Misterio en la villa incendiada (3 page)

—Esto no es ningún club —corrigió Larry—. Nos hemos limitado a asociarnos tres chicos mayores para desentrañar un misterio.

—¡Y yo también! —lamentóse Bets—. ¡Os aseguro que no estorbaré! ¡No me dejéis fuera!

—Tiene razón —terció Fatty, inesperadamente—. No la excluyáis. Es muy pequeña, pero podría resultar de utilidad. Y opino que «Buster» también debe pertenecer a la asociación. Podría prestar inapreciables servicios husmeando cosas ocultas.

—¿Qué cosas? —interrogó Larry.

—No lo sé —murmuró Fatty vagamente—. Nunca sabe uno qué encontrará cuando se embarca en la aclaración de un misterio.

—¡Por favor! —suplicó Bets—. ¡Dejadnos intervenir a todos! ¡A mí, a Fatty y a «Buster»!

Presa de excitación, «Buster» se puso a gruñir quedamente, tocando a Larry con su negra patita.

Los tres mayores sintiéronse mucho más inclinados a aceptar la colaboración de Fatty, ante la perspectiva de que «Buster» entrase también a formar parte del grupo. Con tal de contar con el perrito, resignáronse a tolerar al rechoncho, presumido y estúpido Fatty. «Buster» podría ser una especie de sabueso. Todos estaban convencidos de que los verdaderos detectives, especializados en aclarar toda clase de misterios, debían tener un sabueso.

—De acuerdo —convino Larry—. Quedamos en que todos pertenecemos al grupo destinado a desentrañar el Misterio de la Villa Quemada.

—Seremos los Cinco Pesquisidores y el perro —declaró Bets.

Todos se rieron.

—¡Qué nombre más cursi! —comentó Larry.

Con todo, prevaleció, y durante el resto de aquellas vacaciones y mucho tiempo después, los Cinco Pesquisidores y el perro echaron constantemente mano de aquel nombre para denominarse a sí mismos.

—Yo estoy muy enterado de todo lo relativo a policías y detectives —manifestó Fatty—. Por tanto, opino que podría ser vuestro jefe.

—No, nada de eso —repuso Larry—. Apuesto cualquier cosa a que no sabes más que nosotros. ¡No te figures que somos tan estúpidos como para no darnos cuenta de la excelente opinión que tienes de ti mismo! Por eso te aconsejo que ahora mismo te hagas a la idea de que no nos tragaremos la mitad de los embustes que nos cuentes. En cuanto a lo del jefe..., todo el mundo presente sabe que no hay más jefe que yo.

—Ni más ni menos —convino Pip—. Larry es muy listo. Por consiguiente, debe ser el cabecilla de los intrépidos Cinco Pesquisidores.

—De acuerdo —accedió Fatty, ásperamente—. Comprendo que sois cuatro contra uno. ¡Sopla! ¿Ya son las doce y media? Debo irme.

—Nos reuniremos aquí esta tarde, a las dos en punto —anunció Larry—. ¡Discutiremos la cuestión del hallazgo de las pistas!

—¡Pedazo de alcornoque! —refunfuñó Pip—. ¡Ya estoy viendo que sólo vas a servir para enredar!

CAPÍTULO III
LA PRIMERA REUNIÓN

A las dos en punto, los Cinco Pesquisidores y el perro se reunieron en el espacioso jardín de Pip. Éste les aguardaba y, apenas llegaron, les condujo a la vieja glorieta.

—Lo mejor será que la convirtamos en nuestro cuartel general —repuso el muchacho—. Supongo que necesitaremos reunimos para discutir ciertos detalles. Éste es un lugar muy propio para ello, pues se halla al fondo del jardín y no es fácil que nadie sorprenda nuestras conversaciones.

Todos tomaron asiento en el banco de madera dispuesto alrededor de la vieja glorieta. «Buster» saltó a las rodillas de Larry, con gran contento del interesado. A Fatty no pareció importarle.

