Mi madre bebe un poco de café. Se mira las manos, colocadas alrededor de la taza, y luego me mira a mí.
—Lo que tu padre intenta decir —dice— es que ahora nos damos cuenta de los errores que cometimos con tu hermano. Y queremos que tú no corras riesgos.
Hay una cuarta caja de condones en mi calcetín. Perry Como está cantando «Sucedió una noche de luna». En la caja dice: «Seguros y resistentes incluso en caso de penetración anal prolongada».
—Y está también el granuloma inguinal —le dice mi padre a mi madre—, y la vaginitis bacteriana. —Abre una mano y cuenta los dedos, los vuelve a contar y añade—: Y el
molluscum contagiosum
.
Algunos condones son blancos. Otros son de colores. Los hay estriados, como cuchillos de cortar el pan. Los hay extragrandes. Algunos brillan en la oscuridad. Todo esto resulta halagador, aunque también escalofriante. Mis padres deben de pensar que tengo un éxito rotundo.
Perry Como está cantando «Ven, ven, Emmanuel».
—No queremos alarmarte —dice mi madre—, pero eres joven. No podemos esperar que te quedes en casa todas las noches.
—Y si alguna vez no puedes dormir —dice mi padre—, podría ser que tienes parásitos intestinales.
Mi madre dice:
—No queremos que te pase lo mismo que a tu hermano; eso es todo.
Mi hermano está muerto, pero sigue teniendo un calcetín lleno de regalos, y podéis estar seguros de que no son condones. Está muerto, pero seguro que en este momento se está partiendo de risa.
—Lo que pasa con las lombrices intestinales —dice mi padre— es que las hembras descienden por el colon hasta la zona del perineo para poner allí sus huevos durante la noche. Si sospechas que puedes tener lombrices, lo mejor es sellarse el recto con cinta adhesiva y luego mirarla con una lupa. Las lombrices miden unos ocho milímetros.
Mi madre dice:
—Cállate, Bob.
Mi padre se inclina hacia mí y dice:
—El diez por ciento de los hombres de este país pueden contagiarte este tipo de parásitos. Tenlo en cuenta.
Casi todo lo que hay en mi calcetín son condones. En cajas, en pequeñas fundas de pan de oro, en tiras largas de cien con perforaciones, para poder separarlos. Los otros regalos son un silbato antivioladores y un aerosol de defensa personal, en tamaño de bolsillo. Podría parecer que estoy preparada para lo peor, pero no me atrevo a preguntar si hay más. Podría haber un vibrador para que me quede soltera y en casa todas las noches. Podría haber protectores dentales, en caso de cunnilingus. Plástico de envolver. Guantes de goma.
Perry Como está cantando «Locos por la Navidad».
Miro el calcetín de Shane, repleto de regalos, y pregunto:
—¿Habéis comprado regalos para Shane?
Si son condones, llegan demasiado tarde.
Mi madre y mi padre intercambian una mirada. Mi padre le dice a mi madre:
—Díselo tú.
—Esos son los regalos que te hace tu hermano. Míralos.
Me siento desconcertada a más no poder.
Dame claridad. Dame razones. Dame respuestas.
Flash.
Me incorporo para descolgar el calcetín de Shane de la chimenea; está lleno de papel de seda arrugado.
—Sigue buscando —dice mi padre.
Junto al papel de seda hay un sobre cerrado.
—Ábrelo —dice mi madre.
Dentro del sobre hay una tarjetita que dice «Gracias».
—En realidad, es un regalo para nuestros dos hijos —dice mi padre.
No doy crédito a lo que estoy leyendo.
—En lugar de comprarte un buen regalo —dice mi madre—, hemos hecho un donativo en tu nombre a la Fundación Mundial para la Investigación sobre el Sida.
Dentro del calcetín hay otra tarjeta; la saco.
—Ese es el regalo que te hace Shane —dice mi padre.
Esto ya es demasiado.
Perry Como está cantando «He visto a mamá besando a Santa Claus».
Digo:
—Mi querido hermano es muy considerado. No debería haberse molestado. De verdad que no debería haberse tomado tantas molestias. Debería dejar de negar la realidad y aceptar que está muerto. A lo mejor reencarnarse. Eso de pretender que aún está vivo no puede ser sano.
Echo pestes por dentro. Lo que de verdad esperaba este año era un bolso de Prada. No fue culpa mía que a Shane le explotase un aerosol en la cara. Bum, y que entrase en casa tambaleándose, con la frente negra y azul. Durante el largo viaje hasta el hospital, con un ojo completamente cerrado y la cara cada vez más hinchada, con todas las venas rotas y sangrando por debajo de la piel, Shane no dijo ni una palabra.
No fue culpa mía que los asistentes sociales del hospital echasen un vistazo a la cara de Shane y se plantasen delante de mi padre. Con la sospecha de malos tratos. De negligencia criminal. De intervención familiar. Nada de eso fue culpa mía. Las declaraciones de la policía. Un asistente social estuvo entrevistando a nuestros vecinos, a los compañeros del colegio, a los profesores, hasta que todo el mundo empezó a tratarme como, «Pobrecita, qué valiente».
