no pasa nada.
—Aún no has pasado el duelo —dice la hermana Katherine—. Necesitas llorar hasta hartarte y luego seguir con tu vida. Te lo estás tomando con demasiada tranquilidad.
Escribo:
no me haga reír. el médico ha dicho que la herida sigue supurando.
Pero al menos alguien se ha fijado. He estado tranquila todo este tiempo. He sido la imagen de la tranquilidad. En ningún momento me ha entrado el pánico. He visto mi sangre, mis mocos y mis dientes desperdigados por el salpicadero del coche un momento después del accidente, pero la histeria resulta imposible sin público. Que te entre el pánico cuando estás solo es como echarte a reír solo en una habitación vacía. Te sientes imbécil.
En el momento del accidente, supe que moriría si no tomaba la próxima salida de la autopista, giraba a la derecha en Northwest Gower, avanzaba doce manzanas y entraba en el aparcamiento de urgencias del Hospital Memorial de La Paloma. Aparqué. Cogí el bolso y las llaves y eché a andar. Las puertas de cristal se abrieron antes de que pudiera verme reflejada en ellas. La multitud, la gente que esperaba con piernas rotas y bebés que se asfixiaban, se apartó al verme llegar.
Luego vino la morfina por vía intravenosa. Las diminutas tijeras de manicura me cortaron el vestido. Las bragas color carne. Las fotos de la policía.
El detective, el que registró mi coche en busca de fragmentos de hueso, el que había visto a tanta gente con las cabezas segadas por la ventanilla a medio abrir de un coche, vuelve un día y dice que ya no hay nada que buscar. Pájaros, gaviotas, incluso urracas. Se metieron en el coche aparcado en el hospital, por la ventanilla rota. Las urracas se comieron todo lo que el detective llama pruebas de tejido. Probablemente se llevaron los huesos.
—Ya sabe, señorita. Para romperlos contra las rocas. Para comerse el tuétano —dice.
En el cuaderno, escribo con el lápiz:
ja, ja, ja.
Pasemos a justo antes de que me quitaran las vendas, cuando una logopeda me dice que debería arrodillarme y dar gracias a Dios por haberme dejado la lengua intacta. Estamos sentadas en su consulta color ceniza, con la mitad del espacio ocupado por el escritorio que nos separa, y la logopeda me enseña cómo habla un ventrílocuo. Los ventrílocuos no pueden mover la boca, para que no se vea. No pueden usar los labios y por eso empujan la lengua contra el paladar para hablar.
En lugar de una ventana, la logopeda tiene un cartel de un gatito cubierto de espaguetis con un rótulo que dice:
«Afirmar lo positivo».
Dice que no puedes producir determinado sonido sin mover los labios, que tienes que sustituirlo por otro similar; por ejemplo, sustituir un sonido por otro. El contexto hará que el sonido resulte comprensible.
—Me gustaría ir de pesca —dice la logopeda.
pues vamos de pesca, escribo.
—No. Repita.
Tengo la garganta irritada y seca, y eso que bebo un millón de líquidos al cabo del día. El tejido de la cicatriz está duro y abultado, pulido alrededor de mi lengua intacta.
La terapeuta dice:
—Me gustaría ir de pesca.
Yo digo:
—
Salghregu jfwoiegu fjfogui sdkifj
.
—No, así no. No lo está haciendo bien —dice la logopeda.
Yo digo:
—¿
Solfjf gjoie ddd oslidjf
?
—Eso tampoco está bien.
Mira su reloj.
—
Digri vrior gmjgig giel
.
—Tendrá que practicar mucho, pero no se preocupe. Otra vez.
—
Jrogier fi fkgoeguir mfofeinf fcfd
.
—¡Muy bien! ¡Fantástico! ¿Ve qué fácil es?
Yo escribo en mi cuaderno:
que te den por culo.
Pasemos al día en que me quitaron las vendas.
No sabes qué esperar, pero todos los médicos y las enfermeras y los internos y los camilleros y los celadores y los cocineros del hospital se asoman a mirar desde la puerta, y si los sorprendes gritan «Enhorabuena», separando mucho las comisuras de los labios y temblando con una sonrisa rígida y acuosa. Con los ojos desorbitados. Así lo digo yo. Y vuelvo a mostrar una y otra vez el mismo cartel para decirles:
gracias.
Y luego me marcho corriendo. Esto ocurre después de que me traigan mi nuevo vestido de algodón de Espre. La hermana Katherine se ha pasado toda la mañana a mi lado, rizándome el pelo con unas tenacillas hasta hacerme un peinado que recuerda a la mantequilla cremosa y glaseada, con el pelo apartado de la cara. Evie me trae un poco de maquillaje y me pinta los ojos. Me pongo mi vestido nuevo y al momento empiezo a sudar. No he visto un solo espejo en todo el verano, o, si lo he visto, no he reconocido mi reflejo. No he visto las fotos de la policía. Cuando Evie y la hermana Katherine han terminado, digo:
—
De foil iogua fog geoff
.
