Misterio en la villa incendiada (8 page)

—¿Qué estáis murmurando? —preguntó el vagabundo—. Marchaos de una vez. ¿Por qué no me dejáis vivir en paz? No hago daño a nadie y, no obstante, los niños y los polizontes me siguen como moscas. Dejadme en paz. Sería más feliz que un mirlo si tuviese un par de zapatos que se adaptasen a la medida de mis pobrecitos pies. ¿No tenéis algunos para darme?

—¿Qué número calza usted? —interrogó Pip, pensativo que tal vez podría hacerse con un par de botas viejas de su padre para aliviar los doloridos pies del vagabundo.

Pero el viejo no lo sabía. En su vida nunca se había comprado unos zapatos.

—Si puedo echar mano de un par de botas viejas de mi padre, se las traeré —prometió Pip—. O acaso será mejor que venga usted por ellas. Vivo en la casa roja de la calle inmediata a la casa del señor Hick. Si pasa usted mañana, es posible que tenga unas botas para usted.

—Si vuelvo por allí, sois capaces de advertir de nuevo a ese polizonte —refunfuñó el vagabundo, sacando de la lata algo muy peculiar y comiéndoselo al punto con los dedos—. Vosotros o ese el señor Hick. Aunque a ése más le valiera ser prudente. Sé unas pocas cosas de él y de su familia. Sí, señor. Y aquel día le oí gritar a varias personas, pero os repito que no quiero meterme.

Larry consultó su reloj. Se estaba haciendo tarde.

—Tenemos que marcharnos —dijo—. Si quiere usted ir a casa de Pip mañana, podrá contarnos lo que guste. Puede usted estar seguro de que no lo divulgaremos.

Ambos muchachos se separaron del vagabundo y regresaron a sus respectivos domicilios a comer, más tarde que de costumbre. Sus madres pusieron de manifiesto su descontento.

—¿Qué has estado haciendo? —inquirió la madre de Pip—. ¿Por dónde has andado?

Pip no podía decirle la verdad, dada la índole secreta de los Cinco Pesquisidores y sus acciones. Por último murmuró:

—Estaba con los demás.

—No es cierto, Pip —repuso su madre—. Bets y Daisy han regresado hace mucho rato, y también ese gordito, cuyo nombre ignoro. No digas mentiras.

—Bien —farfulló Pip—. Estaba con Larry.

Al ver que su hermano se hallaba en un aprieto, Bets intentó acudir en su ayuda, cambiando con brusquedad de tema.

—Fatty se cayó pesadamente de un pajar esta mañana —dijo la niña.

A su manera, Bets logró su objetivo. Su madre la miró horrorizada.

—¿Quién dices que se cayó? ¿Ese gordito? ¿Se lastimó? ¿Qué hacíais subidos en un pajar?

Temeroso de que Bets explicase por qué habían tenido que encaramarse todos al almiar, cambió de tema a su vez.

—Oye, mamá —preguntó el chico inocentemente—. ¿Tiene papá algún par de botas viejas que no use?

—¿Para qué? —interrogó su madre, sorprendida por aquel inusitado interés de Pip por las prendas viejas de su padre.

—Verás —respondió Pip—; es que conozco a una persona que tendría una alegría si se las diera.

—¿Por qué? —preguntó su madre.

—Porque los zapatos que lleva están agujereados y va enseñando los dedos de los pies —explicó Pip, tratando de interesar a su madre en el asunto.

—¿Quién es esa persona? —inquirió la madre, asombrada.

Pip hizo una pausa. Ahora tendría que sacar a colación al vagabundo, y aquel asunto constituía parte del secreto. ¡Qué fastidio! Todos los temas de aquella conversación semejaban evocar alguna actividad de los Cinco Pesquisidores.

—Es un pobre vagabundo —soltó Bets, ante la mirada incendiaria de Pip.

—¿Un vagabundo? —exclamó su madre—. Me figuro que no trabas amistad con gente de esa calaña, ¿verdad, Pip?

