Misterio en la villa incendiada (2 page)

Casi sin transición, se percibió el rumor de un automóvil procedente del extremo de la calle.

—¡Ahí está el señor Hick! —gritó alguien.

El coche se detuvo en la calzada junto a la casa. Al punto, se apeó un hombre que se precipitó a la villa en llamas, a través del jardín.

—Siento comunicarle, señor Hick, que su estudio está casi destruido —declaró el policía—. Hemos hecho lo posible por salvarlo, pero el fuego se había apoderado demasiado del lugar. ¿Tiene usted idea de las causas del incendio, señor?

—¿Cómo quiere usted que lo sepa? —replicó el señor Hick, impacientándose—. Acabo de llegar en el tren de Londres. ¿Por qué no han avisado ustedes a los bomberos?

—Ya sabe usted que la bomba de incendios está en el pueblo vecino, señor —disculpóse el señor Goon—. Cuando advertimos que había fuego, las llamas asomaban ya por el tejado. ¿Recuerda usted haber visto fuego en la parrilla del hogar esta mañana, señor?

—Sí —afirmó el señor Hick—. A primera hora, estuve trabajando ahí, tras conservar el fuego encendido toda la noche. Como se trataba de leña, supongo que, a mi marcha, saltó una chispa y prendió en alguna parte. Es posible que el fuego haya estado latente toda la tarde sin que nadie lo advirtiese. ¿Dónde está ahora la señora Minns, mi cocinera?

—Aquí, señor —balbuceó la pobre señora Minns, con toda su rolliza persona presa de una especie de temblor—. ¡Qué desgracia más terrible, señor! Como a usted no le gustaba que me metiese en su villa de trabajo, no es posible que hubiese visto que se prendía fuego.

—La puerta estaba cerrada con llave —explicó el policía—. Intenté abrirla antes de que las llamas cercasen el edificio. Bien, señor. Eso es el fin de su villa.

Con un tremendo estrépito, se desplomaron las paredes de madera. Las llamas se elevaron a gran altura, y todos retrocedieron para librarse de la intensa irradiación del calor.

De improviso, el señor Hick semejó perder el juicio. Asiendo del brazo al policía, le sacudió violentamente, al tiempo que exclamaba con voz temblorosa:

—¡Mis papeles! ¡Mis preciosos y viejos documentos! ¡Están ahí dentro! ¡Vayan por ellos, sáquenlos de ahí!

—Por favor, señor, sea razonable —aconsejó el señor Goon, contemplando aquella especie de horno que se extendía a poca distancia de él—. Es imposible salvar nada en absoluto; nadie ha podido acercarse al fuego.

—¡Mis papeles! —vociferó el señor Hick, haciendo ademán de dirigirse al estudio en llamas.

Dos o tres personas obligáronle a retroceder.

—Vamos, señor —rogó el policía, ansiosamente—. No cometa usted ninguna imprudencia. ¿Eran muy valiosos esos papeles?

—¡Insustituibles! —gimió el señor Hick—. ¡Valían millones de libras!

—Supongo que los tenía usted asegurados, señor —intervino un hombre que andaba por allí cerca.

—Sí..., sí —gruñó el señor Hick, volviéndose a él, con un brusco ademán—. Están asegurados: pero el dinero jamás me resarcirá de su pérdida.

Como Bets ignoraba en qué consistía un seguro. Larry procedió a explicárselo en dos palabras.

—Si tienes algo valioso y temes que te lo roben o desaparezca en un incendio, pagas una pequeña cantidad anual a una compañía de seguros, que en caso de pérdida, te pagará todo su valor.

—Ya comprendo —murmuró Bets, mirando atentamente al señor Hick.

Éste seguía dando la impresión de estar muy trastornado. Bets se dijo que parecía un hombre muy raro.

Era un tipo alto y encorvado, con un copete de cabello levantado sobre la frente, la nariz larga y los ojos provistos de unas gafas. A Bets no le resultó simpático.

