Monstruos invisibles (2 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Se oye el ulular de las sirenas por todo West Hills. La gente se abre camino a empujones para llamar a los servicios de emergencia y convertirse en el gran héroe. Nadie parece estar preparado para la llegada del equipo de televisión, que está prevista en cualquier momento.

—Es tu última oportunidad, cariño —dice Brandy, mientras su sangre se extiende por todas partes. Y añade—: ¿Me quieres?

Cuando la gente hace preguntas como esta es cuando pierdes cámara.

Así es como te atrapan para que realices tu mejor interpretación secundaria.

Aún mayor que el hecho de que la casa esté en llamas es mi enorme expectación, porque tengo que decir las tres palabras más manidas de cualquier guión. Esas palabras me hacen sentir que me estoy acusando gravemente a mí misma. No son más que palabras. Inútiles. Vocabulario. Diálogo.

—Dime una cosa —dice Brandy—. ¿De verdad? ¿De verdad me quieres?

Así de histriónicamente es como Brandy ha interpretado su papel toda la vida. El teatro de Brandy Alexander funciona en directo y sin interrupción, aunque pierde vida por momentos.

Tomo la mano de Brandy en la mía, por cuestiones escénicas. Es un gesto bonito, pero me asusta la amenaza de los agentes patógenos que pueda haber en la sangre, y luego, bum, el techo del comedor se desploma, saltan chispas y brasas hacia nosotras desde la puerta del comedor.

—Aunque no puedas amarme, cuéntame mi vida —dice Brandy—. Una chica no puede morir sin ver pasar la vida ante sus ojos.

Prácticamente nadie consigue satisfacer sus necesidades emocionales.

Y entonces el fuego devora la alfombra de la escalera hasta el culo desnudo de Evie, y Evie grita y baja torpemente los escalones encaramada sobre sus zapatos blancos de tacón alto, completamente quemados. Desnuda y despeinada, cubierta con un miriñaque y llena de ceniza, Evie Cottrell sale corriendo por la puerta principal en busca de mayor audiencia, de los invitados que asisten a su boda, del cristal, de la plata y de los coches de bomberos. Así es el mundo en que vivimos. Las condiciones cambian, y nosotros mutamos.

De manera, claro está, que el eje de todo será Brandy, presentada por mí, con apariciones esporádicas de Evelyn Cottrell y el mortal virus del sida. Brandy, Brandy, Brandy. La pobre Brandy, tendida boca arriba, toca el agujero por el que la vida se le escapa y cae sobre el suelo de mármol, diciendo:

—Por favor, cuéntame mi vida. Dime cómo hemos llegado hasta aquí.

Y aquí estoy yo, tragando humo solo para documentar este momento de Brandy Alexander.

Dame atención.

Flash.

Dame adoración.

Flash.

Dame un respiro.

Flash.

2

No esperéis que esta sea una de esas historias que dicen: y luego, y luego, y luego.

Lo que ocurre se parecerá más a una revista de moda, al caos de
Vogue
o de
Glamour
, con numeración en cada segunda o quinta o tercera página. Caerán bolsitas de perfume, y mujeres desnudas a toda página surgirán de la nada para venderos maquillaje.

No busquéis un índice, enterrado, como suele ocurrir en las revistas, a veinte páginas de la portada. No busquéis nada en absoluto. Tampoco existe una pauta real para nada. Las historias empiezan y, tres párrafos después:

Saltan a una página cualquiera.

Y vuelven a saltar.

Serán diez mil separatas de moda que se mezclan y combinan para crear acaso cinco trajes elegantes. Un millón de complementos de moda, de pañuelos y cinturones, de zapatos, sombreros y guantes, pero sin ropa de verdad con la que combinarlos.

Y de verdad que tenéis que acostumbraros a esa sensación, aquí, en la autopista, en el trabajo, en vuestro matrimonio. Así es el mundo en que vivimos. Dejaos llevar por los impulsos.

Volvamos a hace veinte años, a la casa blanca donde crecí mientras mi padre rodaba películas en súper-8 de mi hermano y de mí correteando por el jardín.

Pasemos al presente, donde mis amigos se sientan en hamacas cuando llega la noche para ver las mismas películas en súper-8 proyectadas en la pared blanca de la misma casa blanca, veinte años después. La casa es la misma, el jardín el mismo, las ventanas proyectadas en las películas se alinean perfectamente con las ventanas reales, la hierba de la película se alinea con la hierba real y mi hermano y yo, de pequeños, corremos frenéticamente mientras la cámara nos filma.

Pasemos a mi hermano mayor, aniquilado y muerto por la plaga del sida.

Pasemos a mí cuando ya soy adulta y me enamoro de un detective de la policía y me voy para convertirme en una supermodelo famosa.

Recordad, tal como ocurre en
Vogue
, que no es necesario seguir los saltos de cerca.

Continuarán en cualquier página.

Por más que lo intentes, siempre tendrás la sensación de haberte perdido algo, el sentimiento metido bajo la piel de no haberlo vivido todo. Ese corazón abatido te dirá siempre que has pasado por alto momentos en los que deberías haberte fijado.