Y Evie dice:
—De nada.
La hermana Katherine dice:
—Pero si casi no has comido.
Está claro que aquí nadie me entiende.
Digo:
—
Kong guimmer nai pee golly
.
Y Evie dice:
—Sí, los zapatos son tuyos, pero no te los voy a estropear.
Y la hermana Katherine dice:
—No, aún no ha llegado ninguna carta, pero podemos escribir a los presos después de la siesta, querida.
Se marchan. Y. Me quedo sola. Y. ¿Cómo de mal tendré la cara?
A veces la mutilación puede ser una ventaja. Toda esa gente con perforaciones y tatuajes y marcas y cicatrices. . . Lo que quiero decir es que la atención es la atención.
Cuando salgo siento por primera vez que me falta algo. Un verano entero se ha esfumado. Las fiestas en la piscina y el tumbarse en la proa de los yates. Pescar rayas. Conocer a chicos con descapotables. Entiendo que las excursiones y los partidos de béisbol y los conciertos se habrán recogido en algunas fotografías que Evie no revelará hasta la época de Acción de Gracias.
Salgo al exterior, y el mundo es todo color tras el blanco sobre blanco del hospital. Va más allá del arco iris. Voy al supermercado, y hacer la compra me parece como un juego que no he vuelto a practicar desde que era niña. Encuentro todas las marcas de mis productos favoritos, todos los colores: mostaza francesa, arroz A Roni, precocinados Top Ramen, todo intenta llamar la atención.
Todos esos colores. Un cambio tan radical en el concepto estético que al final todo se confunde.
El total es inferior a la suma de sus partes.
Demasiados colores en el mismo sitio.
No hay nada que mirar, salvo ese arco iris de marcas. Cuando miro a la gente, solo le veo la nuca. Aunque me doy la vuelta superdeprisa, como mucho veo una oreja apartándose. Y todos se dirigen a Dios.
—¡Dios mío! —dicen—. ¿Has visto eso?
Y:
—¿Será una máscara? Aún falta mucho para Halloween.
Todos están muy concentrados leyendo las etiquetas de la mostaza francesa y el arroz A Roni.
Y decido llevarme un pavo.
No sé por qué. No tengo dinero, pero me llevo un pavo. Rebusco entre el montón de pavos congelados, entre el amasijo de bultos color carne del congelador. Rebusco hasta que encuentro el más grande, y lo cojo como si fuera un niño, con su redecilla de plástico amarilla.
Me armo de valor para llegar hasta la salida, paso entre las cajas registradoras y nadie me detiene. Ni siquiera me miran. Todos están leyendo los tabloides como si hubiera en ellos oro oculto.
—
Sejgfn di ofo utnbg. Nei guucj isguisn sdnsud
—digo:
Nadie mira.
—
EVSF UIIB IUH
—digo con mi mejor voz de ventrílocuo.
Nadie habla. Puede que solo hablen los empleados.
—¿Me enseña el carnet de identidad? —le preguntan a la gente que firma cheques.
—
Fgjrn iufnv si vuv. ¡Xidi cniguugu sis sacnc
!
Hasta que de pronto un niño dice:
—¡Mira!
Todos los que no están mirando ni hablando se quedan sin respiración.
El niño dice:
—¡Mira, mamá! ¡Ese monstruo está robando comida!
La turbación se apodera de todos. Todos hunden la cabeza en los hombros como si fuesen apoyados en unas muletas. Se concentran más que nunca en los titulares de los periódicos.
«Chica monstruo roba ave de celebración religiosa. »
Y allí estoy yo, achicharrada con mi vestido de algodón, con un pavo de doce kilos en los brazos; el pavo sudando, mi vestido casi transparente. Siento los pezones duros como piedras a causa del bloque de hielo que llevo en brazos. Yo, con mi peinado espumoso como la crema de mantequilla. Nadie me mira como si hubiese ganado un premio importante.
Una mano desciende para abofetear al niño, que empieza a llorar.
El niño llora como llora cualquiera cuando es castigado sin haber hecho nada malo. Fuera, el sol se está poniendo. Dentro, todo está muerto salvo esa vocecita que grita sin parar: ¿Por qué me pegas? No he hecho nada. ¿Por qué me pegas? ¿Qué he hecho?
Me llevé el pavo. Volví andando lo más deprisa que pude al Hospital Memorial de La Paloma. Era casi de noche.
No dejo de abrazar el pavo y de decirme: Pavos. Gaviotas. Urracas.
Pájaros.
Los pájaros me comieron la cara.
De regreso en el hospital, la hermana Katherine se acerca a mí por el pasillo, acompañando a un hombre con su percha del goteo intravenoso, todo envuelto en vendas, lleno de tubos de drenaje, de bolsas amarillentas y de fluidos rojos que entran y salen de su cuerpo.
Los pájaros me comieron la cara.