—No —replicó Pip desesperadamente—. Nada de eso. Pero me da pena. Tú siempre dices, mamá, que deberíamos compadecernos de las personas que no gozan de tantas comodidades como nosotros y aliviarles en lo posible, ¿no es eso? Pues bien, ése es el motivo por el cual se me ocurrió darle unas botas viejas. Eso es todo.

—Ya comprendo —murmuró su madre—. Miraré si hay un par de botas viejas de papá, y, si las encuentro, te las daré. Ahora, ponte a comer.

Pip exhaló un suspiro de alivio y, después de dar cuenta de su tardío almuerzo, salió al jardín y fue en busca de Bets, que estaba en la glorieta.

—¡Bets! ¿Cómo está Fatty? Supongo que no se ha lastimado de verdad.

—No —le tranquilizó Bets—, pero tiene unas magulladuras de espanto. Las más grandes que he visto en mi vida. Me figuro que se vanagloriará de ellas hasta la exageración. ¿Recuerdas el batacazo que se dio? Y vosotros, ¿habéis encontrado al vagabundo por algún lado? ¿Qué ha sucedido?

—Ese individuo no es la persona que permaneció escondida en la zanja ni la que se enganchó la chaqueta en las zarzas —manifestó Pip—. Hemos visto sus zapatos y su chaqueta, y no corresponden a los indicios que poseemos. El hombre oyó todas las disputas entabladas. Larry y yo nos proponemos formularle unas pocas preguntas mañana, cuando venga por las botas. Creo que podría aclararnos algunos puntos si estuviese seguro de que no le delataremos a la policía. ¡Es posible que incluso se percatase de quién se ocultaba en la zanja!

—¡Oooh! —exclamó Bets, emocionada—. ¡Oh, Pip! ¿Verdad que fue divertido cuando el vagabundo se despertó y vio a Larry arrodillado delante de él y después al viejo Ahuyentador en la misma posición?

—Sí, muy divertido —asintió Pip, sonriendo—. ¡Hola! Aquí están Fatty y «Buster».

Fatty atravesó el jardín, renqueando, con el cuerpo extremadamente rígido. Estaba indeciso entre conducirse heroicamente y no dar importancia a su caída, cojear para inspirar lástima a los demás, o bien asustarles diciendo que estaba herido de gravedad.

Al presente, optó por la actitud heroica. Tras sonreír a Bets y a Pip, se sentó con grandes precauciones para no sentir dolores.

—¿Te hiciste mucho daño? —preguntó Bets, solícitamente.

—¡Quiá! —respondió Fatty, en tono muy animoso—. Estoy perfectamente. ¡Una caída de un pajar no tiene gran importancia! ¡No os preocupéis por mí!

Los otros le miraron con admiración.

—¿Queréis ver mis contusiones? —preguntó Fatty.

—Ya las he visto —contestó Bets—. Pero no me importa volverlas a ver. En realidad, me encantan los golpes cuando empiezan a amarillear. ¿Tú no los has visto, verdad, Pip?

Por una parte, Pip deseaba verlos, por otra, le molestaba que Fatty hiciese ostentación de los mismos. Sin embargo, el gordito no aguardó la respuesta de su compañero, sino que, despojándose de varias prendas, procedió a mostrar contusiones de todas las formas y tamaños. No se podía negar que eran de envergadura.

—Jamás había visto semejantes preciosidades —reconoció Pip, incapaz de ocultar su admiración—. Yo nunca he tenido magulladuras como ésas. Supongo que la gordura favorece su desarrollo. ¡Qué guapo estarás cuando te pongas entre amarillo y verdoso!

—Ésa es una de mis cualidades —jactóse Fatty—. Tengo una encarnadura fantástica para las magulladuras. Una vez, jugando al fútbol, tropecé con el poste de la portería y me salió un cardenal aquí exactamente igual que una campana. Era digno de verse.

—¡Cuánto me habría gustado contemplarlo! —exclamó Bets.

—Y otra vez —prosiguió Fatty—, alguien me golpeó con un palo, justamente aquí, y a la mañana siguiente el cardenal era exactamente igual que una serpiente, con cabeza y todo.