Bien, acostumbrémonos a esta sensación. Algún día, la vida se reducirá tan solo a eso.

Todo es cuestión de práctica. Esto no tiene importancia.

Estamos calentando motores.

Saltemos al aquí y ahora, a Brandy Alexander desangrándose en el suelo y a mí arrodillada junto a ella, contándole esta historia antes de que llegue la ambulancia.

Volvamos atrás unos cuantos días, a la sala de estar de una casa acomodada de Vancouver, en la Columbia Británica. La habitación está forrada de caoba tallada estilo rococó, como un caramelo duro, con zócalos de mármol, suelo de mármol y una especie de chimenea de mármol tallada con florituras. En las casas acomodadas, donde vive gente mayor y acomodada, todo es tal como cabe esperar.

Los lirios de los jarrones de esmalte son reales, no de seda. Las cortinas color crema son de seda, no de algodón pulido. La caoba no es pino teñido para que parezca caoba. No hay candelabros de cristal prensado que pasen por cristal tallado. El cuero no es vinilo.

Estamos rodeadas de muebles estilo Luis XIV.

Frente a nosotras hay otra inocente agente de la propiedad inmobiliaria, y la mano de Brandy se dispara: la muñeca, hinchada de huesos y venas, la cordillera de sus nudillos, los dedos marchitos, los anillos con su neblina roja y verde, las uñas de porcelana pintadas de rosa chillón. Y Brandy dice:

—Encantada, de verdad.

Si hubiera que empezar por un solo detalle, este sería las manos de Brandy. Cargadas de anillos para que parezcan aún más grandes, las manos de Brandy son enormes. Cargadas de anillos, como si pudieran ser aún más llamativas, las manos son la única parte de Brandy Alexander que los cirujanos no pudieron cambiar.

Por eso Brandy ni siquiera se molesta en ocultarlas.

Hemos estado en demasiadas casas iguales como para llevar la cuenta, y la agente de la propiedad inmobiliaria siempre sonríe. Esta lleva el uniforme al uso: traje azul marino con pañuelo rojo, blanco y azul al cuello. Zapatos de tacón azules y bolso azul colgado del brazo.

La mujer aparta la vista de la manaza de Brandy Alexander para mirar al
signore
Alfa Romeo que está junto a Brandy, y los cautivadores ojos azules de Alfa se iluminan; en el interior de esos ojos azules, que nunca has visto cerrarse ni mirar hacia otro lado, está el bebé o el ramo de flores, hermoso o vulnerable, que convierte a un hombre guapo en alguien a quien amar sin peligro.

Alfa es el último de una larguísima serie de hombres obsesionados con Brandy, y cualquier mujer inteligente sabe que un hombre guapo es su mejor complemento de moda. Tal como se fabricaría un coche nuevo o una tostadora, la mano de Brandy traza en el aire una línea de visión que va desde su sonrisa y sus tetas enormes hasta Alfa.

—Permítame presentarle —dice Brandy—, al
signore
Alfa Romeo, consorte masculino profesional de la princesa Brandy Alexander.

Del mismo modo, la mano de Brandy pasa desde sus pestañas caídas y su precioso pelo hasta mí, trazando una línea invisible.

Lo único que verá la mujer de la inmobiliaria serán mis velos, mi muselina y mi terciopelo, marrón y rojo, mi tul cosido con plata, tantas capas de todo ello que se diría que debajo no hay nadie. Como no hay en mí nada que mirar, la mayoría de la gente no mira. Es como si dijera:

«Gracias por no compartir».

—Le presento a la señorita Kay MacIsaac, secretaria personal de la princesa Brandy Alexander —dice Brandy.

La mujer de la inmobiliaria, con su traje azul con botones de Chanel de latón y su pañuelo atado al cuello para camuflar la piel flácida, le sonríe a Alfa.

Cuando los demás no te miran, tú puedes estudiarlos a fondo. Puedes fijarte en todos los detalles, en esos que nunca tendrías tiempo de fijarte si ellos te mirasen; y esta es tu venganza. A través de mis velos, los contornos de la radiante mujer de la inmobiliaria, rojos y dorados, se tornaban borrosos.

—La señorita MacIsaac —dice Brandy, con su manaza aún abierta hacia mí— es muda y no puede hablar.

La mujer de la inmobiliaria, con los dientes manchados de carmín y capas de corrector y maquillaje bajo los párpados, con esos dientes
prêt-à-porter
y su peluca lavable a máquina, sonríe a Brandy Alexander.

—Y esta. . . —La manaza cargada de anillos se eleva para tocar las tetas de torpedo de Brandy.

—Esta. . . —La mano asciende para tocar las perlas de su cuello.

—Esta. . . —La enorme mano se alza para tocar la abundante melena rojiza.

—Y esta. . . —La mano toca los labios húmedos y carnosos.

—Esta —dice Brandy— es la princesa Brandy Alexander.

La mujer de la inmobiliaria se hinca de rodillas en algo a medio camino entre una reverencia y la genuflexión ante el altar.

