vagabundo era otro de ellos, pero como no lleva zapatos con suela de goma ni chaqueta gris, ni se alejó rápidamente de estos contornos como era de esperar, prácticamente podemos descartarle a él también. De modo que nos quedan sólo dos sospechosos.

—Yo creo que el culpable es Horacio Peeks —declaró Pip—. ¿Por qué no nos dijo dónde estaba la noche del incendio? Eso es muy sospechoso.

—Bien —concluyó Larry—. Si el señor Smellie nos dice dónde estaba él, el único sospechoso será Horacio Peeks. Entonces le dedicaremos toda nuestra atención y averiguaremos cómo son sus zapatos, si tiene alguna americana gris con un desgarrón, y qué hizo durante las horas de aquella noche.

—¿Y después de eso, qué haremos? —interrogó Bets—. ¿Ir a contárselo a la policía?

—¿Cómo? —protestó Larry—. ¿Contárselo al viejo Ahuyentador y permitir que recoja él todos los laureles? ¡Ni hablar! Iremos a ver directamente al inspector de policía, el señor Jenks. Es el jefe de toda la policía de esta región. Papá le conoce mucho. Es un hombre muy listo e inteligente, y vive en el pueblo vecino.

—Creo que me daría miedo verle —murmuró Bets—. Sin ir más lejos, el viejo Ahuyentador ya me intimida un poco.

—¡Bah! —replicó Fatty—. ¿Miedo de ese vejete con ojos de rata? Deberías hacer lo que Larry; ¡deslizarte por una ladera en tu bicicleta y derribarlo en el recodo!

Todos se rieron. A poco, repicó una campanilla y los cinco se levantaron, en tanto «Buster» corría, alborozado, en torno a sus piernas. Tras darles las buenas noches, Fatty se marchó a cenar con su padre al hotel. Larry y Daisy regresaron a casa en sus bicicletas. Pip fue a cenar y Bets a acostarse. En cuanto a «Buster», siguió a su joven dueño. Aquella noche Fatty se retiró a descansar muy temprano porque le dolían mucho los golpes y tenía aún el cuerpo anquilosado.

—Mañana vendrá aquel viejo vagabundo a buscar las botas que le guarda mamá —dijo Pip a Bets—. Aprovecharemos la ocasión para formularle unas pocas preguntas.

—¿Qué preguntas? —inquirió Bets.

—Le preguntaremos si vio a Horacio Peeks escondido en la zanja. Si responde afirmativamente, tendremos mucho ganado.

Ninguno de los cinco durmió muy bien aquella noche, pues todos ellos se hallaban bajo los efectos de la excitación producida por los sucesos de la jornada. Bets soñó que el Ahuyentador la metía en la cárcel, acusándola de ser la autora del incendio; ni que decir tiene que la niña se despertó con un grito de angustia. Tampoco Fatty pudo descansar mucho, debido a sus contusiones; como le dolía todo el cuerpo, no acertaba con la posición adecuada sobre su mullido colchón.

Antes de separarse, los chicos habían dispuesto que, al día siguiente, Pip, Bets y Fatty permanecerían en el jardín de los primeros en espera del vagabundo, y que Pip se encargaría de interrogarle. Larry habíale aleccionado respecto a lo que debía preguntar.

—Saca las botas y pónselas a la vista para darle dentera —aconsejó Larry—. Pero no se las entregues hasta que haya contestado a tus preguntas. Si no hay respuesta, no hay botas, ¿entiendes?

Así, pues, al día siguiente, Fatty y «Buster» reuniéronse con Pip y Bets, y los cuatro procedieron a aguardar al vagabundo.

Éste no tardó en aparecer. El hombre se deslizó disimuladamente por el portillo trasero, mirando a su alrededor como si temiera la presencia de algún perseguidor. El pobre diablo seguía llevando aquellos horribles zapatones agujereados que dejaban al descubierto sus dedos.