—Si lo deseas —intervino Pip, tomando un palo—, te haré otra serpiente. No tienes más que decirme dónde la quieres.

—No seas mezquino —protestó Fatty con un aire de ofendido.

—Pues entonces cesa ya de hablar de serpientes y campanas —gruñó Pip, malhumorado—. Con sólo oír decir a Bets: «¡Oh, qué maravilloso!», te inventas las patrañas más grandes que he oído en mi vida... ¡Mirad! Ahí vienen Larry y Daisy.

Fatty se abstuvo de referirse de nuevo a sus contusiones, pese a arder en deseos de mostrárselas a los demás. Larry había reflexionado mucho, sobre todo mientras engullía su tardío almuerzo, y, a la sazón, tenía ya trazados todos sus planes.

Sin siquiera preguntar al pobre Fatty cómo se encontraba después de la caída, procedió a exponer sus ideas.

—¡Atended! —instó a los demás—. He estado reflexionando sobre el Ahuyentador. No me gusta que sepa lo de las huellas. No nos interesa que desentrañe este misterio antes que nosotros. Al parecer, no sólo ha echado el ojo al vagabundo, sino además a Peeks y al señor Smellie. «Es preciso» que nos adelantemos. ¡Sería espantoso que ese horrible viejo Ahuyentador lo averiguase todo antes que nosotros!

«Buster» mostró su conformidad meneando el rabo.

—¡Tienes razón! —convinieron todos.

—Debemos ir a ver a ese criado llamado Peeks —decidió Larry—. Este detalle es importantísimo. Yo ya no sospecho en absoluto del viejo vagabundo desde que he visto sus zapatos y su chaqueta. Además, estoy seguro de que, si hubiese incendiado la villa, habría huido de esta comarca a la primera ocasión. De hecho, sigue por estos contornos, lo cual me induce a suponer que no lo hizo. Más bien me inclino a pensar que el autor del desaguisado fue Peeks. Debemos averiguarlo.

—En efecto —convinieron sus compañeros una vez más.

—Mañana interrogaré a fondo al vagabundo —concluyó Larry solemnemente—. Tengo la certeza de que puede decirnos muchas cosas. Oye, Fatty, ¿qué te parece si mañana fueses con Daisy a interrogar a Peeks? Yo permaneceré aquí con Pip y Bets para interrogar al vagabundo.

—¡De acuerdo! —accedieron Fatty y Daisy, gozosamente.

¡Qué alegría si lograban adelantarse al Ahuyentador! ¡Era preciso vencerle!

CAPÍTULO IX
LILY ENTRA EN ESCENA

En realidad, Fatty sentíase demasiado alicaído para proseguir sus actividades aquel día. Así, pues, Larry, Pip y Daisy le dejaron en el jardín con Bets y «Buster», leyendo tranquilamente, en tanto ellos optaron por ir a casa del señor Hick a interrogar de nuevo a la señora Minns.

—Debemos averiguar si cabe la posibilidad de que la señora Minns incendiase la villa personalmente —propuso Larry—. No creo que lo hiciera, pero los detectives no pueden fiarse de sus convicciones. Además, tenemos que hacernos con las señas de Horacio Peeks.

—Llevaremos un poco de pescado para «Dulcinea», la gata —decidió Daisy—. Creo que ha sobrado algo. A buen seguro, la cocinera me lo dará. La señora Minns estará encantada de vernos si llevamos un pequeño obsequio para «Dulcinea».

La cocinera le entregó una cabeza de pescado, envuelta en un papel. Al olfatearlo, «Buster» intentó seguir a Daisy, pero Fatty le sujetó fuertemente por el collar.

—No es conveniente que venga —objetó Daisy—. Probablemente, perseguiría a «Dulcinea», y la señora Minns se enfadaría con nosotros.

Mientras descendían calle abajo, Larry advirtió a sus compañeros:

—Dejadme hablar a mí.

—¡No te preocupes! —exclamó Daisy, riéndose—. ¡La que llevará la voz cantante será la propia la señora Minns!

