Misterio en la villa incendiada (7 page)

«Buster» ladró un poquito, como si quisiera contribuir también a las explicaciones de la niña.

—Fue «Buster» el que encontró al vagabundo, ¿verdad, querido? —murmuró Bets, rodeándole con un brazo—. Veréis lo que pasó: mientras yo andaba, observé que, de improviso, «Buster» se paraba, gruñía y se le erizaba el pelo del pescuezo.

—¡Urrrrrr —corroboró «Buster» cortésmente.

—¿Veis cómo lo entiende todo? —exclamó Bets maravillada—. Como iba diciendo, «Buster» se puso muy raro y después echó a andar hacia el almiar, tan rígido que daba la impresión de tener reuma o algo por el estilo.

—Los animales siempre caminan así cuando están recelosos o asustados —declaró Fatty sonriendo a Bets—. Continúa. No seas tan prolija.

—Seguí a «Buster» con el máximo sigilo posible —prosiguió Bets—, creyendo que habría un gato o algo parecido al otro lado del pajar. ¡Pero era el vagabundo!

—¡Caracoles! —exclamó Larry, al tiempo que Pip emitía un silbido.

—Eres una Pesquisidora excelente —encomió Fatty con calor.

—¡Tenía tantos deseos de descubrir algo! —confesó la niña—. Pero me figuro que en realidad fue «Buster» el que hizo el descubrimiento, ¿no os parece?

—Hasta cierto punto —repuso Larry—, pues si no le hubieras llevado de paseo, no habría visto nada. ¿Qué hacía el vagabundo?

—Estaba durmiendo —explicó Bets—. Durmiendo a pierna suelta. Tanto que ni siquiera se despertó cuando «Buster» le husmeó los pies.

—¡Los pies! —profirió Pip—. ¿Qué clase de zapatos llevaba? ¿Tenía suelas de goma?

—No se me ocurrió mirarlo —contestó Bets, consternada—. Y eso que podría haberlo comprobado fácilmente, porque el hombre dormía como un tronco. Pero estaba tan excitada por el hallazgo, que no atiné a mirarle los zapatos.

—No hay tiempo que perder —masculló Pip con impaciencia—. Es posible que siga aún dormido. Lo mejor que podemos hacer es ir a echarle un vistazo y examinar sus ropas y sus zapatos. Fatty nos dirá inmediatamente si es el mismo vagabundo que vio en el jardín del señor Hick.

A un tiempo nerviosos y precavidos, los Cinco Pesquisidores y el perro echaron a andar calle abajo, en dirección a los campos que discurrían junto al río.

Caminaban de prisa, temerosos de que el vagabundo se hubiese despertado y proseguido su camino. Era tan maravilloso que Bets le hubiera encontrado que no podían arriesgarse a perderle.

Por fin llegaron al almiar. El suave rumor de un ronquido indicóles que el vagabundo seguía allí. Acompañado de «Buster», Fatty deslizóse alrededor del pajar, procurando no hacer ruido.

Al otro lado, bien repantigado en la paja, había un vagabundo. Era un hombre viejo, con una hirsuta barba gris, pobladas cejas también grises, la nariz encarnada y un cabello largo y desaliñado que sobresalía de un viejísimo sombrero. Tras echarle una ojeada, Fatty volvió de puntillas al lado de los demás.

—¡Sí! —cuchicheó emocionado—. Es el mismo vagabundo que vi aquel día. Pero va a resultar difícil retirarle la gabardina para ver si lleva una chaqueta gris debajo. Además, tendremos que echarnos al suelo para comprobar qué clase de suelas tienen sus zapatos.

—Yo me encargaré de ello —decidió Larry—. Vosotros quedaos aquí con «Buster» y vigilad afuera.

Y dejando a sus compañeros detrás del almiar, Larry se deslizó en torno al mismo, hacia el lado donde dormía el vagabundo. Una vez allí, se sentó cerca de él y tendió la mano para apartar la vieja gabardina y comprobar si el hombre llevaba alguna prenda interior gris. Por de pronto, los pantalones que asomaban por debajo de la gabardina estaban tan viejos y sucios que resultaba prácticamente imposible precisar de qué color habían sido.

Al ver que el vagabundo se meneaba ligeramente, Larry retiró la mano. Entonces resolvió acercarse a ver la suela de los zapatos del hombre. Arrodillándose, arrimó la cabeza al suelo e intentó examinar los zapatos del vagabundo.

Súbitamente, éste abrió los ojos y, contemplando a Larry con indescriptible asombro, exclamó:

—¿Qué bicho te ha picado?

Larry tuvo un sobresalto de espanto.

—¿Qué te ha dado para arrodillarte delante de mí con la cabeza en el suelo? —exclamó el vagabundo—. ¿Te figuras que soy el rey de Inglaterra? Vamos, lárgate. No puedo soportar a los niños. ¡Qué seres más fastidiosos y entrometidos!