—Ahora —empezó Larry—, puesto que soy vuestro jefe será mejor que ponga en marcha el asunto. Primero, expondré lo que todos nosotros sabemos, y, después, discutiremos el camino a tomar.

—Todo esto me parece emocionante —comentó Bets, entusiasmada de contarse entre los mayores.

—No interrumpas, Bets —ordenó Pip.

La niña adoptó una expresión grave, permaneciendo inmóvil y erguida.

—Bien —prosiguió Larry—, todos sabemos que la villa estudio del señor Hick, sita en un extremo de su jardín, ardió por completo anoche. El señor Hick no se presentó hasta la última hora, pues su chófer había acudido a aguardar su llegada al tren de Londres. La compañía de seguros afirma que, para prender fuego, alguien utilizó gasolina, de lo cual se deduce que la cosa fue hecha aposta. Los Pesquisidores han resuelto descubrir al autor de ese delito. ¿De acuerdo?

—Completamente de acuerdo —convino Pip, al punto.

«Buster» meneó el rabo con fuerza, y Fatty abriendo la boca, empezó a hablar con su aguda y afectada voz.

—Sugiero que lo primero que debemos hacer es...

Pero Larry le interrumpió al punto con estas palabras:

—¡Cállate, Fatty! Aquí el que lleva la voz cantante soy yo.

Fatty obedeció a regañadientes. Adoptando una expresión fastidiosa, se entretuvo en hacer sonar las monedas que llevaba en el bolsillo.

—Para descubrir al autor del hecho, lo primero que debemos hacer es averiguar quién anduvo por las inmediaciones del estudio o por el jardín aquella tarde —propuso Larry—. Fatty nos ha dicho que vio a un vagabundo. Por tanto, debemos hallar a ese vagabundo y tratar de descubrir si tuvo algo que ver con el incendio. Además, nos queda la señora Minns, la cocinera. Es preciso que indaguemos también algo acerca de ella.

—¿No sería conveniente que averiguásemos si alguien guarda rencor por algo al señor Hick? —intervino Daisy—. La gente no se entretiene quemando casas por puro pasatiempo. A lo mejor, alguien lo hizo para vengarse del señor Hick por alguna ofensa, ¿no te parece?

—Tu idea es muy acertada, Daisy —celebró Larry—. En efecto, una de las primeras cosas que tendremos que descubrir es quién estaba resentido con el señor Hick.

—Aseguraría que, al menos, había un centenar de personas en esas condiciones —gruñó Pip—. Nuestro jardinero dice que tiene muy mal genio y que nadie simpatiza con él.

—No obstante, si pudiésemos averiguar si ayer por la tarde anduvo por el jardín alguno de esos resentidos, daríamos en seguida con nuestro hombre —coligió Larry.

—Además, debemos hallar pistas —intervino Fatty, incapaz de permanecer callado por más tiempo.

—¿«Pastas»? —repitió Bets, gozosamente, recreándose en el son de aquella palabra—. ¿«Qué pastas»?

—No cabe duda que eres una chiquilla, Bets —masculló Pip—. No son «pastas», sino pistas.

—¿Y qué son pistas? —inquirió la niña.

—Pistas son cosas que nos ayudarán a averiguar lo que queremos saber —explicó Larry—. Por ejemplo, en una novela de detectives que leí el otro día, un ladrón echó una colilla en la tienda que estaba desvalijando, y, cuando la policía la recogió, se encontró que pertenecía a una extraña clase de cigarrillos. Inmediatamente, intentaron descubrir quién los fumaba y a poco dieron con el ladrón. De modo que la colilla fue una pista.

—Comprendo —musitó Bets—. Encontraré montones de «pastas»..., quiero decir pistas. Me encantará ese trabajo.

—Debemos mantener los ojos y los oídos bien abiertos para descubrir pistas de todas clases —aconsejó Larry—. Por ejemplo, podríamos buscar huellas de pisadas. ¿Sabéis a qué me refiero? A las estampadas en la tierra por el criminal, a su paso hacia la villa.