Al verle, Pip le llamó en voz baja.

—¡Hola! ¡Venga usted acá!

El vagabundo buscóle con la mirada.

—¿No habéis advertido a ese viejo polizonte? —preguntó el hombre con recelo.

—¡Naturalmente que no! —repuso Pip, impacientemente—. Le tenemos tanta antipatía como usted.

—¿Has conseguido las botas? —inquirió el vagabundo.

Pip asintió en silencio. El viejo vagabundo se acercó al muchacho con paso vacilante y Pip le condujo a la glorieta. Sobre una mesita de madera instalada allí hallábanse las botas. Los ojos del vagabundo centellearon al verlas.

—Son estupendas —masculló—. Me estarán que ni pintadas.

—Aguarde un momento —ordenó Pip, al tiempo que el hombre tendía la mano para tomarlas—. Antes deseamos que responda usted a unas pocas preguntas.

El vagabundo le miró con expresión adusta.

—Ya os dije que no quiero meterme en camisas de once varas —refunfuñó.

—Pues claro que no —tranquilizóle Pip—. Puede usted estar seguro de que no le traicionaremos. Lo que nos diga no saldrá de nosotros.

—¿Qué queréis saber? —preguntó el vagabundo.

—¿Vio usted a alguien escondido en el jardín del señor Hick la noche del incendio? —inquirió Fatty.

—Sí —respondió el vagabundo—. Vi a alguien entre los arbustos.

Bets, Pip y Fatty escucharon sin aliento.

—¿De veras? —insistió Pip.

—¡Naturalmente! —asintió el viejo—. Aquella noche vi a una porción de gente en el jardín.

—¿Dónde se encontraba usted? —inquirió Bets, curiosamente.

—Eso no es de vuestra incumbencia —repuso el vagabundo secamente—. No hacía daño a nadie.

Pip pensó muy atinadamente:

«A buen seguro se dedicaba a acechar el gallinero en espera de una oportunidad para robar uno o dos huevos, pese a la advertencia del viejo Hiccup.»

Los tres chicos y el vagabundo se miraban de hito en hito.

—La persona que se ocultaba entre los arbustos, ¿era un joven con un mechón de pelo sobre la frente? —preguntó Pip, refiriéndose a Horacio Peeks—. ¿Tenía los ojos saltones?

—No me fijé en los ojos —replicó el vagabundo—. Pero aseguraría lo del mechón. Cuchicheaba con alguien, pero no pude ver con quién.

Eso constituía una novedad. ¡Horacio Peeks escondido entre los arbustos con otra persona! Según esto, ¿había dos individuos implicados en la fechoría?

Era desconcertante. ¿Cabía la posibilidad de que Horacio Peeks y el señor Smellie hubiesen maquinado el incendio juntos? Los niños no sabían qué pensar.

—Oiga usted —instó Pip.

Pero el vagabundo no estaba dispuesto a proseguir.

—Vengan estas botas de una vez —gruñó tendiendo la mano para tomarlas—. No pienso decir una palabra más. Si no voy con tiento, me meteré en un berenjenal. Y no quiero complicaciones. Yo soy un hombre honrado.

Y, sin pronunciar una palabra más, se puso las botas.

—Parece que se haya quedado mudo —lamentóse Pip, mientras el hombre se alejaba con sus botas nuevas, que le estaban un poco grandes pero muy cómodas.

—El asunto se pone cada vez más misterioso —murmuró Fatty—. Ahora resulta que había «dos» personas escondidas en el jardín en vez de una. No cabe duda que una de ellas era nuestro querido Horacio. Pero, ¿y la otra? Tal vez Larry y Daisy nos traerán alguna noticia cuando vuelvan.

«Buster» estuvo gruñendo casi todo el tiempo que el vagabundo permaneció en la glorieta, hasta el punto que Fatty había tenido que sujetarlo para que no se abalanzase sobre el desaliñado viejo. Más, en aquel momento, el perrito se puso a ladrar alegremente.