Y, acurrucándose de nuevo, cerró los ojos. Larry aguardó uno o dos segundos y, cuando se disponía a examinar una vez más los zapatos del hombre, oyó un pequeño silbido procedente del otro lado del pajar. No les quedaría más remedio que esperar a que se alejara el inoportuno viandante. Larry volvió al lado de Pip y los demás.

—¿Viene alguien? —preguntó.

—¡Sí! —asintió Fatty—. ¡El viejo Ahuyentador!

Larry atisbo por un lado del almiar. El policía del pueblo venía en dirección contraria, por un sendero a bastante distancia del pajar. Por consiguiente, no tardaría en alejarse.

Pero, al tiempo que se acercaba, el agente advirtió la presencia del viejo vagabundo durmiendo junto al almiar. Al ver que el señor Goon se acercaba rápida y sigilosamente al lugar, los muchachos se apresuraron a retroceder. Larry empujó a Bets y a los demás a lo alto de una escalera de mano apoyada en el pajar. Estarían más seguros en lo alto que abajo. Afortunadamente, parte del heno de la parte superior del almiar había sido retirado para alimento de los animales de la alquería, y era fácil mantenerse sobre él.

El policía se acercó quedamente. Atisbando por encima del pajar, los niños le vieron sacar una agenda. Fatty dio un codazo a Larry que por poco le hizo caer.

—¡Mira, mira qué tiene en su agenda! ¡Un dibujo de aquella huella que «vimos»! ¡Ha sido más listo de lo que nos imaginamos!

El Ahuyentador se acercó de puntillas al vagabundo e hizo lo posible para ver qué clase de zapatos llevaba. Al igual que Larry, se arrodilló en el suelo para verlo mejor. ¡Y el vagabundo abrió los ojos!

Su asombro al ver al policía arrodillado ante él no tuvo límites. Una cosa era sorprender a un muchacho en aquella actitud y otra muy distinta ver a un policía. El vagabundo se puso en pie, emitiendo un gruñido.

—¿Pero qué sucede? —exclamó, calándose el viejo sombrero sobre su largo cabello gris—. ¡Primero viene un chico haciéndome reverencias y ahora se presenta un polizonte! ¿Qué es toda esta comedia?

—¡Quiero ver tus zapatos! —declaró malhumorado el Ahuyentador.

—¡Pues entonces, mírelos! —espetó el vagabundo, encolerizándose por momentos—. ¡Examínelos bien, con cordones y todo!

—Lo que me interesa ver son las suelas —puntualizó el policía sin inmutarse.

—¿Pero usted qué es, un zapatero remendón o un policía? —soltó el vagabundo—. ¡Está bien! ¡Usted enséñeme los botones de su camisa y yo le enseñaré las suelas de mis zapatos!

El policía resolló pesadamente, con la cara como la grana, y cerrando de golpe su agenda, masculló:

—Lo mejor será que te vengas conmigo.

Pero, por lo visto, el vagabundo no era de la misma opinión, porque, esquivando a su interlocutor, echó a correr por el campo con una ligereza sorprendente en un hombre de su edad. Entonces, el Ahuyentador, lanzando un rugido, dio media vuelta para emprender su persecución.

En aquel momento, Fatty, presa de una excitación irresistible, cayó del almiar y aterrizó en el suelo con un fuerte batacazo. El muchacho dio tal grito de dolor que el policía se detuvo, sorprendido.

—¿Qué es eso? —profirió, mirando a Fatty furioso.

Pero su asombro fue en aumento al advertir la presencia de los demás muchachos, atisbando ansiosamente desde lo alto del pajar, temerosos de que Fatty se hubiese roto todos los huesos.

—¡Vamos, bajad de ahí! —rugió el Ahuyentador—. ¡Dichosos críos! ¡Veréis si os pilla el granjero! ¿Cuánto tiempo lleváis ahí? ¿Qué perseguís, acechando ahí escondidos?

Fatty exhaló un espantoso gemido, y el policía, pugnando entre sus deseos de perseguir al fugitivo vagabundo y de zarandear al gordito, optó por acercarse a este último.

—¡No me toque! —exclamó Fatty, sinceramente convencido de que estaba medio muerto—. ¡Creo que me he roto la pierna izquierda y el brazo derecho, que me he dislocado los dos hombros y que me he roto el apéndice!

Con un alarido de terror, Bets saltó para socorrer al pobre Fatty. Los demás la imitaron, en tanto «Buster» brincaba regocijado en torno a los tobillos del Ahuyentador.

—¡Largo de aquí! —refunfuñó éste, dándole un puntapié—. ¡Los perros y los chicos andáis siempre enredando y metiéndoos en lo que no os importa! ¡Ahora ese individuo ha desaparecido y he perdido una magnífica ocasión de interrogarle!

El hombre aguardó a ver si Fatty estaba realmente herido. Pero, aparte de un buen magullamiento y de algunas contusiones, Fatty no tenía nada roto. ¡Su grasa le había salvado!

En cuanto el policía vio a los demás muchachos ayudando a Fatty a levantarse, sacudiéndole la paja de la ropa y consolándole, echó una mirada circular en un intento por descubrir hacia dónde había ido el vagabundo. Pero no se veía rastro de él. Entonces, volviéndose a los cinco niños, el hombre profirió:

—Ahora, marchaos de aquí. Y que sea la última vez que os vea a ninguno de vosotros merodeando por estos alrededores.

