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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (13 page)

Alguien al otro lado del teléfono dice «¿Hola?». Es mi madre.

—El mundo es lo suficientemente grande para amarnos los unos a los otros —dice—. En el corazón de Dios hay espacio para todos sus hijos. Gays, lesbianas, bisexuales y transexuales. Practicar el sexo anal no significa que no haya amor.

Y añade:

—Percibo mucho dolor en ti. Quiero ayudarte a salir del apuro.

Y Seth grita:

—No pensaba matarte. He venido para consolar a Evie por lo que te hizo. Solo intentaba protegerme.

Al otro lado del teléfono, a dos horas en coche de aquí, se oye tirar de la cadena, y luego la voz de mi padre:

—¿Sigues hablando con esos lunáticos?

Y mi madre:

—Es muy emocionante. Uno de ellos dice que va a matarnos.

Y Seth grita:

—Tuvo que ser Evie quien te disparó.

Luego se pone al teléfono mi padre, gritando tanto que tengo que apartarme el auricular de la oreja, y dice:

—Sois vosotros quienes deberíais estar muertos. Vosotros matasteis a mi hijo, malditos pervertidos.

Y Seth grita:

—Entre Evie y yo solo había sexo.

Podría no estar en la habitación, o pasarle el teléfono a Seth.

Seth dice:

—No pienses ni por un momento que iba a apuñalarte mientras dormías.

Y mi padre grita, a través del teléfono:

—Atrévete, señorito. Tengo un arma cargada, y la llevo encima día y noche. Estamos dispuestos a permitir que nos tortures. Estamos orgullosos de tener un hijo homosexual que ha muerto.

Y Seth grita:

—Por favor, cuelga el teléfono.

Y yo digo:

—¡
Aht! ¡Oahk
!

Pero mi padre cuelga.

El inventario de personas que pueden salvarme se reduce a mí misma. Ni mi mejor amiga. Ni mi ex novio. Ni los médicos, ni las monjas. Tal vez la policía, pero de momento tampoco. No es hora de convertir todo este embrollo en un proceso legal y continuar con esta vida que es menos que vida. Espantosa e invisible para siempre, recogiendo pedazos.

La situación sigue estando muy complicada y en el aire, pero aún no estoy preparada para afrontarla. Mi espacio de comodidad crecía por momentos. El umbral de mi dramatismo estallaba en pedazos. Era el momento de apretar. Me sentía capaz de cualquier cosa, y eso que solo estaba empezando.

Tenía una escopeta cargada, y tenía a mi primer rehén.

14

Volvamos a la última vez que estuve en casa para ver a mis padres. Fue mi último cumpleaños antes del accidente. Y como Shane seguía muerto, yo no esperaba ningún regalo. No esperaba una tarta. Esta vez voy a casa solo para verlos. Eso era cuando aún tenía boca y no me intimidaba la idea de soplar las velas.

La casa, el sofá marrón de la sala de estar y las mecedoras, todo está igual que siempre, con la única diferencia de que mi padre ha puesto grandes X de cinta adhesiva en el interior de todas las ventanas. El coche de mamá no está en la entrada, donde suelen aparcarlo. Está en el garaje. En la puerta principal hay un cerrojo muy grande, que no recuerdo haber visto antes. En la verja de la entrada hay un letrero que dice «Cuidado con el perro» y otro más pequeño de la empresa de seguridad.

Cuando llego a casa, mamá me saluda rápidamente, me hace pasar y dice:

—No te acerques a las ventanas, Bola. El índice de criminalidad ha ascendido un sesenta y siete por ciento desde el año pasado. Cuando se haga de noche, no dejes que tu sombra se perfile en las persianas y se vea desde fuera.

Prepara la cena a la luz de una linterna. Cuando abro el horno o el frigorífico, a mi madre le asalta el pánico, me aparta a un lado de un empujón y cierra de inmediato lo que he abierto.

—Es por la luz —dice—. La violencia antigay ha subido un cien por cien en los últimos cinco años.

Mi padre vuelve a casa y aparca el coche a una manzana de distancia. Sus llaves arañan la cerradura nueva mientras mamá se queda paralizada en la puerta de la cocina, impidiéndome salir. Las llaves dejan de hacer ruido, y mi padre llama; tres golpes rápidos, luego dos lentos.

—Es él —dice mamá—, pero hay que mirar por la mirilla de todos modos.

Mi padre entra, mirando hacia atrás por encima del hombro, la calle vacía, observando. Pasa un coche, y dice:

—Romeo Tango Foxtrot seis siete cuatro. Rápido, anótalo.

Mi madre lo escribe en el taco de notas que hay junto al teléfono.

—¿Color? ¿Modelo? —pregunta.

—Azul mercurio —dice mi padre.

Mamá dice:

—Ya está apuntado.

Yo digo que a lo mejor están exagerando.

Y mi padre dice:

—No subestimes la situación.