—Es un gran honor —dice—. Estoy segura de que esta es la casa más adecuada para usted. Se va a enamorar de ella.

Brandy, que puede ser una bruja fría como un témpano, se limita a asentir y se vuelve hacia el vestíbulo por el que entramos todos.

—A Su Alteza y a la señorita MacIsaac —dice Alfa— les gustaría ver la casa a solas, mientras usted y yo comentamos los detalles. —Las pequeñas manos de Alfa revolotean para explicar—: La transferencia de los fondos, el cambio de liras a dólares canadienses. . .

—Chiflados —dice la mujer de la inmobiliaria.

Brandy, Alfa y yo nos quedamos helados. Puede que esta mujer nos haya calado. Puede que después de los meses que hemos pasado en la carretera y las docenas de casas que hemos limpiado alguien se haya percatado del timo.

—Chiflados —dice la mujer. Y vuelve a hacer la genuflexión—. A los dólares los llamamos «chiflados»
[*]
—añade, metiendo la mano en su bolso azul—. Verán. Lleva una imagen de un pájaro. Es un somormujo.

Brandy y yo volvemos a quedarnos como un témpano y echamos a andar hacia el vestíbulo. Pasamos de nuevo entre los muebles y junto al mármol tallado. Nuestros reflejos se dibujan borrosos y oscuros, deformados luego de toda una vida de humo de cigarro en los paneles de caoba. Sigo a la princesa Brandy Alexander hacia el vestíbulo mientras la voz de Alfa acapara la atención de la mujer de la inmobiliaria con preguntas sobre el ángulo del sol de la mañana en el comedor y la posibilidad de que el gobierno provincial permita construir un helipuerto privado detrás de la piscina.

La exquisita espalda de la princesa Brandy se aproxima a las escaleras, con una chaqueta de zorro plateado echada sobre los hombros y metros de brocado de seda enrollados sobre su pelo caoba. La voz de la reina suprema y la sombra de L’Air du Temps son el séquito invisible que desfila tras el mundo de Brandy Alexander.

La abundante melena rojiza, recogida en un moño alto bajo el brocado de seda, me recuerda a un panecillo de salvado. A una enorme magdalena de cereza. A una nube encarnada o de color fresa, en forma de champiñón, que se alza sobre un atolón del Pacífico.

Los pies de la princesa están atrapados en dos sandalias de lamé dorado con cintitas doradas y cadenas doradas. Los altos tacones de aguja dorados suben el primero de los casi trescientos escalones que separan el vestíbulo de la segunda planta. A continuación ascienden otro escalón, y otro, hasta que Brandy se aleja lo suficiente como para que yo me atreva a mirar atrás. Solo entonces ella se decide a volver la magdalena color fresa de su cabeza. Las enormes tetas en forma de torpedo de Brandy Alexander se perfilan como siluetas; la muda belleza de esa boca profesional colma el rostro en su totalidad.

—La propietaria de esta casa —dice Brandy— es muy mayor; consume suplementos hormonales y aún vive aquí.

Siento la alfombra tan mullida bajo los pies que me parece ascender sobre un montón de basura. Resbalo y pierdo el equilibrio a cada paso. Los tres, Brandy, Alfa y yo, llevamos tanto tiempo hablando inglés como segunda lengua que la hemos olvidado igual que la primera.

No tengo lengua materna.

Tenemos justo enfrente las piedras sucias de una araña oscura. Al otro lado de la barandilla, el suelo de mármol gris del vestíbulo resulta tan lejano como si hubiésemos subido por una escalera a través de las nubes. Paso a paso. Cada vez más lejos, Alfa sigue pidiendo información sobre bodegas y casetas para los lebreles rusos. El empeño de Alfa por acaparar la atención de la mujer de la inmobiliaria en todo momento llega tan débil como un programa de radio en el que la gente participase por teléfono desde el espacio exterior.

—. . . la princesa Brandy Alexander —las palabras de Alfa, oscuras y cálidas, ascienden por el aire— se trasladará probablemente con su ropa y con sus gritos. . .

La voz de la reina suprema y la sombra de L’Air du Temps dicen:

—En la próxima casa, Alfa será la muda.

—. . . sus pechos —le está diciendo Alfa a la mujer de la inmobiliaria—; tiene usted los pechos como una chiquilla. . .

Nos hemos quedado sin lengua materna.

Salta hasta nosotras, en el piso de arriba.

Salta hasta este momento en el que todo es posible.

Cuando la mujer de la inmobiliaria queda atrapada por los ojos azules del
signore
Alfa Romeo, salta hasta el punto donde empieza de verdad el lío. El dormitorio principal siempre se encuentra al final del pasillo y tiene las mejores vistas. El cuarto de baño principal está revestido de espejos rosados, incluso en el techo. La princesa Brandy y yo aparecemos por todas partes, reflejadas en todas las superficies. Podéis ver a Brandy sentada sobre la encimera rosada, a un lado del lavabo, a mí sentada al otro lado.

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