—Despeje a toda esta gente —ordenó el señor Hick mirando a los vecinos y a los niños—. No quiero que anden por mi jardín toda la noche. Ya no hay nada que hacer.

—Descuide, señor —accedió el señor Goon, encantado de poder «echar» a toda la gente de una vez.

Y, dirigiéndose al lugar donde permanecían los curiosos, les gritó:

—Vamos, despejen. Ya no hay nada que hacer aquí. Marchaos, chicos. Y ustedes también, señores.

Las llamas de la villa habían cedido mucho por entonces. El fuego se consumiría por sí mismo, y la cosa quedaría zanjada. Súbitamente, los niños sintieron sueño, de resultas de su excitación. Para colmo, les escocían los ojos con el humo.

—¡Uf! —refunfuñó Larry contrariado—. Todas mis prendas huelen a humo. Vamos, regresemos a casa. ¿Habrán vuelto ya papá y mamá?

Larry y Daisy remontaron la calle en compañía de Pip y Bets. Detrás de ellos, silbando alegremente, caminaba el chico gordo con el perro. Apenas les dio alcance, comentó:

—¿Ha sido muy emocionante, verdad? ¡Menos mal que no ha habido desgracias personales! Escuchadme, ¿qué os parece si nos reuniésemos mañana para jugar y pasar el rato? Estoy siempre en el hotel frente al jardín del señor Hick. Mis padres se pasan el día jugando al golf.

—De acuerdo... —murmuró Larry, a quien no acababa de satisfacer el aspecto del muchacho—. Si andas por aquí, ya pasaremos a recogerte.

—¡Está bien! —asintió el chico—. ¡Vamos, «Buster»! ¡Ya es hora de regresar a casa, amigo!

El pequeño «scottie», hasta entonces en plan de dar vueltas alrededor de las piernas de los muchachos, precipitóse a su dueño. Ambos desaparecieron en la oscuridad.

—¡Presumido gordinflón! —exclamó Daisy, refiriéndose al desconocido—. ¿Qué le hace suponer que deseamos conocerle? Propongo que mañana nos reunamos todos en la calzada de tu casa, Pip, para ir a ver lo que queda de la villa, ¿te parece bien?

—Me parece magnífico —accedió Pip, entrando en la senda de acceso a su casa, con Bets—. ¡Vamos, Bets! ¡Aseguraría que estás casi dormida!

Larry y Daisy prosiguieron la ascensión de la calle, en dirección a su casa. Ambos bostezaban, soñolientos.

—¡Pobre señor Hick! —comentó Daisy—. ¡Estaba muy trastornado por sus viejos papeles!

CAPÍTULO II
LOS CINCO PESQUISIDORES... Y EL PERRO

Al día siguiente, Larry y Daisy fueron a ver si Pip y Bets andaban por los alrededores. A poco, al comprobar que estaban jugando en el jardín, les gritaron:

—¡Pip! ¡Bets! ¡Estamos aquí!

Pip apareció, seguido de la pequeña Bets, mucho más bajita que su hermano y, en aquel momento, jadeante bajo los efectos del ejercicio.

—¿Habéis visto la villa quemada, esta mañana? —inquirió Larry.

—Sí —respondió Pip, excitado—. ¿Y sabéis qué rumores corren? Que alguien la incendió adrede, y que, por tanto, no fue ningún accidente.

—¿«Adrede»? —corearon Larry y Daisy, los dos a una—. ¿Es posible que alguien cometiese una fechoría como ésa?

—Yo no sé nada —repuso Pip—. Me limito a repetir una conversación sorprendida al azar. Decían que los de la compañía de seguros han acudido ya al lugar del incendio, y que un perito de incendios que llevaban consigo declaró que utilizaron gasolina para pegar fuego a la casa. Por lo visto, disponen de algún medio para averiguar esos detalles.

—¡Cáspita! —exclamó Larry—. ¿Pero quién lo hizo? Me figuro que alguien que no simpatiza con el señor Hick.

—En efecto —asintió Pip—. Apuesto a que, a estas horas, el viejo Ahuyentador no cabe en sí de excitación ante la perspectiva de indagar un auténtico delito. Pero el pobre es tan estúpido que, a buen seguro, jamás descubrirá nada.

