La chica de la bandeja tiene los ojos desesperados por unas lentillas demasiado verdes y los labios demasiado rojos y agrandados más allá de su contorno natural. El pelo rubio es denso y está cardado para que los hombros no resulten demasiado huesudos. Los canapés que pasea bajo esas narices viejas son galletas saladas hechas con levadura química y productos derivados de la carne. La chica deambula entre el público pasando la bandeja, con los ojos demasiado verdes y el pelo demasiado cardado. Es mi mejor amiga: Evie Cottrell.
Tiene que ser Evie, porque de pronto aparece Manus, tan guapo, dando un paso al frente para salvarla. Manus, el agente especial de la brigada antivicio, coge uno de los canapés y se lo coloca entre los dientes postizos. Luego mastica. Echa hacia atrás la cara, atractiva y con la mandíbula cuadrada, y cierra los ojos. Manus cierra sus intensos ojos azules, vuelve la cabeza exageradamente a uno y otro lado y traga.
Manus, con su pelo denso y negro, te recuerda que el pelo de la gente no es más que un vestigio del pelo animal, peinado con espuma. Manus es un perro de pelo sexy.
La mandíbula cuadrada desciende para mirar a la cámara con los ojos muy abiertos y una expresión de amor y satisfacción total. Típico. Esa expresión era exactamente la misma que Manus me ofrecía cuando me preguntaba si había llegado al orgasmo.
Manus se vuelve entonces para mirar a Evie exactamente con la misma expresión, mientras el público del estudio mira hacia otro lado, mientras todos se miran mirándose a sí mismos mirándose a sí mismos mirando la sonrisa de amor y satisfacción total que Manus le ofrece a Evie.
Evie le devuelve la sonrisa a Manus con los labios agrandados más allá de su perfil natural, mientras que yo soy una minúscula silueta que centellea en segundo plano. Estoy justo detrás del hombro de Manus, diminuta, sonriendo como una calefacción y arrojando residuos animales al tubo de plexiglás de la fábrica de aperitivos.
Cómo he podido ser tan tonta.
«Vamos a navegar. »
Estupendo.
Debería haberme dado cuenta de lo que había entre Manus y Evie.
Y hoy, un año después de que la historia haya terminado, tumbada en esta cama de hotel, todavía aprieto los puños. Debería haberme dado cuenta, al ver ese ridículo publirreportaje, de que entre Manus y Evie había una relación malsana y atormentada que ellos querían tomar por verdadero amor.
Vale, lo vi. Vale, lo vi cerca de cien veces, pero solo me fijaba en mí. En el nudo de la realidad.
La cámara vuelve a enfocar a la primera chica, la que está en escena, a mí. Y soy hermosísima. En la televisión, demuestro lo limpia que está la fábrica de aperitivos, y soy hermosísima. Saco las paletas del tubo de plexiglás y lavo con agua los residuos animales triturados. Y, uau, qué guapa soy.
La desmembrada voz en off dice en ese momento que la fábrica de aperitivos emplea productos derivados de la carne, lo que sea —lenguas, corazones, labios o genitales—, los mastica, los condimenta y los convierte en una espada o en un diamante o en un trébol, para que cada cual elija el que más le guste.
Y lloro en esta cama.
A Bubba-Joan le arrancaron la mandíbula.
Tantos miles de kilómetros después, tantas personas diferentes como he sido, y todo sigue siendo igual. ¿Por qué uno se siente imbécil si se ríe a solas, y sin embargo resulta normal que termine llorando? ¿Cómo es posible que no paremos de mutar y al mismo tiempo sigamos siendo el mismo virus mortal?
Volvamos a cuando salí del hospital, sin trabajo, sin novio y sin casa, y tuve que dormir en casa de Evie, en su casa de verdad, donde ni siquiera a ella le gustaba vivir, porque era un sitio aislado, como metido en un bosque sin nadie alrededor.
Pasemos a mí en la cama de Evie, tumbada boca arriba esa primera noche, sin poder dormir.
El viento agita los visillos de encaje. Los muebles de Evie son de estilo afrancesado y provinciano, llenos de florituras, pintados de blanco y dorado. No hay luna, pero el cielo está repleto de estrellas, y todo —la casa de Evie, los rosales, las cortinas del dormitorio, el dorso de mis manos sobre la colcha—, todo es negro o gris.
La casa de Evie es la típica que compraría una chica de Texas si sus padres le diesen diez millones de dólares a todas horas. Es como si los Cottrell supieran que Evie nunca despegará profesionalmente. Por eso Evie vive allí. No en NuevaYork. No en Milán. Sino en la periferia, en la nada de las modelos profesionales. Esto está muy lejos de lo que significa lucir las colecciones de París. Estar atrapada en medio de la nada es la excusa que Evie necesita; vivir aquí es lo ideal para una chica de huesos grandes que nunca tendrá un gran momento de éxito.
Las puertas están cerradas. El gato está dentro. Miro, y el gato me mira como miran los perros y algunos gatos cuando la gente dice que sonríen.
