Misterio en la villa incendiada (16 page)

Todos se encaminaron al lugar. Apenas llegaron, vieron a Lily tendiendo la ropa y llamáronla con un silbido. Tras una rápida mirada circular para cerciorarse de que la señora Minns no andaba por las inmediaciones, la muchacha acudió presurosa.

—¡Oye, Lily! —inquirió Larry—. ¿Dónde os escondisteis exactamente Horacio y tú, entre los arbustos? ¿Fue en la zanja inmediata al estudio?

—¡Ah, no! —repuso Lily, señalando unos arbustos junto a la calzada—. Fue allí. No nos acercamos para nada a la zanja.

—Y el viejo Smellie afirma que se limitó a esconderse un momento junto al portillo —murmuró Fatty, pensativo—. ¡No obstante, «alguien» se ocultó en la zanja! Vayamos todos allí.

Los demás obedecieron. Por entonces, las ortigas volvían a enderezarse, pero distinguíanse aún fácilmente los puntos donde habían sido aplastadas por alguien. Los niños se deslizaron a través del claro en el seto, con intención de ir a ver la huella imprimida en el lugar despojado de césped. La pisada seguía allí, si bien más borrosa e indistinta.

—¿Os habéis fijado en un detalle? —profirió Daisy, súbitamente—. Esas pisadas, ésta y las que figuran junto al portillo, apuntan todas a una sola dirección. Dirígense hacia la casa, pero no retroceden. La persona que se escondió en la zanja, acudió a la casa a través de los campos, pero no hay ninguna huella que indique que desanduviera aquel camino.

—Es posible que saliera por el portillo anterior, boba —objetó Fatty—. De todos modos, confieso que hoy me siento completamente derrotado. Nuestras pistas no conducen a nada y todos nuestros sospechosos parecen inocentes. Estoy un poco cansado de descubrir cosas que no nos llevan a ninguna parte. Propongo que hoy hagamos otra cosa. ¿Y si fuésemos a pasar el día al campo?

—¡Oooh, «sí»! —corearon todos a una—. Vayamos a por nuestras bicicletas y dirijámonos a Burham Beeches. ¡Lo pasaremos estupendamente!

Pero la madre de Bets no permitió que la chiquilla se uniese a la partida, por considerar que era una excursión demasiado larga para una niña de ocho años. Bets experimentó una gran desilusión.

—Preferiría que Bets no fuese al campo hoy —agregó su madre—. Está un poco paliducha. Dejad a «Buster» con ella y así irán los dos a dar un paseo. A Bets le encantará ir con el perrito.

En efecto, Bets gozaba extraordinariamente yendo de paseo con «Buster», pero, a pesar de todo, la solución apenas compensó el malogro de un hermoso día de campo. Fatty sintió profunda compasión por la chiquilla al verla junto al portillo, agitándoles la mano en tanto se alejaban en sus bicicletas.

—¡Te traeré un ramo de velloritas! —le gritó Fatty—. Procura cuidar bien de «Buster», ¿oyes?

«Buster» meneó el rabo. ¡Era él el que tenía que cuidar de Bets, y no «viceversa»! También el chucho se sintió triste al ver que los muchachos se alejaban sin él. No obstante, se consoló pensando que no habría podido igualar la marcha de las bicicletas.

Como había llovido la noche anterior, por todas partes se veía barro. En vista de ello, Bets decidió ponerse sus chanclos de goma. La niña fue en su busca, seguida del trotecillo de «Buster» sobre el fango.

—Es una lástima que «tú» no puedas llevar chanclos o algo por el estilo, «Buster» —le dijo Bets—. Te estás poniendo perdido.

Ambos salieron a dar un paseo. Bets echó a andar calle abajo en dirección al río. Tras caminar un rato por un senderito que corría a lo largo de la orilla del río, la niña retrocedió a través de un campo que conducía al portillo junto al cual los chicos habían descubierto las excitantes huellas unos días atrás.