—Mirad —intervino Bets, señalando al pequeño «scottie» negro que, en aquel momento entraba en el jardín—. Ahí está ese perro otra vez.

El animal permanecía inmóvil, sobre sus robustas patas, con las orejas tiesas, mirando a los chicos, como diciendo: «¿Os importa que esté aquí?»

—¡Hola, «Buster»! —profirió Larry, inclinándose a darse palmaditas en las rodillas para atraer al perro hacia sí—. Eres un perro muy bonito. Me gustaría ser tu dueño. Daisy y yo jamás hemos tenido ningún perro.

—Ni yo tampoco —murmuró Pip—. ¡Ven acá, «Buster»! ¿Quieres un hueso, «Buster», o prefieres una galleta?

—¡Guau! —ladró «Buster», con una voz inusitadamente grave en un perro tan pequeño.

—Debes traerle un hueso «y» una galleta —aconsejó Bets—. Ese chucho demuestra tener mucha confianza en ti, Pip. Anda, ve a buscárselos.

Pip se alejó, con el rechoncho perrito trotando a su lado, confiadamente.

No tardaron en reaparecer. «Buster», depositando en el suelo el hueso y la enorme galleta que llevaba en la boca, miró a Pip interrogativamente.

—Sí, amiguito, son para ti —dijo Pip—. ¡Qué poco ansioso es este perro! ¡Parece que pide permiso para comer!

«Buster» masticó el hueso y luego se tragó la galleta.

Seguidamente, loco de alegría, empezó a hacer cabriolas alrededor de los niños, instándoles a perseguirle. Todos estaban de acuerdo en que era un perrito encantador.

—Es una lástima que tenga por dueño a ese estúpido gordinflón con la exacta forma de salchicha sebosa —gruñó Larry.

Todos acogieron el comentario con risas. Efectivamente: el joven dueño del perro parecía una gruesa salchicha. Justamente en el momento en que prodigaban sus risitas ahogadas, percibieron un rumor de pasos seguidos de la aparición del amo de «Buster».

—¡Hola! —saludóles el recién llegado, reuniéndose con ellos—. Me ha parecido oír que jugabais con «Buster». ¡«Buster»! ¿Qué son esas corridas? ¡Ven acá, caballerete!

«Buster» acercóse a él, brincando con deleite. Saltaba a la vista que adoraba al rollizo muchacho a quien tenía por dueño.

—¿Os habéis enterado de las últimas noticias? —preguntó el chico, acariciando a «Buster»—. Al parecer, alguien incendió el estudio aposta.

—Sí —asintió Larry—. Así nos ha dicho Pip. ¿Tú lo crees?

—¡A pies juntillas! —afirmó el muchacho—. En realidad lo sospeché antes que nadie.

—¡Embustero! —exclamó Larry al punto, adivinando por el presuntuoso tono de la voz del chico que no decía la verdad.

—Verás —apresuróse a rectificar el gordito—. Como me hospedo en el hotel frente al jardín del señor Hick..., anoche tuve ocasión de ver a un vagabundo merodeando por los alrededores. ¡Apostaría cualquier cosa a que fue él!

Los otros le miraron, asombrados.

—¿Y por qué había de hacerlo? —inquirió Pip, al fin—. Los vagabundos no entran en las casas a verter gasolina sobre los muebles para incendiarlos por puro pasatiempo.

—Bien —repuso el muchacho con aire de entregarse a una profunda meditación—. A lo mejor, ese vagabundo estaba resentido con el señor Hick. Sería muy posible. El señor Hick no tiene fama de ser muy bondadoso. No me sorprendería que, por la mañana, hubiese echado a puntapiés al viejo vagabundo, o algo por el estilo.

Los demás reflexionaron sobre ello. Por fin, Pip propuso con visible excitación:

—Vamos a discutir «este» asunto a la glorieta. Esto tiene todo el cariz de ser un misterio, y sería formidable que nosotros pudiésemos contribuir a desentrañarlo.