Fatty rióse, desdeñosamente. Los otros le miraron, sorprendidos.

—¿A qué viene esa estúpida risa? —preguntó Larry, idamente.

—¡Oh, no es nada de particular! —contestó Fatty—. Simplemente que me han dado ganas de reír al imaginaros a todos buscando huellas de pasos en el jardín del señor Hick. No creo que bajen de un millón, teniendo en cuenta la cantidad de gente que estuvo contemplando el incendio anoche.

Larry se puso como la grana. Pese a que miró la redonda cara de Fatty con expresión incendiaria, el gordito limitóse a sonreír.

—Es posible que el hombre que pegó fuego a la villa hubiese permanecido escondido en el seto o en algún otro punto, en espera de una ocasión propicia —sugirió Larry—. Anoche, nadie anduvo por el seto. Cabe la posibilidad de que encontremos esas huellas allí, ¿no os parece? Por ejemplo en una zanja, donde siempre hay barro.

—Sí, no lo niego —asintió Fatty—. ¡Pero es inútil buscar huellas que conduzcan a la villa! Encontraríamos las mías, las tuyas, las del viejo Ahuyentador y las de un centenar de personas más.

—Propongo que ninguno de nosotros permita que el Ahuyentador se entere de que nos dedicamos a desentrañar el misterio —declaró Pip.

—¡Lo considera «su» misterio! —exclamó Daisy—. Está como un chico con zapatos nuevos porque, por fin, se enfrenta con un verdadero delito por resolver.

—Está bien —convino Larry—. Procuraremos mantenernos a distancia del Ahuyentador. ¡La cara de bobo que pondrá cuando le digamos quién fue el autor de la fechoría! Porque estoy seguro de que lo averiguaremos, si trabajamos todos en dilucidarlo.

—¿Qué haremos primero? —preguntó Pip, que ardía en deseos de actuar.

—Ante todo, buscar pistas —decidió Larry—. Debemos averiguar más detalles acerca del vagabundo de la gabardina raída y el viejo sombrero sorprendido por Fatty. Además, tenemos que descubrir si alguna persona está resentida con el señor Hick y si alguien tuvo ocasión de entrar ayer en el estudio para incendiarlo.

—No sería mala idea hablar con la señora Minns, la cocinera —propuso Daisy—. Caso que alguien hubiese ido por allí ayer, a buen seguro ella lo sabría. ¿No tiene el señor Hick otro criado además de un chófer?

—Sí, tiene un ayuda de cámara pero ignoro su nombre —respondió Larry—. Procuraremos también indagar algo acerca de él. ¡Caracoles! ¡Pues no tenemos poco quehacer tan sólo empezar!

—Primero, vamos todos en busca de «pastas» —intervino Bets, que estaba convencida de que encontraría toda clase de cosas alrededor de la villa quemada, reveladoras de la identidad del malhechor.

—De acuerdo —accedió Larry, deseoso como nadie de buscar las ansiadas pistas—. Ahora, escuchad: es posible que nos echen si alguien nos sorprende curioseando en el jardín del señor Hick. Por si las moscas, dejaré caer un chelín en algún sitio y, si nos interpelan, diré que he perdido un chelín para que se figuren que lo estamos buscando. Y no diré ninguna mentira, porque, en efecto, ¡«habré» perdido un chelín!

—Magnífico —exclamó Pip, poniéndose en pie—. Vamos. Manos a la obra. Y, después de esto, soy del parecer que uno de nosotros se acerque a interrogar a la señora Minns. Apuesto a que le encantará charlar del asunto. Es posible que, a través de ella, nos enteremos de una porción de cosas.

«Buster» saltó de las rodillas de Larry, meneando el rabo.

—¡Aseguraría que este perro lo ha entendido todo! comentó Bets—. ¡Tiene tantos deseos de buscar «pastas» como nosotros!

—¡Tú y tus «pastas»! —profirió Larry, riendo—. ¡Vamos, Cinco Pesquisidores! ¡Todo esto va a resultar muy emocionante!