Pasemos al gran error que fue ir a casa. Pasemos a lo que Shane pensaría de esto, de lo raros que están nuestros padres. Mi padre apaga la lámpara que yo he encendido en la sala de estar. Las cortinas del ventanal están cerradas y sujetas en el centro. Ellos reconocen todos los muebles en la oscuridad, pero yo tropiezo con todas las sillas y las esquinas de las mesas. Tiro al suelo un platito de caramelos, lo rompo, y mi madre grita y se tira sobre el suelo de linóleo de la cocina.

Mi padre sale de su escondite, detrás del sofá, y dice:

—Tienes que disculpar a tu madre. Esperamos un atentado en cualquier momento.

Mamá grita desde la cocina:

—¿Ha sido una piedra? ¿Hay fuego?

Y mi padre responde a voces:

—No aprietes el botón del pánico, Leslie. Otra falsa alarma y tendremos que empezar a pagarles.

Ahora sé por qué colocan un faro en algunos tipos de aspiradoras. Primero recojo los trozos de cristal en la oscuridad. Luego le pregunto a mi padre dónde hay vendas. Estoy inmóvil, con la mano cortada en alto, y espero. Mi padre sale de la oscuridad con alcohol y vendas.

—Todos los miembros del PAGL estamos en guerra.

El PAGL. Padres y Amigos de Gays y Lesbianas. Lo sé. Lo sé. Lo sé. Gracias, Shane.

—No deberíais estar en el PAGL. Vuestro hijo gay está muerto, y ya no cuenta para nada. —Mis palabras son hirientes, pero lo cierto es que estoy sangrando. Añado—: Lo siento.

Las vendas están muy tensas. Huelo el alcohol en la oscuridad, y mi padre dice:

—Los Wilson pusieron un cartel del PAGL en el jardín. Dos noches más tarde, alguien se metió con el coche en el césped y lo destrozó todo.

Mis padres no tienen carteles del PAGL.

—Hemos quitado los carteles —dice mi padre—. Tu madre tiene una pegatina del PAGL en el coche, por eso lo guardamos en el garaje. El orgullo por tu hermano nos ha colocado en primera línea de fuego.

Desde la oscuridad, mi madre dice:

—No te olvides de los Bradford. Prendieron fuego a una bolsa llena de heces de perro en la puerta de su casa. Podría haber ardido la casa entera mientras dormían; y todo porque tenían una veleta del PAGL en forma de calcetín en el jardín de atrás. Ni siquiera en el delantero, sino en el de atrás.

—Estamos rodeados de odio, Bola. ¿Lo sabías? —dice mi padre.

—Vamos, soldados. Es la hora del rancho —anuncia mi madre.

La cena es un guiso del libro de recetas del PAGL. Está buena, pero solo Dios sabe a qué se parece. Dos veces tiro el vaso en la oscuridad. Me echo la sal por encima. Cada vez que abro la boca, mis padres me ordenan callar. Mi madre pregunta:

—¿Habéis oído algo? ¿Venía de fuera?

Con un susurro, pregunto si recuerdan qué día es mañana. Solo para asegurarme de que se acuerdan, con tanta tensión. No porque espere una tarta con velas y un regalo.

—Mañana. Claro que lo sabemos. Por eso estamos tan nerviosos —dice mi padre.

—Queríamos hablarte de mañana —dice mi madre—. Sabemos que sigues estando muy enfadada con tu hermano, y hemos pensado que te sentaría bien participar con nuestro grupo en el desfile.

Pasemos a la nueva y extraña decepción que se perfila en el horizonte.

Pasemos a mí, desmoronada por la gran compensación de mis padres, por su penitencia de tantos años, mientras mi padre grita:

—No sabemos qué cochinas enfermedades estás trayendo a esta casa, señorito. De modo que más vale que vayas buscando un sitio donde dormir esta noche.

A esto lo llamaban amor duro.

Esta es la misma mesa donde mamá le dijo a Shane:

—Ha llamado el doctor Peterson.

Y a mí me dijo:

—¿Por qué no te vas a tu habitación y lees un rato, jovencita?

Podría haberme ido a la luna y habría oído los gritos igualmente.

Shane y mis padres estaban en el comedor. Yo estaba detrás de la puerta de mi dormitorio. Mi ropa, la mayor parte de mi ropa de ir al colegio, estaba tendida en el patio. Mi padre decía:

—No es faringitis lo que tienes, y nos gustaría saber dónde has estado y qué has hecho.

—Aceptaríamos que se tratara de drogas —dice mi madre.

Shane no dice ni una palabra. Aún tiene la cara brillante y repleta de cicatrices.

—Aceptaríamos que hubieras dejado embarazada a una chica.

Ni una palabra.

—Según el doctor Peterson, solo hay un modo de contraer la enfermedad que tú tienes. Pero yo le dije que no era posible, que nuestro hijo no, que tú no, Shane.

Mi padre dice:

—Hemos llamado al entrenador Ludlow, y nos ha dicho que dejaste el baloncesto hace dos meses.

—Mañana tienes que ir al centro de salud —dice mi madre.

—No te queremos en casa esta noche —dice mi padre.

Nuestro padre.