Esta mañana de Navidad, con todos estos regalos, necesito un pene para disfrutar. Nadie se entera de nada.
Cuando al fin concluyeron las investigaciones de la policía, sin que fuera posible demostrar nada, nuestra familia ya estaba destrozada. Y todo el mundo sigue pensando que fui yo quien tiró el aerosol. Y como fui yo la que lo empezó todo, todo fue culpa mía. La explosión. La policía. La huida de Shane. Su muerte.
Y no fue culpa mía.
—La verdad —digo—, si Shane quería hacerme un regalo, habría regresado de entre los muertos y me habría comprado toda la ropa que me debe. Eso me habría hecho pasar unas Navidades felices. Y habría podido darle las gracias.
Silencio.
Mientras pesco el segundo sobre, mi madre dice:
—Te hemos «registrado» oficialmente.
—En nombre de tu hermano —dice mi padre—, te hemos hecho miembro del PAGL.
—¿Cómo? —pregunto.
—Padres y Amigos de Gays y Lesbianas —dice mi madre.
Perry Como está cantando «Nada como estar en casa en Navidad».
Silencio.
Mi madre se levanta de la silla y dice:
—Voy corriendo por los plátanos. Para quedarnos tranquilos, tu padre y yo queremos ver que pruebas nuestros regalos.
Pasemos a esa noche en casa de Evie, cuando Seth Thomas intenta matarme.
Ahora que no tengo mandíbula, mi garganta termina en una especie de agujero, con la lengua colgando. Alrededor del agujero, el tejido es pura cicatriz: bultos de color rojo oscuro y brillantes, como cuando te comes la tarta de cereza en un concurso de comer tartas. Si dejo colgar la lengua, se me ve el paladar, rosado y liso como el interior del caparazón de un cangrejo, y del paladar cuelgan las vértebras blancas en forma de herradura de los dientes que me quedan arriba. Hay momentos para llevar velo y momentos para no llevarlo. Aparte de eso, me quedo de piedra cuando veo a Seth Thomas irrumpiendo en la enorme casa de Evie a medianoche.
Lo que ve Seth al bajar por la gran escalera de caracol que hay en el vestíbulo es a mí con una bata de Evie, de seda y encaje, de color rosa-melocotón. La bata de Evie es el número Zsa Zsa retro color rosa-melocotón que me oculta como un celofán oculta un pavo congelado. En los puños y en la pechera de la bata hay una neblina como de ozono rosa-melocotón de plumas de avestruz a juego con las chinelas de tacón que llevo puestas.
Seth está congelado al pie de la escalera de Evie y lleva en la mano el mejor cuchillo de cocina de Evie, de quince centímetros. Lleva en la cabeza unas medias de Evie con compresa de control. La compresa de algodón cruza la cara de Seth. Las piernas de las medias cuelgan como las orejas de un cocker spaniel sobre el pecho de su ropa militar de faena.
Y yo soy una visión. Bajando peldaño a peldaño hacia la punta del cuchillo, con el lento paso-pausa-paso de una corista en un espectáculo de Las Vegas.
Soy así de magnífica. Mobiliario sexual.
Seth está de pie, mirando hacia arriba, pasando miedo por primera vez en su vida, porque llevo en la mano la escopeta de Evie. La culata está apoyada en mi hombro y sostengo el cañón con las dos manos, apuntando. El punto de mira está justo en el centro de la compresa de Evie Cottrell.
Estamos solos, Seth y yo, en el vestíbulo de Evie, con sus ventanas de cristal biselado rotas junto a la puerta principal y una araña de cristal austríaco que centellea como un traje cubierto de joyas y excesivo para andar por casa. El único detalle adicional es un escritorio de estilo francés provenzal, blanco y dorado.
Sobre el pequeño escritorio francés hay un teléfono
très oh-la-la
, con el auricular grande como un saxofón dorado y apoyado en un soporte dorado sobre una caja de marfil. En el centro de la esfera hay un camafeo. Seguro que a Evie le parece muy chic.
Seth dice, blandiendo el cuchillo:
—No voy a hacerte daño.
Yo sigo bajando las escaleras paso-pausa-paso.
Seth dice:
—Vamos a intentar que no muera nadie.
Y todo me resulta
déjà vu
.
Exactamente así es como Manus Kelley me preguntaría si había alcanzado el orgasmo. No por las palabras, sino por el tono de voz.
A través de la compresa de Evie, Seth dice:
—Solo quería acostarme con Evie.
Completamente
déjà vu
.
«Vamos a navegar. » Exactamente la misma voz.
Seth deja caer el cuchillo y la punta se clava como una estaca justo al lado de sus botas de combate, en el parquet del vestíbulo de Evie.
Seth dice:
—Evie miente si dice que fui yo quien te disparó.
En el escritorio, junto al teléfono, hay un taco de papel de notas y un lápiz, para anotar los recados.