Bets anduvo brincando por el lugar, echando ramitas secas a «Buster» para que éste fuese en su busca, recordando que no debía echarle piedras porque Fatty afirmaba que le estropeaban los dientes. Y he aquí que, al inclinarse a recoger un palo, la chiquilla se quedó inmóvil, con una expresión de profunda sorpresa agradable, pintada en el semblante.

¡Allí, claramente visibles sobre el lodoso sendero, había una sucesión de pisadas exactamente iguales a las descubiertas por los niños junto al portillo! A fuerza de contemplar los dibujos de Fatty, Bets se sabía aquellas huellas de memoria y, por tanto, tenía la absoluta certeza de que eran las mismas que se ofrecían ante sus ojos. ¡Tratábase de la suela de goma con un dibujo entrecruzado y el cuadradito a cada lado!

—¡Oooh, «Buster»! —acertó a musitar al fin la asombrada Bets—. ¡Mira!

La niña sentía golpear el corazón en el pecho. «Buster» se acercó a mirar. Tras husmear las huellas, miró a Bets, meneando el rabo.

—Son las mismas huellas, ¿te has fijado, «Buster», querido? —susurró Bets—. Atiende, «Buster»: anoche llovió, por consiguiente, significa que alguien ha pasado por aquí después de la lluvia, y que ese alguien es la persona desconocida que buscamos. ¡Oh, «Buster»! ¿Qué te parece que podríamos hacer? Estoy excitadísima, ¿y tú?

«Buster» hacía cabriolas alrededor de la niña como si entendiese todo cuanto ésta le decía. Bets permaneció unos instantes contemplando las huellas. Por último decidió:

—¡Las seguiremos, «Buster»! ¡Eso es lo que haremos! ¡Seguirlas! ¿Te parece bien? No sé cuánto rato hace que esa persona ha pasado por aquí, pero no creo que haga mucho. Vamos. Incluso es posible que alcancemos a la persona que hizo las huellas. ¡Oh, qué emocionante!

La chiquilla siguió las pisadas con «Buster», que, a su vez, las olfateaba, como si en realidad siguiese el rastro de un olor. Tras recorrer el lodoso sendero, ambos pasaron al otro lado de una carretera. Después ascendieron por otra avenida con las huellas muy visibles, hasta desembocar en una calle. Allí las pisadas no resultaban tan fáciles de seguir, pero, gracias al olfato de «Buster», pudieron rastrearlas.

—Eres listísimo, «Buster» —ensalzó Bets con admiración—. Me gustaría tener un olfato como el tuyo. Sí, vamos bien orientados: ahí hay otra huella, y allí otra... y otra. ¡Mira! ¡Se dirigen al portillo posterior!

En efecto. Saltaba a la vista que el poseedor de las huellas había atravesado el portillo y entrado en el campo al otro lado del mismo. La excitación de Bets fue en aumento.

—¡Las huellas siguen la misma dirección que las otras que descubrimos hace unos días! —dijo a «Buster»—. ¡Atiende! Ahora, «Buster» querido, utiliza tu olfato a través de este campo. Ten en cuenta que yo no puedo distinguir nada entre la hierba.

«Buster» atravesó el campo en línea recta, con su negro hocico pegado al suelo, rastreando las pisadas del desconocido. A poco, Bets llegó a un pequeño claro despojado de hierba en el cual figuraba una huella perfectamente delineada.

—Vas bien, «Buster» —murmuró la niña—. ¡No pierdas el rastro! ¡De prisa! ¡Si no nos entretenemos, es posible que encontremos a la persona que buscamos! Aseguraría que estas huellas son muy recientes.

Las pisadas no conducían al claro en el seto, sino a otro portillo y a la calle por donde se iba a casa de Bets. Pero a la altura del portillo del señor Hick, ¡las huellas, se desviaban y ascendían por la calzada para coches del señor Hick!