Esa misma tarde, Evie me llamó por teléfono para suplicarme que saliera del hospital y me instalase en su casa.
La casa de Evie era muy grande: blanca, con las contraventanas verdes, una casa colonial de tres plantas, con grandes columnas en el porche. La hiedra y los rosales trepadores —de rosas amarillas— ascendían hasta cinco metros del suelo por cada una de las columnas. Es fácil imaginarse aquí a Ashley Wilkes cortando el césped, o a Rhett Butler cerrando las ventanas cuando hay tormenta, pero Evie solo cuenta con un servicio de laosianos que reciben un salario mínimo y se niegan a vivir allí.
Pasemos al día anterior, cuando Evie va a buscarme y me saca del hospital. Evie es en realidad Evelyn Cottrell, Inc. En serio. Ahora es una marca registrada. El fracaso favorito de todo el mundo. Los Cottrell hicieron una oferta privada de compra de acciones para su carrera cuando Evie tenía veintiún años, y todos los parientes, con sus tierras en Texas y su dinero del petróleo, invirtieron importantes sumas en el fracaso de Evie como modelo.
Normalmente era muy desagradable ir con Evie a los castings de modelos. Yo siempre conseguía el trabajo, pero el director artístico o el estilista se ponían a gritar que no, que en su opinión de expertos Evie no daba la talla perfecta. Normalmente algún ayudante del estilista terminaba empujando a Evie para que saliera por la puerta. Evie gritaba por encima del hombro y me preguntaba a gritos cómo les dejaba que la tratasen como a un montón de carne. Yo tenía que marcharme con ella.
—Que les den por el culo —gritaba Evie llegado este punto—. Que les den por el culo a todos.
Yo no me enfado. Voy enfundada en un increíble corsé de cuero de Poopie Cadole y pantalones de cuero de Chrome Hearts. La vida era fantástica por aquel entonces. Trabajaba tres horas al día, como mucho cuatro o cinco.
En la puerta del estudio de fotografía, antes de que la expulsen del rodaje, Evie empuja al ayudante del estilista contra el marco, y el pobrecillo se queda arrugado a los pies de Evie. Y entonces Evie grita:
—Podéis chuparme todos la mierda de mi precioso culo texano.
Luego se mete en su Ferrari y espera allí tres o cuatro o cinco horas, para llevarme a casa.
Evie, esa Evie, era mi mejor amiga en el mundo entero. En momentos así, Evie era divertida y extravagante, casi parecía tener una vida propia.
Vale, el caso es que no me enteré de lo de Evie y Manus y de su absoluto y total amor y satisfacción. Por lo tanto, matadme.
Pasemos a antes de eso, cuando Evie me llama por teléfono al hospital y me suplica, por favor, que pida el alta y me vaya a vivir con ella, por favor, que se siente muy sola.
Mi seguro de vida tenía una cobertura de dos millones de dólares, y ha ido menguando a medida que pasaba el verano. Ningún asistente social tuvo agallas para trasladarme a Dios sabe dónde.
Suplicándome por teléfono, Evie me dice que ha reservado unos billetes de avión. Que se va a Cancún para hacer un catálogo, y me ruega, por favor, que cuide de la casa en su ausencia.
Cuando viene a recogerme, escribo en mi cuaderno:
¿ese top es mío?, lo estás dando de sí.
—Lo único que tienes que hacer es darle de comer al gato —dice Evie.
no me gusta vivir sola tan lejos de la ciudad, escribo. no sé cómo puedes vivir allí.
Evie dice:
—No estás sola si guardas una escopeta debajo de la cama.
Yo escribo:
conozco a chicas que decían lo mismo de sus consoladores.
Y Evie dice:
—¡Qué bestia! Yo no hago esas cosas con mi escopeta.
Así que pasemos a cuando Evie se marcha a Cancún y yo voy a mirar debajo de su cama, donde guarda la escopeta del calibre treinta y ocho. En los armarios encuentro lo que queda de mi ropa, deformada y torturada hasta morir, colgada de perchas de alambre, muerta.
Pasemos a mí en la cama de Evie esa noche. Es medianoche. El viento agita los visillos de encaje, y el gato se sube de un salto al alféizar de la ventana para ver quién acaba de subir por el paseo de gravilla. De espaldas a las estrellas, el gato me mira. Abajo se oye cómo se rompe el cristal de una ventana.
Volvamos a las últimas Navidades antes de mi accidente, cuando voy a casa para abrir los regalos con mis padres. Mis padres ponen todos los años el mismo árbol de Navidad artificial, de un verde áspero, que huele a plástico caliente y produce un ligero dolor de cabeza cuando las luces llevan demasiado tiempo encendidas. El árbol es todo magia y brillo, repleto de adornos de cristal rojos y dorados, con esas cintas de plástico plateado cargadas de electricidad estática que la gente llama carámbanos. En la copa del árbol veo el mismo ángel raído con cara de muñeca de goma. Sobre la chimenea veo el mismo cabello de ángel de fibra de vidrio que se te mete en la piel y te produce sarpullido si te atreves a tocarlo. En el estéreo suena el mismo disco navideño de Perry Como. Eso era cuando yo todavía tenía cara, y podía cantar villancicos.