Luego, con gran dignidad, el señor Goon dirigióse pesadamente al sendero y emprendió su descenso sin volver la cabeza ni una sola vez. Los muchachos se miraron mutuamente.

—¡Tan bien que nos iban las cosas! —suspiró Daisy—. ¡Pensar que el viejo Ahuyentador lo ha estropeado todo! ¿A dónde se habrá dirigido el vagabundo?

—Yo me voy a casa —farfulló Fatty desmayadamente—. Me encuentro muy mal.

—Yo te acompañaré —brindóse Daisy—. Tú vente también, Bets. En cuanto a vosotros —agregó la niña, dirigiéndose a los dos muchachos—, ¿queréis ver si encontráis al vagabundo?

—Sí —asintió Larry—. Aún tenemos probabilidades de dar con él. No me extraña que Fatty se cayese del pajar. ¿Ha sido todo muy emocionante, verdad?

—¡Qué raro que el viejo Ahuyentador tuviese un dibujo de aquella huella en su agenda! —murmuró Pip pensativo—. Es más vivo de lo que me imaginaba. Con todo, tenemos algo que él no tiene: ¡un pedacito de franela gris!

Fatty, Daisy, Bets y «Buster» partieron juntos. Los otros dos echaron a andar en la dirección emprendida por el vagabundo, con el firme propósito de encontrarlo a toda costa.

CAPÍTULO VIII
¿QUÉ PARTIDO TOMAR?

Larry y Pip se precipitaron rápidamente hacia el lugar por donde había desaparecido el vagabundo. Era imperdonable que ni ellos ni el Ahuyentador hubiesen logrado averiguar qué clase de suelas tenían sus zapatos.

No había rastro del vagabundo. Los muchachos saludaron a un labrador que hallaron a su paso.

—¡Eh! ¿Ha visto usted a un viejo vagabundo por aquí?

—Sí, se ha metido en aquel bosque —contestó el hombre, señalando un pequeño grupo de árboles en lontananza.

Ambos chicos se precipitaron hacia allí y anduvieron buscando entre los árboles y la maleza.

A poco, olisquearon el humo de un fuego, y el olfato y la vista no tardaron en conducirlos allí. Junto al mismo, sentado sobre un árbol caído, hallábase el viejo y sucio vagabundo, al presente con la cabeza descubierta, y mostrando su enmarañado y polvoriento cabello. El hombre se dedicaba a guisar algo en una lata dispuesta sobre el fuego.

Al ver a Larry, gruñó, enfurruñado:

—¡Qué! ¿Ya estáis aquí otra vez? ¡Vamos, largaos! ¿Por qué me seguís así? Yo no he hecho nada.

—¡Ya lo creo que sí! —repuso Larry, audazmente—. El otro día intentó usted robar huevos del gallinero del señor Hick. ¡Lo sabemos perfectamente! Pero eso no es de nuestra incumbencia.

—¿El señor Hick? —repitió el viejo vagabundo, ensartando con una broqueta lo que estaba guisando—. ¿De modo que ése es su nombre? ¡Yo no le robé los huevos! No robé nada en absoluto. Soy un hombre honrado. ¡Preguntadle a cualquiera!

—¿Por qué permaneció usted escondido en la zanja que hay al fondo del jardín? —inquirió Larry.

—Jamás he hecho tal cosa —replicó el vagabundo sorprendido—. No era yo el que estaba allí escondido. Sin embargo, creo que lo mejor que puedo hacer es cerrar el pico. Podría contaros algo, pero prefiero callarme. Supongo que fuisteis vosotros los que soplasteis mi paradero a ese policía, ¿no es eso?

—Ni hablar —aseguróle Larry—. Se presentó inesperadamente y llegó hasta donde estaba usted, sin sospechar nuestra presencia allí.

—No te creo —repuso el viejo vagabundo—. Sé perfectamente que le pusisteis sobre mi pista. No pienso meterme en lo que no me importa. Pero lo cierto es que sucedieron cosas muy raras aquella noche. ¡Ya lo creo! Muy raras.

De pronto, el viejo se frotó el pie derecho, gimiendo lastimeramente. El dedo gordo del pie asomaba por debajo del agujereado zapato, el cual le estaba un poco pequeño.

Entonces, el hombre, despojándose del zapato y dejando al descubierto un calcetín materialmente lleno de tomates, se restregó el pie suavemente.

Los chicos miraron el zapato, arrojado negligentemente a un lado. La suela se veía perfectamente. Era de cuero y tan gastada que, a buen seguro, no preservaba en lo más mínimo el pie de la humedad.

—¡No es de goma! —cuchicheó Larry a Pip—. Por consiguiente, no puede ser el vagabundo el que estuvo escondido en la zanja. No creo que este hombre sepa nada. Además, fíjate en la vieja chaqueta que lleva debajo de la gabardina. ¡No es gris, sino de color cachumbo!

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