—Son Larry y Daisy —exclamó Bets—. ¡Ojalá trajesen buenas noticias!

CAPÍTULO XII
EL SEÑOR SMELLIE... Y UN ZAPATO CON SUELA DE GOMA

Larry y Daisy habían pasado una mañana muy agitada. Ambos estaban decididos a interrogar al viejo el señor Smellie lo antes posible, y acabar de una vez. Los dos hermanos discutieron el mejor medio de abordarle.

—No podremos pedirle un vaso de agua o algo por el estilo —comentó Daisy—. No se me ocurre ningún pretexto para justificar nuestra visita.

Ambos reflexionaron profundamente unos instantes. Por último, Larry propuso:

—¿Qué te parece si arrojásemos nuestra pelota a su jardín?

—¿Y qué sacaríamos con ello? —interrogó Daisy.

—¡Si serás tonta! —exclamó Larry—. Pues nos encaramaríamos a la tapia y aguardaríamos a que el señor Smellie nos viese y nos interpelase.

—Ya comprendo —murmuró Daisy—. Sí, parece una buena idea. Vamos a ponerla en práctica.

Así, pues, Larry lanzó su pelota hacia lo alto, y ésta, pasando por encima de los árboles, fue a caer en medio del prado de césped del jardín contiguo. Entonces, ambos hermanos corrieron hacia la tapia del fondo y en un abrir y cerrar de ojos saltaron al otro lado y se encontraron entre los arbustos del extremo del jardín del señor Smellie.

Sin arredrarse avanzaron al prado de césped en busca de la pelota. Veíanla perfectamente, ya que ésta se hallaba en el borde de un macizo de rosales. Mientras fingían buscarla, se hablaban a voces el uno al otro, esperando que alguien les oyese desde el interior de la casa y acudiese a una ventana.

A poco se abrió una ventana situada a la derecha del edificio y se asomó a ella un hombre con la cabeza completamente calva y una enmarañada barba que le llegaba casi a mitad de su chaleco. Además, llevaba unas recias gafas con montura de concha que agrandaban extraordinariamente sus ojos.

—¿Qué hacéis ahí? —preguntó.

Entonces Larry se acercó a la ventana, y apostándose bajo ella, dijo con extrema cortesía:

—Le ruego que nos disculpe, señor, pero es que se nos ha caído la pelota a su jardín y estamos buscándola.

Una ráfaga de viento agitó el cabello de Daisy, esparciéndolo sobre la cara. Al propio tiempo, meció la barba del señor Smellie y azotó los papeles dispuestos sobre el escritorio junto a él. Uno de ellos flotó en el aire, volando por la ventana. El señor Smellie intentó en vano cogerlo al vuelo, pero el papel cayó al suelo.

—Yo se lo recogeré, señor —brindóse Larry cortésmente.

Y devolviéndoselo al viejo de la barba, exclamó:

—¡Qué papel más raro!

Era, en efecto, grueso y amarillento, cubierto de una curiosa escritura.

—Es un pergamino —explicó el señor Smellie, mirando a Larry con sus ojos miopes—. Es un documento antiquísimo.

Larry se dijo que acaso surtiría efecto fingir un gran interés en los documentos antiguos.

—¡Oh, señor! ¿De veras es tan antiguo? ¿A qué época pertenece? ¡Qué interesante!

—Tengo otros mucho más antiguos —declaró el señor Smellie, satisfecho de que el muchacho mostrase tanto interés—. Me dedico a descifrarlos, a leerlos, ¿sabes? De ese modo aprendemos muchas cosas interesantes de la historia antigua.

—¡Qué maravilloso! —exclamó Larry—. ¿Sería pedir demasiado que me enseñase algunos documentos antiguos, señor?

—¡No faltaba más, muchacho! —accedió el señor Smellie, radiante de satisfacción—. Ya puedes entrar. Creo que encontrarás la puerta abierta.