CAPÍTULO IV
PISTAS... Y REPRIMENDAS DEL AHUYENTADOR

Los cinco chicos y «Buster» descendieron por la calzada en dirección a la calle. Tras pasar ante la casa del señor Hick prosiguieron la marcha por la tortuosa calleja hasta el lugar donde se hallaba la villa quemada. Un diminuto portillo de madera daba acceso a un sendero cubierto de hierba que conducía a la villa. Los niños proyectaban recorrerlo con la esperanza de que, una vez dentro, nadie les vería.

La atmósfera olía aún intensamente a humo y a quemado. Era un apacible día primaveral, muy cálido y soleado. Por todas partes se veían doradas masas de celidonias.

Los muchachos abrieron el portillo de madera y echaron a andar por el herboso sendero. Allí estaba lo que quedaba del estudio: un negro montón de ruinas. En otro tiempo, había sido una pequeña villa de dos habitaciones, convertidas en una sola, espaciosa y confortable, cuando el señor Hick ordenó el derribo del tabique de separación de ambos aposentos con objeto de transformar la casa en estudio.

—Ahora —cuchicheó Larry—, es cuestión de explorar estos alrededores para ver si encontramos algo de utilidad.

Con todo, saltaba a la vista que era inútil intentar aquella búsqueda en un lugar que había estado tan abarrotado de curiosos la noche anterior. El jardín presentaba un verdadero laberinto de huellas de pisadas por doquier. Los chicos se separaron, y, muy solemnemente, procedieron a explorar el herboso sendero hasta la villa y los altos setos que sobresalían de las zanjas al fondo del jardín bastante descuidado.

«Buster» buscaba también, pero, convencido de que los muchachos iban en pos de algún conejo, husmeaba todas las madrigueras y escarbaba la tierra con fuerza, en espera de encontrar alguno. Siempre se le había antojado una pena que los conejos no hiciesen sus madrigueras lo suficientemente grandes para dar cabida a un perro. ¡Qué fácil resultaría entonces atrapar a un gazapo fugitivo!

—Fijaos con qué interés se dedica «Buster» a buscar pistas —observó Pip, con un cloqueo.

Los chicos seguían tratando de encontrar huellas de pasos. Pero, en el sendero, cubierto de cenizas, no se veía ninguna. Tampoco las hallaron entre las celidonias que crecían a centenares junto al sendero.

A todo esto Pip, que andaba buscando por una zanja sobre la cual se elevaba un desmayado seto de zarzas y rosales salvajes, encontró algo.

—¡Venid aquí! —susurró a los demás, con excitación—. ¡Mirad qué he encontrado!

Inmediatamente, se agolparon todos a su alrededor, con inclusión de «Buster», que husmeaba sin cesar.

—¿Qué es? —inquirió Larry.

Pip señaló la lodosa zanja. Las ortigas que crecían en ella hallábanse pisoteadas. Saltaba a la vista que alguien había permanecido allí, en aquella zanja. ¡Y el único móvil que podía inducir a una persona a postrarse entre las ortigas de una zanja llena de barro era el deseo de esconderse!

—¡Pero eso no es todo! —declaró Pip, excitado—. ¡Fijaos! ¡Por aquí entró y salió esa persona!

Al tiempo que hablaba, Pip señaló el seto que se alzaba detrás. Sus compañeros advirtieron la presencia de una especie de claro, con ramitas rotas y torcidas que indicaban claramente que alguien habíase abierto paso por allí para entrar y salir.

—¡Cielos! —exclamó Daisy, abriendo unos ojos como naranjas—. ¿Es esto una pista, Larry?

—¡Una pista fantástica! —afirmó Larry, complacido—. ¿Has visto alguna huella, Pip?

—Al parecer, el hombre que se escondió aquí procuró andar sobre las ortigas todo el tiempo —repuso Pip, meneando la cabeza—. Mirad por dónde pasó. Fijaos en las ortigas chafadas, a lo largo de la zanja.

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