Al llegar junto a la puerta de la cocina, vieron a Lily escribiendo una carta. Parecía haber llorado.

—¿Dónde está la señora Minns? —preguntó Larry.

—Arriba —respondió Lily—. Está de mal humor. Vertí un jarro de leche encima de ella y está empeñada en que lo hice adrede.

—¿Te hallabas aquí la noche del incendio? —inquirió Larry.

Lily meneó la cabeza negativamente.

—Pues, ¿dónde estabas? —insistió Larry—. ¿No viste el fuego?

—Lo vi a mi regreso de mi tarde libre —exclamó Lily—. No hace falta que me preguntes dónde estaba. ¡No es de tu incumbencia!

—Ya lo sé —convino Larry, sorprendido del violento tono de Lily—, lo que no comprendo es por qué la señora Minns o su hermana no olieron el fuego en cuanto se declaró.

—Ahí viene la hermana de la señora Minns —dijo Lily, contemplando a una mujer muy gorda que se acercaba a la puerta, guiñando los ojos bajo un enorme sombrero adornado con flores.

La recién llegada pareció sorprenderse al ver a los niños.

—Hola, señora Jones —murmuró Lily, con expresión ceñuda—. La señora Minns ha ido arriba a cambiarse de vestido. No tardará un minuto en bajar.

La señora Jones entró y sentóse en una mecedora, resollando pesadamente.

—¡Cielos! —exclamó—. ¡Qué calor hace hoy! ¿Quiénes son todos esos niños?

—Vivimos en la parte alta de esta calle —explicó Pip.

—Hemos traído una cabeza de pescado para la gata, «Dulcinea».

—¿Dónde están los gatitos? —preguntó Daisy, mirando la cesta vacía.

—¡Espero que no habrán subido arriba! —profirió Lily—. La señora Minns me dijo que tuviera la puerta cerrada.

—A lo mejor están fuera —sugirió Larry, cerrando la puerta que daba al vestíbulo, a fin de evitar que el señor Hick oyese la conversación entablada en la cocina y se presentase en el lugar—. ¡Ahí está «Dulcinea»!

La enorme gata blanca y negra entró en la cocina con el rabo levantado. Atraída por el olor del pescado, fue directamente hacia Daisy. Ésta desenvolvió la cabeza y la puso en la escudilla de la gata, dispuesta en un rincón de la cocina. Inmediatamente «Dulcinea» la sacó del recipiente y procedió a comérsela en el suelo.

—¿Se asustó «Dulcinea» la otra noche con el incendio? —preguntó Daisy, diciéndole que ya era hora de iniciar el tema.

—Estaba algo inquieta —respondió de mal modo la señora Jones.

—¿Ah, pero estaba usted aquí? —exclamó Daisy, fingiendo sorpresa—. ¡Cielos! ¿Y cómo no se dio usted cuenta de que la villa estaba ardiendo?

—¡Pues claro que me di cuenta! —repuso la señora Jones con indignación—. Constantemente, repetí a María: «Oye, María, ¡me parece que se quema algo!» Tengo muy buen olfato, al revés de mi hermana. Anduve husmeando por la cocina, e incluso asomé las narices al vestíbulo, pensando que quizá se quemase algo allí.

—¿Y la señora Minns, no fue a ver lo que pasaba? —interrogó Larry.

—¡Quiá! —contestó la señora Jones—. Aquella noche María no estaba para moverse. Tenía un ataque de reuma de padre y muy señor mío. Estaba aviada, completamente aviada y dolorida.

Pero los chicos no la entendían.

—¿Qué quiere usted significar con eso de aviada? —inquirió Larry con interés.

—A la hora de merendar se sentó en esta mecedora y me dijo: «Hannah, estoy aviada. Ha vuelto a darme otro ataque de reumatismo y no puedo moverme.» A lo cual le respondí: «Ni falta que hace, María. Yo me ocuparé de preparar el té y todo lo demás. Como el señor Hick ha salido, no habrá que hacer cena. Me quedaré contigo hasta que se te alivien un poco esas pobres piernas.»

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