—¿Podría entrar también mi hermana? —preguntó Larry—. A ella le interesan mucho estas cosas.

«¡Cielos! —pensó el señor Smellie, contemplándolos mientras se alejaban—. ¡Qué niños más particulares!»

En el momento en que ambos hermanos procedían a limpiarse los pies en el felpudo, una mujer menudita, con aspecto de pájaro, salió precipitadamente de una habitación inmediata.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó mirándolos sorprendida—. Ésta es la casa del señor Smellie y el señor no quiere que entre nadie.

—Él mismo nos ha invitado —repuso Larry, cortésmente—. Ya nos hemos limpiado muy bien los pies.

—¿Que él mismo os ha invitado? —repitió la señorita Miggle, el ama de llaves, estupefacta—. ¡Pero si jamás invita a «nadie» como no sea al señor Hick! Y, desde que se pelearon, nuestro vecino no ha vuelto a poner los pies aquí.

—¡Pero tal vez el señor Smellie ha visitado al señor Hick! —sugirió Larry sin cesar de limpiarse los pies, deseoso de proseguir la conversación.

—Nada de eso —replicó la señorita Miggle—. Precisamente me dijo que no pensaba visitar a nadie que le gritase en la forma que lo había hecho el señor Hick. ¡Pobre señor! La verdad es que no merece que le griten. Es muy distraído e incluso un poco raro en ocasiones, pero desconoce la maldad, eso desde luego.

—¿No se acercó a ver el fuego cuando ardió el estudio del señor Hick? —preguntó Daisy.

La señorita Miggle meneó la cabeza negativamente.

—A eso de las seis salió a dar su acostumbrado paseo. Pero regresó antes de que el incendio fuese descubierto.

Los niños cambiaron una mirada. ¿De modo que el señor Smellie había salido aquella noche? ¿No sería posible que se hubiese deslizado en la finca del señor Hick para pegar fuego a la villa y regresar después?

—¿Visteis vosotros el fuego? —inquirió el ama de llaves, con interés.

Pero los muchachos no pudieron responder a su pregunta porque en aquel momento apareció el señor Smellie, extrañado de su tardanza. Larry y Daisy entraron con él en su despacho, un desordenado aposento, atestado de papeles, con las paredes materialmente cubiertas de libros.

—¡Válgame Dios! —exclamó Daisy, echando una mirada circular—. ¿No arregla nunca nadie esta habitación? ¡Apenas se puede andar sin pisar papeles!

—La señorita Miggle tiene prohibido limpiar esta habitación —repuso el señor Smellie, calándose las gafas para evitar que resbalasen, como de costumbre, por su pequeña nariz—. Ahora os enseñaré esos antiquísimos manuscritos, escritos en el año..., dejadme pensar..., en el año... Tendré que consultarlo otra vez. Lo sabía perfectamente, pero ese individuo llamado Hick siempre me contradice; luego me arma un embrollo y no logro acordarme.

—Me figuro que la discusión que sostuvo usted con él hace uno o dos días le trastornó a usted de verdad —aventuró Daisy solícitamente.

El señor Smellie quitóse las gafas y, tras limpiarlas cuidadosamente, volvió a ponérselas sobre la nariz.

—Sí —asintió—. Me trastornó mucho. No me gustan las disputas. Hick es un hombre muy inteligente, pero se pone furioso si no le doy la razón en todo. Ahora, veamos este documento...

Los chicos escucharon pacíficamente, sin entender una sola palabra del largo discurso que les endosó el señor Smellie. Olvidando por completo que hablaba a unos niños, el anciano caballero dirigióse a Larry y a Daisy como si fuesen personas tan sabias como él. Como es de suponer, ambos hermanos empezaron a sentir los efectos del aburrimiento, y aprovechando el momento en que el profesor se volvió a tomar otro fajo de documentos antiguos, Larry cuchicheó a Daisy:

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