Y —añade Gono Rhea, con la boca llena de comida china— cada vez que volvía del hospital con la frente rota y recompuesta, o con la nuez limada hasta que no se notase en absoluto, ¿quién crees que cuidaba de ella durante dos años?
Pasemos a mis padres durmiendo en su cama, separados de mí por desiertos y montañas. Pasemos a ellos y a su teléfono, hace años, cuando un loco, un pervertido asqueroso, los llama para decirles a gritos que su hijo ha muerto. Su hijo que no querían, Shane, había muerto de sida, y ese hombre no dijo dónde ni cuándo; solo se rió a carcajadas y colgó.
Volvamos al interior de la suite 15-G y a Dia Rea agitando delante de mí una fotografía mía y diciendo:
—Así es como quería ser, y así es como es ahora, después de haber vendido diez mil dólares de muñecas Katty Kathy.
Gono Rhea dice:
—Joder, Brandy está mucho mejor que la de la foto.
—Nosotras somos las que queremos de verdad a Brandy Alexander —dice Pio Rhea.
—Pero ella te quiere a ti, porque la necesitas —dice Dia Rhea.
Gono Rhea dice:
—Nunca, jamás, la persona a quien tú quieres y la persona que te quiere son la misma persona. Brandy nos abandonará si piensa que tú la necesitas, pero nosotras también la necesitamos.
La persona a quien yo quiero está encerrada en el maletero de un coche, en la puerta del hotel, con el estómago lleno de Valium, y pienso si aún tendrá ganas de orinar. Mi hermano, a quien odio, ha regresado de entre los muertos. Que Shane hubiese muerto era demasiado bueno para ser verdad.
Primero, la explosión del bote de laca no logró matarlo.
Luego, nuestra familia no pudo olvidarlo.
Y ahora, hasta el virus mortal del sida me ha fallado.
Mi hermano no es más que una puta decepción tras otra.
Se oyen puertas que se abren y se cierran en distintos puntos; otra puerta, luego otra, y allí está Brandy, diciendo:
—Daisy, cariño. —Se adentra en el humo y en la música de chachachá con un increíble traje de viaje de Bill Blass, estilo primera dama, de color verde pistacho, con ribetes blancos, zapatos de tacón verdes y un bolso verde elegantísimo. Lleva en el pelo un estrafalario montón de plumas de loro verdes, a modo de sombrero, y dice—: Daisy, cariño, no apuntes con un arma a la gente que quiero.
Las enormes manos de Brandy, repletas de anillos, sostienen una llamativa bolsa de viaje blanca de American Tourister.
—Que alguien nos eche una mano. Aquí van las hormonas reales. La ropa que necesito está en la otra habitación.
Brandy le dice a Sofonda:
—Señorita Pio Rhea, tengo que marcharme.
A Kitty le dice:
—Señorita Dia Rhea, de momento he hecho todo lo que podemos hacer. Estirarme el cuero cabelludo, subirme las cejas y quitarme el caballete. Hemos limado la nuez, modelado la nariz y la barbilla y recompuesto la frente. . .
No es de extrañar que no reconociese a mi deforme hermano.
A Vivienne, Brandy le dice:
—Señorita Gono Rhea, aún me quedan muchos meses de aprendizaje para la vida real, y no puedo pasarlos encerrada en este hotel.
Pasemos a nosotras en el Fiat Spider, abarrotado de maletas. Imaginemos a un grupo de refugiados de Beverly Hills, desesperados, con diecisiete maletas a juego, cruzando la frontera para empezar una nueva vida en el Medio Oeste, en Oklahoma. Todo muy elegante y de muy buen gusto, una de esas vacaciones épicas, como la huida de la familia Joad en
Las uvas de la ira
, solo que hacia atrás. Dejando un reguero de accesorios desechados, de zapatos, guantes, gargantillas y sombreros para aligerar su carga y poder así cruzar las Rocosas, y esas somos nosotras.