Bets no cabía en sí de asombro. ¡De modo que el hombre que había incendiado la villa andaba otra vez por allí aquel día! ¿Dónde se habría dirigido, a la puerta principal o a la trasera? Bets ascendió por la lodosa calzada, mirando al suelo, atenta siempre a las huellas. Éstas se dirigían directamente a la puerta principal. En el preciso momento en que la chiquilla llegaba ante ella, la puerta se abrió dando paso al señor Hick.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el dueño de la casa, sorprendido al ver a Bets.

—¡Oh, señor Hick! —balbuceó la niña, demasiado excitada para comprender que con sus palabras podía traicionar algún secreto de los Pesquisidores—. Estoy siguiendo estas huellas, y he comprobado que conducen directamente a la puerta de su casa. ¡Oh, señor Hick! ¡Es importante saber quién las ha hecho! ¿Ha venido a verle alguien hoy?

El señor Hick parecía sorprendido.

—No comprendo —masculló, mirando a Bets y «Buster», enfurruñado—. ¿Por qué es tan importante eso que dices?

—Porque si supiese quién ha hecho esas huellas —declaró Bets con aire importante—, podría decir a los demás quién incendió su villa la otra noche.

El señor Hick miró fijamente a Bets con expresión completamente aturdida.

—Será mejor que entres a contarme todo eso —dijo al fin—. Se me antoja una cosa extraordinaria. ¿A qué viene que una chiquilla como tú se dedique a seguir huellas? ¿Qué sabes tú de ese asunto? Vamos, pasa. No... Deja el perro fuera.

—Permítale usted entrar también —suplicó Bets—. No tema. Se portará muy bien. En cambio, si le deja fuera, le arañará la puerta.

Total que «Buster» entró también en la casa. Al poco, se hallaban los tres instalados en el despacho del señor Hick, que, al igual que el del señor Smellie, aparecía atestado de libros y papeles amontonados en el mayor desorden.

—Ahora —empezó el señor Hick tratando de imprimir un sello agradable a su voz, lo cual, dicho sea de paso, resultábale en extremo difícil—, ahora, pequeña, cuéntame por qué seguiste esas pisadas y qué sabes acerca de ellas. La cosa podría constituir una gran ayuda para mí.

Orgullosa de que una persona mayor mostrase tanto interés en escucharla, Bets le soltó toda la historia de los Pesquisidores y de sus hazañas. El señor Hick escuchó sus relatos de las pistas y de los sospechosos sin pronunciar una palabra.

«Buster» no hizo más que enredar todo el tiempo. De hecho, no cesó de olfatear al señor Hick, tratando de mordisquearle los pies. El señor Hick dio muestras de desagrado, pero «Buster» no cejaba. Por fin Bets tuvo que ponerlo en su regazo y obligarle, por la fuerza, a permanecer quieto allí.

Al terminar su relato, con inclusión del episodio de aquella mañana, la niña miró ansiosamente al señor Hick, inquiriendo:

—Ahora, ¿me dirá usted quién ha venido aquí hoy?

—Pues verás —respondió el señor Hick pausadamente—. El caso es que hoy han estado aquí dos de tus sospechosos. El señor Smellie, a buscar un libro prestado, y Horacio Peeks a pedir una recomendación.

—¡De modo que podría ser uno de los dos! —exclamó Bets—. Ahora falta saber cuál de ellos llevaba las suelas de goma con esos dibujos. No obstante, ahora nos consta que el culpable es uno de los dos. Oiga usted, señor Hick, ¿verdad que no dirá usted a nadie en absoluto lo que le he contado esta mañana?

—De eso puedes estar segura —accedió el señor Hick—. Al parecer anduvo una porción de gente merodeando por mi jardín el día que fui a la ciudad, ¿eh? ¡Aguarda a que eche el guante al sujeto que me jugó esa mala pasada y redujo a cenizas todos mis valiosos papeles!

—Ahora será mejor que me vaya —decidió Bets levantándose y dejando a «Buster» en el suelo.

Inmediatamente, el animalito se precipitó hacia el señor Hick y se puso a olfatearle los pantalones de un modo que, por lo visto, colmó la paciencia del hombre, porque éste le dio una patada que obligó a «Buster» a lanzar un quejumbroso gruñido.

