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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (10 page)

Le pregunto:

—¿
Jsfssjf ciacb sxi
?

—Eres una aristócrata francesa.

—¿
Ggudcn aixa gklgfnv
?

—Te criaste en París y fuiste a un colegio de monjas —dice Brandy.

Concentrada en su trabajo, haciendo planes como la estilista que es, Brandy Alexander empieza a sacar el tul de su bolso, tul rosa, encaje y ganchillo, y a ponérmelo en la cabeza.

Dice:

—No necesitas usar maquillaje. No necesitas lavarte. Un buen velo es el equivalente de unas gafas de sol de espejo para tu cabeza.

Un buen velo es como no salir de casa, me dice Brandy. Enclaustrada. En la intimidad. Saca un trozo de chiffon amarillo. Me cubre con una tela de nailon estampada. Tal como es el mundo en que vivimos, todos apiñados, un mundo donde la gente te cala al primer vistazo, un buen velo es como una limusina con las lunas tintadas. El número no registrado de tu rostro. Bajo un buen velo puedes ser cualquiera. Una estrella de cine. Una santa. Un buen velo dice:

«No nos han presentado debidamente».

Eres el premio oculto tras la puerta número tres.

Eres la dama o el tigre.

En nuestro mundo, donde ya nadie sabe guardar secretos, un buen velo dice:

«Gracias por no compartir».

—No te preocupes —dice Brandy—, otros rellenarán los espacios en blanco.

Lo mismo que hacen con Dios, dice.

Lo que nunca le he contado a Brandy es que me crié cerca de una granja. Era una granja de cerdos. Daisy Saint Patience volvía a casa por las tardes en los días de sol y tenía que ir con su hermano a dar de comer a los cerdos.

Dame nostalgia.

Flash.

Dame un anhelo nostálgico de la infancia.

Flash.

¿Qué es lo contrario del glamour?

Brandy nunca me ha preguntado por mis padres; si están vivos o muertos y por qué no estaban aquí, rechinando los dientes.

—Tu padre y tu madre, Rainier y Honoraria Saint Patience, fueron asesinados por terroristas de la moda —dice.

Mi padre llevaba a los cerdos al mercado cuando llegaba el otoño. Su secreto consistía en pasarse el verano recorriendo con la camioneta Idaho y los estados limítrofes situados arriba a la izquierda, deteniéndose en todas las antiguas panaderías donde se vendían productos caducados, tartaletas de frutas y pasteles rellenos de crema, pequeñas rebanadas de bizcocho esponjoso inyectadas con nata artificial y porciones de tarta de chocolate cubiertas de caramelo y espolvoreadas con coco teñido de rosa. Viejas tartas de cumpleaños que no llegaban a venderse. Pasteles rancios que deseaban Felicidades. Feliz día de la Madre. Sé mi Valentín. Mi padre lo trae todo a casa, en un montón grande y pegajoso, o envuelto en papel de celofán. Esa es la peor parte, abrir los miles de residuos y echárselos a los cerdos.

Mi padre, de quien Brandy no quiere oír hablar, tenía el secreto de alimentar a los cerdos con estos pasteles y tartas dos semanas antes de llevarlos al mercado. Como son productos que no alimentan, los cerdos los devoran hasta que no queda un solo trozo en mil kilómetros a la redonda.

Este tipo de comida no aporta fibra; por eso, todos los otoños, cada cerdo de ciento cincuenta kilos llega al mercado con un peso adicional de cuarenta kilos en el colon. Mi padre consigue una fortuna en la subasta, y quién sabe cuánto tiempo después, los cerdos expulsan una enorme cagada de azúcar cuando ven que los han llevado al matadero.

Yo digo:


Kguvne guivnugu fgu sojaoa
.

—No —dice Brandy, y levanta un dedo índice, largo como un pie y adornado con seis anillos, y me aprieta la boca con la salchicha enjoyada en cuanto intento decir algo.

—Ni una palabra —dice Brandy—. Sigues estando demasiado atada a tu pasado. Es inútil que digas nada.

Brandy saca de su cesto de costura una cinta blanca y dorada; es un acto mágico, un trozo de seda blanco puro estampado con un dibujo griego dorado, y me cubre la cabeza con él.

Bajo otro velo más, el mundo real parece estar mucho más lejos.

—¿A que no sabes cómo hacen el dibujo dorado? —pregunta Brandy.

La tela es tan fina que se agita con mi respiración; la seda me cubre las pestañas sin doblarlas. Mi cara, que es donde llegan todas las terminaciones nerviosas del cuerpo, no es capaz de sentirla.

Hace falta un equipo de niños indios, dice Brandy, niños de cuatro o cinco años que se pasan el día sentados en bancos de madera y son vegetarianos y retuercen trillones de hilos dorados para hacer ese dibujo.

—Es raro ver a niños de más de diez años haciendo este trabajo —dice Brandy—, porque la mayoría se quedan ciegos.