Esto fue después de que llegase la policía, porque el director del hotel llamó diciendo que un psicópata deforme, armado con una escopeta, había amenazado a todo el mundo en la planta quince. Y después de que las hermanas Rhea bajasen todas las maletas de Brandy por la escalera de incendios. Después de que Brandy dijera que tenía que marcharse, que necesitaba pensar en muchas cosas que habían ocurrido antes de su cirugía. Ya sabéis. De la transformación.
Esto es después de que yo siga mirando a Brandy y preguntándome: ¿Shane?
—Ser una chica es un gran compromiso —dice Brandy—. Para siempre.
Tomar hormonas. Durante el resto de su vida. Las pastillas, los parches, las inyecciones, para el resto de su vida. ¿Y si hubiese alguien, una sola persona, que la amase, que pudiese hacerla feliz, tal como era ella, sin hormonas, sin maquillaje, sin esa ropa y esos zapatos, sin cirugía? Al menos tenía que buscar por el mundo. Brandy explica todo eso, y las hermanas Rhea empiezan a llorar y a decir adiós y a meter las maletas en el coche.
La escena es como para romperle el corazón a cualquiera, y yo también me echaría a llorar si no supiese que Brandy es mi hermano muerto y que la persona que él quiere que lo quiera soy yo, su odiosa hermana, que ya ha planeado matarlo. Sí. Me planifico, planifico matar a Brandy Alexander. No tengo nada que perder, y planifico mi gran venganza a la luz de los focos.
Dame violentas fantasías de venganza como mecanismo compensatorio.
Flash.
Dame solo mi primera oportunidad.
Flash.
Brandy, sentada al volante, se vuelve hacia mí, con una telaraña de lágrimas y rímel en los ojos, y dice:
—¿Sabes lo que son las normas Benjamin?
Brandy arranca el coche y mete la marcha. Sube la barrera del aparcamiento y alarga el cuello para ver el tráfico y dice:
—Tengo que tomar hormonas durante un año más antes de mi vaginoplastia. Eso se llama aprendizaje para la vida real.
Brandy se adentra en la calle, y ya casi hemos escapado. Patrullas de policías, con sus elegantes trajes negros, provistos de gases lacrimógenos y armas semiautomáticas, entran en el hotel pasando junto al portero, que sostiene la puerta con sus galones dorados. Las hermanas Rhea corren detrás de nosotras, diciendo adiós con la mano, tirando besos y portándose como damas de honor feas, hasta que tropiezan y caen, en la calle, por culpa de los tacones.
Hay una luna en el cielo. Los edificios de oficinas forman altos cañones a ambos lados de la calle. Manus sigue en el maletero, y nos distanciamos cada vez más de mi persona y de mi detención.
Brandy me pone una mano grande en la pierna y aprieta.
Incendio, secuestro, creo que ya estoy preparada para el asesinato. Puede que todo esto merezca un poco la atención de los demás; no de la buena, de la gloriosa, pero al menos sí de la media nacional.
«Chica monstruo asesina a hermano secreto travestido. »
—Aún me quedan ocho meses para completar mi año de aprendizaje de la vida real —dice Brandy—. ¿Crees que serás capaz de mantenerme ocupada durante los próximos ocho meses?
Llevo media vida escondida en los cuartos de baño de los ricos.
Volvamos a Seattle, a cuando Brandy, Seth y yo estamos en la carretera, robando drogas. Pasemos al día siguiente, a la noche que estuvimos en el Space Needle, donde ahora mismo Brandy está tendida en el suelo del cuarto de baño. Primero le quito la chaqueta y le desabrocho la blusa; estoy sentada en el váter, metiéndole una sobredosis de Valium en la boca azul Plumbago como en la tortura china de la gota. Lo que tiene el Valium, dice Brandy, es que no quita el dolor, pero al menos no te jode tener dolor.