Desde cada vez más cerca, la hermana Katherine me llama:
—¡Eeeh! ¡Hay aquí alguien muy especial a quien me encantaría que conocieras!
Los pájaros me comieron la cara.
Nos separa la consulta de la logopeda, y cuando me asomo para mirar veo a Brandy Alexander por tercera vez. La reina de todo lo bueno y amable lleva uno de esos vestidos de Versace sin mangas, como un guante, que producen una abrumadora sensación de desesperación y de resignación corrupta. La conciencia corporal aún humillada. Boyante aunque lisiada. La reina suprema es lo más hermoso que he visto en mi vida y por eso me acerco para mirar desde el pasillo.
—Los hombres —dice la logopeda— acentúan el adjetivo cuando hablan. Por ejemplo, un hombre diría: «¡Qué
guapa
estás hoy!».
Brandy es tan guapa que podrías cortarle la cabeza y exhibirla sobre una almohadilla de terciopelo azul en el escaparate de Tiffany’s y alguien la compraría por un millón de dólares.
—Mientras que una mujer diría: «¡
Qué
guapa estás hoy!» —dice la logopeda—. Ahora te toca a ti, Brandy. Dilo. Acentúa la conjunción en lugar del adjetivo.
Brandy Alexander me mira con sus ojos Arándano Incandescente y dice:
—
Qué
espantosamente fea eres, hija. ¿Se te ha sentado un elefante en la cara, o algo así?
Apenas oigo la voz de Brandy. En ese momento, adoro a Brandy. Todo en ella produce la agradable sensación de ser hermosa y mirarse en un espejo. Brandy es mi familia real del momento. Lo único por lo que vivir.
Yo digo:
—
Cfoieb svns ois
.
Y deposito el pavo, frío y húmedo, sobre el regazo de la logopeda, clavándola a su silla giratoria bajo doce kilos de carne muerta.
Desde más cerca, en el pasillo, la hermana Katherine me llama:
—¡Eeeh!
—
Mriuvn gusi sjaoi aj
—digo y, arrastrando a la logopeda con su silla por el pasillo, añado—:
Jogund guinc sm fdo dcncgu
.
La logopeda me sonríe y dice:
—No tienes que darme las gracias; me limito a hacer mi trabajo.
La monja ha llegado con el hombre y la percha del gotero; un hombre nuevo, sin piel y con los rasgos machacados, sin un solo diente; un hombre perfecto para mí. Mi único y verdadero amor. Mi príncipe azul deforme o mutilado o enfermo. Mi infelicidad eterna. Mi horroroso futuro. El monstruoso resto de mi vida.
Cierro de un portazo y me encierro en la consulta con Brandy Alexander. Sobre el escritorio está el cuaderno de notas de la logopeda, y lo cojo.
sálvame, escribo, y se lo pongo a Brandy delante.
Escribo:
por favor.
Pasemos a las manos de Brandy Alexander. Todo empieza siempre por sus manos. Brandy Alexander extiende una mano, una de esas manos peludas, con los nudillos de cerdo y un montón de venas en el brazo, cargado y oprimido hasta el codo con pulseras de todos los colores. Brandy Alexander supone tal cambio en el patrón de belleza que nada destaca especialmente. Ni siquiera yo.
—Dime, hija —dice Brandy—. ¿Qué te ha pasado en la cara?
Pájaros.
Escribo:
pájaros. los pájaros me comieron la cara.
Y me echo a reír.
Brandy no se ríe. Brandy dice:
—¿Qué significa eso?
Y yo sigo riendo.
iba conduciendo por la autopista, escribo.
Y sigo riendo.
alguien me disparó una bala del calibre 30 con una escopeta.
la bala me arrancó la mandíbula de cuajo.
Sigo riendo.
vine al hospital, escribo.
no perdí la vida.
Riendo.
no pudieron volver a colocarme la mandíbula porque se la comieron las gaviotas.
Y dejo de reírme.
—Tienes una letra horrible —dice Brandy—. Sigue contándome.
Y me pongo a llorar.
tengo que comer alimentos infantiles, escribo.
no puedo hablar.
no tengo trabajo.
no tengo casa.
mi novio me ha dejado.
nadie me mira.
mi mejor amiga me ha destrozado toda mi ropa.
Sigo llorando.
—¿Qué más? —pregunta Brandy—. Cuéntamelo todo.
un niño, escribo.
un niño en el supermercado me llamó monstruo.
Su ojos Arándano Incandescente me miran como nadie me ha mirado en todo el verano.
—Tienes la percepción completamente jodida —dice Brandy—. Solo hablas de la mierda que te ha pasado. No puedes basar tu vida ni en el pasado ni en el presente. Tienes que hablarme de tu futuro.
Brandy Alexander se pone en pie con sus sandalias de lamé dorado con cintas atadas a las piernas. La reina suprema se saca un espejo precioso del bolso y lo abre para mirarse en él.
—Esa logopeda —dicen sus labios azul Plumbago— a veces se comporta como una imbécil ante estas situaciones.