El velo que Brandy acaba de sacar del costurero mide por lo menos tres metros cuadrados. La preciosa visión de esos niños encantadores se pierde. Los días preciosos de su frágil infancia transcurren retorciendo hilos de seda.

Dame piedad.

Flash.

Dame empatía.

Flash.

Ah, me gustaría que me estallara el corazón.

Digo:


Vsguf sigus cm eiuvn sincs
.

Brandy dice que no pasa nada. No quiere recompensar a nadie por explotar a los niños. Lo ha comprado.

Enjaulada bajo mi seda, instalada bajo mi nube de organdí y georgette, la idea de no poder compartir mis problemas con otras personas hace que sus problemas me importen un carajo.

—Ah, y no te preocupes —dice Brandy—. Seguirás llamando la atención. Tienes unas tetas que son pura dinamita y un culo espléndido. Lo único es que no puedes hablar con cualquiera.

La gente no soporta no saber algo, me dice. Sobre todo los hombres; no soportan no poder escalar cualquier montaña, explorar cualquier territorio. Etiquetarlo todo. Mear en todos los árboles que se encuentran y no volver a llamar nunca más.

—Detrás de un velo eres la gran desconocida —dice—. Todos los tíos se pelearán por conocerte. Algunos negarán que eres una persona real y otros harán como si no existieras.

El fanático. El ateo. El agnóstico.

Solo con ver a alguien que lleva un parche en el ojo, ya te entran ganas de mirar. Para ver si es de mentira. El hombre de la camisa Hathaway. O para ver el horror que hay debajo.

El fotógrafo dice en mi cabeza:

Dame una voz.

Flash.

Dame una cara.

La respuesta de Brandy fueron sombreros pequeños con velos. Y sombreros grandes con velos. Sombreros como tortitas y sombreros como pastilleros con volantes de nubes de tul y gasa. Seda de paracaídas, crep pesado o una malla densa y cubierta de pompones de felpilla.

—Lo más aburrido del mundo es la desnudez —dice Brandy.

Lo segundo más aburrido del mundo es la honestidad, dice.

—Piensa que esto es una broma. Que es lencería para tu cara —dice—. Un camisón transparente con el que cubres por completo tu identidad.

Lo tercero más aburrido del mundo es tu triste pasado. Por eso Brandy nunca hace preguntas. Aunque puede ser una bruja, una apisonadora, volvemos a encontrarnos una y otra vez en la consulta de la logopeda. Y Brandy me dice todo lo que necesito saber acerca de mí misma.

10

Pasemos a Brandy Alexander metiéndome en una cama en Seattle.

Es la noche del Space Needle, la noche en que el futuro no ocurre. Brandy lleva metros y metros de tul negro enrollados en las piernas, atados alrededor de su cintura fina como un reloj de arena. El velo negro le cruza las tetas como torpedos y termina enrollándose en el pelo caoba. Todo ese brillo inclinado junto a mi cama bien podría ser la maqueta del cielo original en las noches de verano.

Pequeños abalorios, no de esos de plástico que producen en las fábricas de Calcuta, sino de los auténticos de cristal austríaco tallados por los elfos de la Selva Negra, salpican por completo el tul negro de estrellitas. La cara de la reina suprema es la luna en el cielo nocturno que se inclina para darme un beso de buenas noches. Mi habitación de hotel está oscura; la televisión que hay a los pies de mi cama está encendida, de manera que las estrellitas parpadean lanzando destellos de todos los colores que rebotan en la pantalla.

Seth tiene razón; la televisión me convierte en Dios. Puedo ver cómo es cualquiera por dentro y cómo cambian las vidas en cuestión de horas. Aquí, en el mundo real, esto no siempre es así.

—Siempre te querré —dice la reina de la noche. Y sé qué postal ha encontrado.

Las sábanas del hotel son como las del hospital. Hemos recorridos miles de kilómetros desde que nos conocimos, y los grandes dedos de Brandy siguen alisando las mantas justo por debajo de donde antes estaba mi barbilla. Mi cara es lo último que los chicos y las chicas gogós quieren ver cuando se adentran en un callejón oscuro para comprar drogas.

Brandy dice:

—Volveremos en cuanto lo hayamos vendido todo.

La silueta de Seth se dibuja en el umbral de la puerta del pasillo. Desde mi cama parece el perfil maravilloso de un superhéroe sobre el fondo de hojas tropicales de neón verde, gris y rosa del papel pintado del pasillo. Su abrigo, ese abrigo de cuero largo que lleva Seth, está bien ceñido en la cintura, pero luego se abre y parece una capa.

Puede que cuando le besa el real culo a la princesa Brandy Alexander no esté fingiendo. Puede que los dos estén enamorados cuando yo no estoy delante. No sería esta la primera vez que lo he perdido.