—Enchúfame —dice Brandy, poniendo boca de pez.
Lo malo de Brandy es que tiene tal tolerancia a las drogas que matarla costará una eternidad. Eso, y que es muy grande, todo músculo, y harán falta montones de frascos de lo que sea.
Le meto un Valium. Un Valium pequeño, azul bebé, otro Valium azul polvo, otro azul claro Tiffany’s, como un regalo, y el Valium cae en el interior de Brandy.
El traje que le ayudo a quitarse es de Pierre Cardin, estilo era espacial, blanco puro, con la falda recta impecable y estéril, justo por encima de las rodillas, la chaqueta atemporal y clínica, de corte sencillo y mangas tres cuartos. Debajo lleva una blusa sin mangas. Lleva unas botas de vinilo blancas, de punta cuadrada. Es un traje para complementar con un contador Geiger en lugar de con un bolso.
En el centro comercial, cuando sale del probador andando como si estuviese en una pasarela, no puedo menos que aplaudir. La semana que viene tendrá depresión posparto, cuando vaya a comprarse el mismo traje negro.
Pasemos al desayuno de esta mañana, cuando a Brandy y a Seth se les salía por las orejas el dinero ganado vendiendo droga, y hemos llamado al servicio de habitaciones, y Seth dice que Brandy podría viajar en el tiempo hasta Las Vegas en otro planeta, en la década de 1950, y no desentonar en absoluto. Al planeta Krylon, dice, donde te hacen la liposucción para quitarte la grasa con parásitos sintéticos y te reconstruyen de arriba abajo.
Y Brandy dice:
—¿Qué grasa?
Y Seth dice:
—Me encanta que puedas visitar el futuro lejano en la década de mil novecientos sesenta.
Y pongo más Premarin cuando Seth se sirve café. Más Darvon en el champán de Brandy.
Volvamos a nosotras en el cuarto de baño. A Brandy y a mí.
—Enchúfame —dice Brandy.
Tiene los labios flácidos y dilatados, y le dejo caer otro regalito de Tiffany’s.
El baño en el que estamos escondidas está decorado de un modo muy curioso. El conjunto semeja una gruta submarina. Hasta el teléfono de la princesa es acuático, pero cuando miras por los grandes ojos de buey de bronce, ves Seattle desde la cima de la colina del Capitolio.
El váter en el que estoy sentada, solo sentada, con la tapa cerrada debajo del culo, gracias, es una enorme concha de caracol de cerámica, fijada a la pared. El lavabo es media almeja enorme sujeta a la pared.
Brandylandia, el campo de juegos sexuales hacia las estrellas, dice:
—Enchúfame.
Pasemos a cuando llegamos aquí y el agente de la propiedad inmobiliaria era todo dientes. Uno de esos universitarios cejijuntos que han obtenido una beca de fútbol y se olvidan por completo de obtener un solo crédito en cualquier asignatura.
Como si yo, con mil seiscientos créditos, pudiese hablar.
Y aquí está el agente del club del millón de dólares, que consiguió su trabajo gracias a un ex alumno generoso que solo buscaba un yerno capaz de mantenerse despierto durante seis o siete partidas de petanca los días de fiesta. Pero a lo mejor estoy siendo demasiado sentenciosa.
Brandy estaba preocupadísima por la humedad femenina. Y aquí está ese tío, con un cromosoma Y de más, vestido con un traje de sarga azul cruzado en el pecho, un tío con unas zarpas que hasta las manazas de Brandy parecen pequeñas a su lado.
—Señor Parker —dice Brandy, con la mano escondida en la zarpa del agente inmobiliario; en los ojos de Brandy se adivina la romántica banda sonora de Hank Mancini—, hemos hablado esta mañana.