El gordito entró también en la glorieta, con «Buster», sin previa invitación. «Buster» trepó por las rodillas de Larry, con gran contento por parte del muchacho.

—¿A qué hora viste al vagabundo? —interrogó Pip.

—A eso de las seis —respondió el chico—. Era un viejo mugriento, con un impermeable raído y un sombrero del año de Maricastaña. Andaba acechando por el seto. «Buster» también le vio y acercóse a él, ladrando.

—¿Te fijaste si llevaba una lata de gasolina en la mano? —inquirió Larry.

—No, no llevaba ninguna lata —replicó el gordito—. Empuñaba una especie de bastón. Eso es todo.

—¡Escucha! —exclamó Daisy, súbitamente—. ¡Escuchad! ¡Se me ocurre una idea!

Todos la miraron. Daisy tenía especialidad en proponer ideas, a menudo luminosas.

—¿De qué idea se trata esta vez? —preguntó Larry.

—¡Seremos detectives! —decidió Daisy—. Emprenderemos la tarea de averiguar «Quién incendió la villa».

—¿Qué es un detective? —inquirió la chiquilla Bets, de sólo ocho añitos de edad.

—Una persona que indaga un misterio —explicó Larry—. Alguien que descubre al autor de un delito.

—¡Ah, ya! —exclamó Bets—. ¡Un pesquisidor! Me encantaría ser uno de ellos. Estoy segura de que yo haría una indagación excelente.

—No, eres demasiado pequeña —repuso Pip.

Poco faltó para que Bets se echase a llorar.

—Nosotros tres —declaró Larry con expresión radiante—, esto es, Pip, Daisy y yo, seremos unos magníficos detectives, ¡los Tres Grandes Detectives!

—Y a mí, ¿no me queréis? —apresuróse a protestar el gordito—. Tengo mucho talento.

Los otros le miraron dudosamente. Aquel talento no se traslucía en absoluto a su rostro.

—Ni siquiera te conocemos —replicó Larry.

—Me llamo Frederick Algernon Trotteville —presentóse el muchacho—. ¿Y vosotros?

—Yo me llamo Laurence Daykin —dijo Larry—, y tengo trece años.

—Yo, Margaret Daykin —declaró Daisy—, y cuento doce años.

—Yo, Philip Hilton, de doce años, y ésta es Elizabeth, mi hermanita menor —replicó Pip.

El chico les miró con asombro.

—¿De modo que ninguno de vosotros conserva su verdadero nombre? —murmuró al fin—. En lugar de Laurence, Larry; en lugar de Philip, Pip; Daisy por Margaret y Bets por Elizabeth. En cambio, a mí me llaman siempre Frederick.

Por algún motivo, el detalle se les antojó curioso a los demás. El chico hablaba arrastrando las palabras, con una voz afectada, y, en cierto modo, el nombre de Frederick Algernon Trotteville le cuadraba a maravilla.

De improviso, Pip dijo con una sonrisa:

—Una F por Frederick; una A por Algernon, y una T por Trotteville, que, unidas, forman la palabra FAT, esto es «gordo». Conste que la denominación te va que ni pintada.

Al principio, Frederick Algernon Trotteville pareció algo enojado. Pero, después, esbozando una sonrisa burlona, reconoció:

—Sí, «soy» bastante gordo. Tengo un apetito de espanto y me parece que como demasiado.

—Tus padres deberían haber evitado ponerte tres nombres cuyas iniciales forman la palabra FAT —comentó Daisy—. ¡Pobre amigo Fatty!

Frederick Algernon exhaló un profundo suspiro. Sabía perfectamente que, en adelante, sería Fatty para sus nuevos amigos. En el colegio le llamaban Tonel y Salchicha, y ahora mientras durasen las vacaciones, se convertiría en Fatty.

—¿Me dejáis pertenecer al club de pesquisidores? —inquirió, contemplando fijamente al pequeño grupo de sus cuatro amigos—. Al fin y al cabo, os he contado lo del vagabundo.

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