La cara cubierta de velo negro que se inclina sobre mí es toda una sorpresa de color. La piel es un montón de rosa alrededor de una boca azul Plumbago, y los ojos tienen demasiado berenjena. Incluso estos colores resultan ahora demasiado estridentes, demasiado saturados, demasiado intensos. Chabacanos. Te recuerdan a una caricatura. Las muñecas de moda tienen la piel del mismo tono rosa, como vendas de plástico. Color carne. Los ojos demasiado berenjena, los pómulos demasiado definidos por el colorete Rosa Oxidado. No dejan nada a la imaginación.

A lo mejor es esto lo que les gusta a los tíos. Lo único que quiero es que Brandy Alexander se vaya.

Quiero el cinturón de Seth alrededor de mi cuello. Quiero sus dedos en mi boca y sus manos separándome las rodillas mientras los dedos húmedos me suplican que me abra.

—Si te apetece leer algo, tienes el libro de Miss Rona Barrett en mi habitación. Si quieres te lo traigo.

Quiero que Seth me irrite la piel con su barba hasta sentir dolor al orinar.

Seth dice:

—¿Vienes?

Una mano repleta de anillos arroja el mando del televisor sobre la cama.

—Vamos, princesa Princesa —dice Seth—. La noche ya no es tan joven.

Y quiero a Seth muerto. Peor que muerto. Lo quiero gordo, hinchado de líquidos, inseguro y emocional. Si Seth no me desea, yo quiero no desearlo.

—Si viene la policía o pasa cualquier cosa —me dice la luna—, todo el dinero está en mi neceser.

El hombre al que quiero ya se ha marchado para calentar el coche.

La mujer que me querrá siempre dice:

—Que duermas bien. —Y cierra la puerta al salir.

Pasemos a una vez, hace mucho tiempo, cuando Manus, mi prometido, que me dejó tirada, Manus Kelley, el detective de la policía, me dijo que los padres son como Dios, porque a todos nos gusta saber que están ahí y que aprueban nuestra vida, aunque solo recurramos a ellos cuando estamos en crisis y necesitamos algo.

Volvamos a mí en la cama, en Seattle, a solas con el mando del televisor, cuando aprieto un botón y dejo el aparato mudo.

En la pantalla aparecen tres o cuatro personas, sentadas en un plató frente al público que asiste al programa. Es como un publirreportaje, pero cuando la cámara se acerca a cada persona para tomar un primer plano, aparece un rótulo en el pecho de cada una. Cada rótulo de cada primer plano es un apellido seguido de tres o cuatro palabras, de un apodo, como los que se ponen los indios, solo que, en lugar de Brezo que Corre con Bisonte o Trisha Cazada por un Rayo de Luna, estos dicen:

Cristy Bebió Sangre Humana.

Roger Vivió con su Madre Muerta.

Brenda se Comió a su Bebé.

Cambio de canal.

Cambio de canal.

Cambio de canal y veo a otras tres personas:

Gwen Trabaja como Prostituta.

Neville fue Violado en la Cárcel.

Brent se Acostaba con su Padre.

La gente va por el mundo contando su tragedia y cómo su vida se reduce a superar esta experiencia. Sus vidas están más centradas en el pasado que en el futuro. Aprieto el botón para darle sonido a Gwen Trabaja como Prostituta y escuchar su historia.

Gwen modela las palabras con las manos mientras habla. Se inclina hacia delante en la silla. Sus ojos miran a algo situado arriba y a la derecha, lejos de la cámara. Sé que es el monitor. Gwen se está mirando mientras cuenta su historia.

Gwen tiene todos los dedos encogidos, menos el índice, y retuerce lentamente las manos mientras habla para mostrar los dos lados de la uña.

—. . . para protegerse, la mayoría de las chicas de la calle llevan un trozo de cuchilla pegada debajo de la uña. La pintan para que parezca una uña normal.

Gwen ve algo en el monitor. Frunce el ceño y retira el pelo rojizo de lo que parecen ser unos pendientes de perlas.

—Cuando las meten en la cárcel —sigue contándose Gwen a sí misma en el monitor— o cuando ya no son atractivas, algunas se cortan las venas con la cuchilla.

Vuelvo a dejar muda a Gwen Trabaja como Prostituta.

Cambio de canal.

Cambio de canal.

Cambio de canal.

Dieciséis canales después, una chica muy guapa, con un vestido de lentejuelas, sonríe mientras arroja restos animales en una fábrica de aperitivos.

Evie y yo hicimos este publirreportaje. Es uno de esos anuncios que parecen un programa, pero solo duran treinta minutos. La cámara pasa a otra chica con un vestido de lentejuelas; esta pasea entre un público de cocainómanos y turistas del Medio Oeste. La chica ofrece a una pareja que celebra sus bodas de oro y viste la misma camisa hawaiana una selección de canapés en una bandeja de plata, pero la pareja, como todos los demás, miran hacia arriba y a la derecha, a algo situado fuera de cámara.

Ya sabéis que se trata del monitor.

Es extraño, pero lo cierto es que la gente se mira en el monitor cómo se miran a sí mismos en el monitor cómo se miran a sí mismos en el monitor, y así sucesivamente, atrapados en un nudo de realidad que no termina nunca.

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