—¡Oh, «no haga» usted eso! —protestó Bets consternada—. No debería usted dar patadas a un perro, señor Hick. Es una cosa cruel.

—Ahora vete y llévate a ese perro —refunfuñó el señor Hick—. Y mi consejo a todos vosotros es que no os metáis en asuntos que sólo conciernen a las personas mayores. ¡Dejadlo todo en manos de la policía!

—Pues yo creo que debemos seguir adelante —repuso Bets—. ¡Al fin y al cabo, somos los Pesquisidores!

A su paso por la calzada con «Buster» la niña volvió a ver las pisadas. Una sucesión de ellas ascendía por el camino; otra descendía en sentido contrario. ¡Cuántos deseos tenía Bets de saber si las huellas eran de Smellie o de Peeks! Ansiaba que los demás regresasen de su paseo, impaciente por contarles las últimas noticias. «¿Les molestaría que se lo hubiese contado todo al señor Hick? Al fin y al cabo, no tenía importancia que él lo supiese.» Bets estaba segura de que Hiccup haría cuanto pudiese por ayudarles. «Además, había prometido firmemente no decir una palabra a nadie del asunto»

Los compañeros de la chiquilla regresaron después del té, fatigados y felices tras un hermoso día de campo en Burham Beeches. Fatty obsequió a Bets con un enorme ramo de velloritas.

Incapaz de contenerse por más tiempo, Bets procedió al punto a contarles lo sucedido, pero, cuando se hallaba a medio relato, sobrevino una desagradabilísima sorpresa.

En la parte alta del jardín, apareció la madre de Pip acompañada del Ahuyentador que, por cierto, tenía cara de pocos amigos.

—¡El viejo Ahuyentador! —susurró Larry—. ¿Qué querrá ése ahora?

¡No tardaron en averiguar el motivo de su visita! La madre de Pip dijo a los chicos en tono muy severo:

—¡Escuchad, niños! El señor Goon ha venido a contarme una extraordinaria historia referente a vuestras hazañas de estos últimos días! ¡A duras penas puedo creer lo que me ha dicho!

—¿Qué sucede? —inquirió Pip, mirando al Ahuyentador con expresión enfurruñada.

—No frunzas el ceño de ese modo, Pip —le reconvino su madre severamente—. Al parecer, habéis andado metiéndoos en asuntos que sólo atañen a la policía. ¡Incluso Bets! Os aseguro que no comprendo vuestra actitud. El señor Goon me ha informado que tú, Frederick, y Larry, llegasteis al extremo de meteros en casa del señor Smellie anoche. ¿Qué dirán vuestras madres? ¡Hasta la pequeña Bets sigue huellas, imaginándose ser un detective!

—¿Pero quién ha contado todo esto al señor Goon? —espetó Bets—. Nadie lo sabe, excepto yo... ¡y el señor Hick!

—El señor Hick me telefoneó hace un rato y en este momento acabo de entrevistarme con él —declaró el señor Goon, expresándose con gran dignidad—. ¡Me ha contado todas vuestras hazañas, grandísimos entrometidos!

—¡Pensar que el señor Hick me prometió que no diría nada a «nadie»! —gimió Bets, prorrumpiendo en fuertes sollozos—. ¡Es un hombre malvado, un hipócrita! ¡Ha faltado a su palabra! ¡Cuánto le detesto!

—¡Repórtate, Bets! —ordenó su madre.

—¡Ahora lo comprendo todo! —exclamó Pip profundamente enojado—. ¡Bets lo ha ido contando todo! Esas son las consecuencias de haberla aceptado en el grupo de los Pesquisidores. ¡La muy estúpida! ¡Lo ha charlado todo al señor Hick, éste ha telefoneado al Ahuyentador, y ahora estamos todos metidos en un lío!

—¿Qué murmuras, Pip? —preguntóle su madre—. ¿Quién es el Ahuyentador?

—El señor Goon —declaró Pip con aire retador—. No sabe decirnos otra cosa que: «¡Largaos!»

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