Estas mismas personas son buenas, amables, compasivas y comprometidas, y buscan su identidad y su realización en la lucha por la igualdad y la dignidad personal, por la igualdad de derechos para su hijo muerto. Estas mismas personas son las que oigo gritar a través de la puerta de mi dormitorio.

—No sabemos qué cochinas enfermedades estás trayendo a esta casa, señorito. De modo que más vale que vayas buscando un sitio donde dormir esta noche.

Recuerdo que me entraron ganas de salir, recoger mi ropa, plancharla, doblarla y guardarla.

Dame un poco de sensación de control.

Flash.

Recuerdo que la puerta principal se abrió y se cerró, sin portazos. Con la luz de mi habitación, lo único que veía era mi reflejo en la ventana. Cuando apagué la luz vi a Shane, quieto al otro lado de la ventana, mirándome. Su cara despedazada y deformada, como un monstruo de película, negra y endurecida por el estallido del aerosol.

Dame terror.

Flash.

Que yo supiera, Shane no fumaba. Pero encendió un cigarrillo y se lo llevó a la boca. Tocó con los nudillos en la ventana.

—Eh, déjame entrar —dijo.

Dame rechazo.

—Eh, hace frío.

Dame ignorancia.

Encendí la luz, para ver solo mi reflejo en la ventana. Luego cerré las cortinas. No volví a ver a Shane nunca más.

Esta noche, con las luces apagadas, con las cortinas echadas y la puerta principal cerrada con llave, con Shane desaparecido, pero con su fantasma aún presente, pregunto.

—¿Qué desfile?

Mi madre dice:

—El desfile del Orgullo Gay.

Mi padre dice:

—Desfilamos con los del PAGL.

Y quieren que vaya con ellos. Quieren que me siente allí, a oscuras, y finja que nos protegemos del mundo exterior. Un extraño lleno de odio nos acecha en la noche. Alguna enfermedad venérea desconocida y mortal. Les gustaría pensar que quien les aterroriza es un homófobo fanático. No tienen la culpa de nada. Les gustaría pensar que tengo algo que compensar.

Yo no tiré el envase de laca. Lo único que hice fue apagar la luz del dormitorio. Los coches de bomberos se acercaban. Vi un resplandor anaranjado a través de las cortinas, y cuando salí de la cama para ver qué pasaba, vi que mi ropa estaba ardiendo. Tendida y seca en la cuerda. Vestidos, faldas, pantalones y blusas; todos en llamas y arrastrados por el viento. Todo lo que amaba se esfumó en cuestión de segundos.

Flash.

Saltemos unos cuantos años hacia delante, cuando ya soy adulta y me voy de casa. Dame un nuevo comienzo.

Pasemos a una noche, cuando alguien llama desde una cabina telefónica y les pregunta a mis padres si son los padres de Shane McFarland. Mis padres dicen que tal vez. El que llama no dice dónde, pero dice que Shane ha muerto.

Otra voz, junto al que habla, dice: «Cuéntales todo lo demás».

Otra voz, junto al que habla, dice: «Diles que la señorita Shane odiaba sus odiosas entrañas y que sus últimas palabras fueron: “Esto aún no ha terminado, no basta con un disparo”». Y alguien se echa a reír.

Pasemos a nosotros tres aquí, solos, cenando.

Mi padre dice:

—Entonces, ¿desfilarás con tu madre y conmigo, cielo?

Mi madre dice:

—Es muy importante para los derechos de los homosexuales.

Dame coraje.

Flash.

Dame tolerancia.

Flash.

Dame sabiduría.

Flash.

Pasemos a la verdad. Y yo digo:

—No.

15

Pasemos a eso de la una de la madrugada en la enorme y silenciosa casa de Evie, cuando Manus deja de gritar y al fin puedo pensar.

Evie está en Cancún, probablemente a la espera de que la policía llame para decirle que su compañera de piso, el monstruo sin mandíbula, ha matado de un tiro a su amante secreto cuando este entró en la casa con un cuchillo de cocina.

Es de suponer que Evie está completamente despierta en este momento. En la habitación de cualquier hotel mexicano, pensando si la diferencia horaria entre su casa, donde me matan a puñaladas, y Cancún, donde se supone que ella está rodando, es de tres o cuatro horas. No puede decirse que Evie haya entrado en la categoría de los grandes cerebros. Nadie rueda en Cancún en plena temporada, y mucho menos con chicas vaqueras de huesos grandes, como Evie Cottrell.

Pero el hecho de que yo haya muerto abre todo un mundo de posibilidades.

Soy un ser invisible, sentado en un sofá de damasco blanco, frente a otro sofá blanco, y en el centro hay una mesa que parece un bloque de malaquita de los de la clase de geología.

Evie se ha acostado con mi prometido, y yo no puedo hacer nada.

En el cine, cuando alguien de repente se vuelve invisible —por la radiación nuclear o por la receta de un científico chiflado—, uno se pregunta: ¿Qué haría yo si fuera invisible. . . ? Por ejemplo, meterse en los vestuarios de los chicos en el gimnasio Gold’s, o mejor aún en el Oakland Raiders’. Cosas así. Investigar. Ir a Tiffany’s y robar diademas de diamantes.

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