Seth dice:
—En cuanto supe que estabas en el hospital, me di cuenta de que todo había sido obra de Evie.
Balanceando la escopeta con una mano, escribo en el papel de notas:
quítate las medias.
—No puedes matarme —dice Seth, tirando de la cintura de las medias—. Yo soy la razón por la que Evie te disparó.
Recorro paso-pausa-paso los últimos cinco metros hasta Seth y engancho la punta del cañón de la escopeta en la cinturilla de las medias para arrancárselas a Seth de la cara cuadrada. A Seth Thomas, el que sería Alfa Romeo en Vancouver, en la Columbia Británica. A Alfa Romeo, que antes fue Nash Rambler y antes Bergdorf Goodman, y antes Neiman Marcus, y antes Saks Fifth Avenue, y antes Christian Dior.
A Seth Thomas, que mucho antes se llamaba Manus Kelley y era mi prometido cuando rodamos el publirreportaje. No podía contaros esto antes, porque quería que sintierais cuán revelador resultó este descubrimiento. En mi corazón. Mi prometido quería matarme. Aunque sea un capullo de mucho cuidado, yo lo amaba. Sigo amando a Seth. Un cuchillo, era como un cuchillo, y descubrí que, a pesar de todo lo ocurrido, yo seguía teniendo un potencial infinito para que me hicieran daño.
Fue esa noche cuando enfilamos la carretera juntos y Manus Kelley se convirtió en Seth Thomas. Entre un lugar y otro, en Santa Bárbara y San Francisco, en Los Ángeles y Reno, en Boise y en Salt Lake City, Manus fue otros hombres. Entre aquella noche y esta noche, ahora que estoy en la cama y sigo enamorada de él, Seth ha sido Lance Corporal y Chase Manhattan. Ha sido Dow Corning y Herald Tribune y Morris Code.
Todo por cortesía del Proyecto de Reencarnación de Brandy Alexander, como ella lo llama.
Distintos nombres, pero todos aquellos hombres empezaron siendo Manusquierematarme.
Distintos hombres, pero siempre ese atractivo tan especial del policía antivicio. Los mismos ojazos azules. No dispares. Vamos a navegar. La misma voz. Distintos cortes de pelo, pero siempre la misma mata de pelo de perro sexy.
Seth Thomas es Manus. Manus me la pegó con Evie, pero yo sigo amándolo tanto que le echaré en la comida todos los estrógenos que encuentre. Tanto que haré cualquier cosa para destruirlo.
¿Pensáis que ahora soy más lista por tener. . . qué? Mil seiscientos créditos universitarios. Debería ser más lista. Podría ser médico.
Lo siento, mamá. Lo siento, Dios.
Pasemos a cuando yo me siento completamente imbécil, intentando ponerme en la oreja uno de los teléfonos de Evie, como saxofones dorados. Brandy Alexander, la inoportuna reina, no figura en la guía telefónica. Lo único que sé de ella es que vive en el hotel Congress, en una suite, con tres compañeras de habitación.
Kitty Litter.
Sofonda Peters.
Y la vivaz Vivienne VaVane.
Alias las hermanas Rhea, tres travestis que adoran a la reina deluxe, pero que se matarían las unas a las otras por más espacio en el armario. La reina Brandy me lo ha contado.
Debería llamar a Brandy, pero llamo a mis padres. Lo que ha pasado es que he encerrado a mi prometido asesino en el armario, y cuando lo abro para meterlo allí veo más de mis preciosas ropas, pero todas agrandadas por lo menos tres tallas. Esa ropa era hasta el último centavo que había ganado. El caso es que tengo que llamar a alguien.
Por muchas razones, de ninguna manera puedo volver a la cama. Por eso llamo por teléfono, y la llamada cruza montañas y desiertos, hasta que mi padre responde, y, con mi mejor voz de ventrílocuo, evitando las consonantes para las cuales es imprescindible tener mandíbula digo:
—
Gflerb sorlfd qortk, erd sairk. Srd. Erd. ¿Korts derk sairk? ¡Kirdo
!
El teléfono ya no es mi amigo.
Y mi padre dice:
—Por favor, no cuelgue. Espere, que llamo a mi mujer.
Alejado del teléfono, le oigo decir:
—Leslie, despierta. Al final estamos recibiendo amenazas telefónicas.
Y oigo a lo lejos la voz de mi madre, diciendo:
—No hables con ellos. Diles que queríamos y respetábamos a nuestro hijo muerto, que era homosexual.
Aquí es medianoche. Seguramente estaban durmiendo.
—
Lot. Ordilij
—digo—.
Serta ish ka alt. ¡Serta ish ka alt
!
—Venga —dice mi padre, mientras su voz se aleja—. Leslie, dales lo que pidan.
El teléfono dorado, como un saxofón, es pesado y teatral, una pieza de atrezo, como si esta llamada necesitase aún más dramatismo. Seth grita desde el interior del armario:
—Por favor. No llames a la policía hasta que hables con Evie.