Estamos en la sala de estar de una vivienda, en la colina del Capitolio. Otra casa de ricos, donde todo es exactamente lo que parece. Las elaboradas rosas Tudor talladas en los techos son de escayola, no de hojalata, ni de fibra de vidrio. Los maltrechos torsos griegos son de mármol, no de yeso revestido. Las cajas de la estantería no son de esmalte que imita a Fabergé. Son de Fabergé, y hay once en total. El encaje que hay debajo de las cajas no es hecho a máquina.
No solo los lomos, sino también la cubierta y la contracubierta de todos los libros de todos los estantes de la biblioteca, están encuadernados en piel, y las páginas está cortadas. No hace falta coger un solo libro para darse cuenta.
El agente, el señor Parker, tiene el culo escurrido. Por delante, en una de las perneras del pantalón, un bulto insinúa que lleva calzoncillos tipo boxer, en lugar de slips.
Brandy asiente y me mira:
—Esta es la señorita Arden Scotia, de los Denver River Logging y Paper Scotia. —Otra víctima del Proyecto de Reencarnación de Brandy Alexander.
La manaza de Parker se traga mi mano por completo, el pez grande al chico.
La almidonada camisa de Parker recuerda a una comida sobre un mantel limpio, tan lisa y protuberante que podrías servir copas en la repisa de su pecho.
—Este —dice Brandy, refiriéndose a Seth— es el hermanastro de la señorita Scotia, Ellis Island.
El pez grande de Parker se come al pez chico de Ellis.
Brandy dice:
—A la señorita Scotia y a mí nos gustaría ver la casa a solas. Ellis está un poco desequilibrado, mental y emocionalmente.
Ellis sonríe.
—Hemos pensado que podría usted vigilarlo —dice Brandy.
—Claro —dice Parker—. No se preocupen.
Ellis sonríe y tira con dos dedos de la manga de la chaqueta de Brandy. Ellis dice:
—No me dejes demasiado tiempo solo. Si no me tomo mis pastillas, me dará uno de mis ataques.
—¿Ataques? —pregunta Parker.
Ellis dice:
—A veces la señorita Alexander se olvida de que estoy esperando, y no me da mi medicación.
—¿Tiene usted ataques? —pregunta Parker.
—Esto es nuevo para mí —dice Brandy, y sonríe—. No tendrás ningún ataque. Te prohíbo que tengas un ataque, Ellis —le dice Brandy a mi hermanastro.
Pasemos a nosotras acampadas en la gruta submarina.
—Enchúfame.
El suelo, bajo la espalda de Brandy, es de baldosas frías, con forma de pez, y dispuestas de tal modo que encajan unas con otras; una cola de pez entre las cabezas de dos peces, como las sardinas enlatadas, así en todo el cuarto de baño.
—Le meto un Valium entre los labios azul Plumbago.
—¿Te he contado alguna vez cómo mi familia me echó de casa? —dice Brandy, después de tragarse la pastilla azul—. Me refiero a mi familia verdadera. A la de nacimiento. ¿Te he contado alguna vez esa historia tan complicada?
Meto la cabeza entre las rodillas y miro hacia abajo, a la reina suprema, que tiene la cabeza entre mis pies.
—Me estuvo doliendo la garganta unos días, y no iba al colegio —dice Brandy—. ¿Señorita Arden? ¿Hola?
La miro. Resulta muy fácil imaginarla muerta.
—Señorita Arden, por favor. ¿Me enchufa?
Le meto otro Valium.
Brandy se lo traga.
—Estuve varios días sin poder tragar. Tenía la garganta en carne viva. Apenas podía hablar. Mis padres, claro está, pensaron que era faringitis.
La cabeza de Brandy está justo casi debajo de la mía. Pero tiene la cara al revés. Mis ojos miran directamente al interior oscuro de la boca Plumbago, mientras la oscura humedad se introduce en sus órganos y en todo lo que se encuentra al otro lado de la escena. Los bastidores de Brandy Alexander. Al revés, podría ser alguien totalmente extraño.