Mi hermano Shane sigue muerto, y no aspiro a que me hagan mucho caso, solo a pasar unas Navidades tranquilas. Para entonces, Manus, mi novio, empezaba a decir cosas raras, que había perdido su trabajo en la policía y que yo necesitaba unos días de descanso. Mi padre, mi madre y yo habíamos acordado no comprar grandes regalos ese año. Solo cosas pequeñas, dicen mis padres, un detalle.
Perry Como está cantando «Esto empieza a parecerse mucho a la Navidad».
Los calcetines de fieltro rojo que mi madre ha cosido para todos, para Shane y para mí, cuelgan de la chimenea, con nuestros nombres escritos con letras de fieltro blanco. Están cargados de regalos. Es la mañana de Navidad y todos estamos sentados alrededor del árbol; mi padre se dispone a cortar las cintas con una navaja. Mi madre lleva una bolsa de la compra de papel marrón y dice:
—Antes de que lo desperdiguemos todo, meted aquí el papel de regalo.
Mi padre y mi madre se sientan en sus mecedoras. Yo me siento en el suelo, delante de la chimenea, junto a los calcetines. La escena siempre se repite. Ellos sentados con su café, inclinados sobre mí, atentos a mi reacción. Yo, sentada en el suelo como los indios. Todos en pijama y albornoz.
Perry Como está cantando «Volveré a casa por Navidad».
Lo primero que saco del calcetín es un koala de peluche, muy pequeño, de los que se agarran al lápiz con las manos y los pies. Eso es lo que mis padres piensan que soy. Mi madre me pasa una taza de chocolate caliente con caramelos flotando. Y yo le doy las gracias. Saco una caja que hay debajo del koala.
Mis padres no hacen nada, se inclinan sobre sus tazas de café y me observan.
Perry Como canta «Venid, todos los fieles».
La caja contiene condones.
Sentado junto a nuestro centelleante y mágico árbol de Navidad, mi padre dice:
—No sabemos cuántas parejas tienes al cabo del año, pero no queremos que corras riesgos.
Me guardo los condones en el bolsillo del albornoz y observo cómo se derriten los caramelos en el chocolate. Les doy las gracias.
—Son de látex —dice mi madre—. Hay que usarlos con un lubricante al agua. Eso si a tu edad necesitas un lubricante. No se puede usar gelatina de petróleo ni mantequilla, ni ningún tipo de loción. No te hemos comprado los que se hacen con tripas de cordero porque tienen poros que pueden permitir la transmisión del sida.
Dentro de mi calcetín hay otra cajita. Son más condones. La marca de la caja dice «Nude». Parece redundante. Junto a la marca, pone: «Insípido e inodoro».
Podría contároslo todo sobre la insipidez.
—Según un estudio, una encuesta telefónica realizada entre los homosexuales de las zonas urbanas con alta incidencia de sida, el treinta y cinco por ciento de los infectados se sienten incómodos a la hora de comprar sus propios condones —dice mi padre.
¿Y es mejor que te los traiga Santa Claus?
—Lo entiendo —digo.
—No es solo por el sida —dice mi madre—. También por la gonorrea. Y la sífilis. Y el virus del papiloma humano. Y el herpes genital. Sabes que hay que ponerse el condón en cuanto el pene está erecto, ¿verdad? —Y añade—: He pagado una fortuna por unos plátanos, fuera de temporada, para que practiques en caso necesario.
Es una trampa. Si digo «Ah, sí, me paso la vida poniendo condones en penes erectos», mi padre dirá que soy una guarra. Pero si digo que no, nos pasaremos el día de Navidad practicando.
Mi padre dice:
—Hay muchas más enfermedades que el sida. El herpes simple de tipo dos, que produce dolorosas ampollas que te estallan en los genitales. —Y mira a mi madre.
—Dolores corporales —dice ella.
—Sí, produce dolor corporal —dice mi padre— y fiebre. Te produce supuración vaginal. Y duele al orinar. —Mira a mi madre.
Perry Como está cantando «Santa Claus llega a la ciudad».
Debajo de la siguiente caja de condones hay otra caja de condones. Tres cajas deberían durarme hasta la menopausia.
Pasemos a cuánto me gustaría en este momento que mi hermano estuviera vivo, para poder matarlo por estropearme las Navidades. Perry Como está cantando «Arriba en el desván».
—Y está también la hepatitis B —dice mi madre, preguntándole acto seguido a mi padre—: ¿Cuáles eran las otras?
—La clamidia —dice mi padre—. Y el linfogranuloma.
—Sí —corrobora mi madre—, y la cervicitis purulenta y la uretritis no gonocócica.
Mi padre mira a mi madre y dice:
—Pero eso normalmente se produce por alergia al condón de látex o al espermicida.