Manus se encorvaba sobre su copa y decía:
—Estos tíos están hechos polvo.
Y yo hacía como que no pasaba nada.
Y me decía a mí misma que todo iba bien. Que en cualquier relación había momentos difíciles.
Pasemos a Calgary, en Alberta, cuando Brandy se comió los supositorios de Nebalino envueltos en papel dorado, creyendo que eran Almond Roca. Se pasó tanto que convirtió a Harper Collins en Addison Wesley. Durante casi todo el tiempo que pasamos en Calgary, Brandy llevó una chaqueta de esquiar blanca con el cuello de piel sintética y un pantalón blanco de Donna Karan. Tenía un aspecto divertido, alegre, y nos sentíamos muy populares y de buen humor.
Las noches exigían una túnica hasta los pies, a rayas negras y blancas, que Brandy nunca se abotonaba hasta arriba, con unas mallas de lana negra debajo. Addison Wesley se convirtió en Nash Rambler, y alquilamos otro Cadillac.
Pasemos a Edmonton, en Alberta, cuando Nash Rambler se convirtió en Alfa Romeo. Brandy llevaba una cortísima enagua de crinolina, como un tutú, sobre unas mallas negras muy ajustadas y metidas en unas botas camperas. Llevaba además un corpiño de cuero, con marcas de ganado local grabadas a fuego.
En el agradable bar de un hotel de Edmonton, Brandy dice:
—No me gusta nada ver la línea de unión en la copa de Martini. Se nota por completo el molde. Es cristal barato.
Todos los tíos a su alrededor. Como focos. Recuerdo bien esa clase de atención. Durante todo el tiempo que pasamos en ese país, Brandy no tuvo que pagar una sola copa.
Pasemos a cuando Manus pierde su empleo como agente independiente de la brigada antivicio adjunto a la división de detectives de la policía Metropolitana. En mi opinión, nunca lo superó.
Se estaba quedando sin dinero. No es que al principio tuviese un montón de pasta en el banco. Y luego los pájaros se me comieron la cara.
Lo que no sabía es que Evie Cottrell vivía sola en su enorme y solitaria mansión, con el dinero de sus tierras y su petróleo en Texas, y decía que tenía que hacer un trabajo. Y que Manus seguía teniendo la imperiosa necesidad de demostrar que aún era capaz de mear en cualquier árbol. Un poder como el del espejito-espejito. Lo demás ya lo sabéis.
Pasemos a nuestro viaje, después de salir del hospital, después de conocer a las hermanas Rhea, cuando sigo echando en secreto hormonas y Progevera y Climen y Premarin en todo lo que Manus bebe y come. Whisky con estradiol. Vodka con etinilestradiol. Era tan fácil que daba miedo. Se pasaba el día mirando a Brandy con ojos como platos.
Todos huíamos de algo. De la vaginoplastia. De la edad. Del futuro.
Pasemos a Los Ángeles.
Pasemos a Spokane.
Pasemos a Boise y a San Diego y a Phoenix.
Pasemos a Vancouver, en la Columbia Británica, donde éramos emigrantes italianos que hablábamos inglés como segunda lengua, hasta que nos quedamos sin lengua materna.
—Tienes pechos de muchacha —le dice Alfa Romeo a la agente inmobiliaria, no recuerdo en qué casa.
Desde Vancouver volvemos a Estados Unidos siendo Brandy, Seth y Bubba-Joan, gracias a la profesionalísima boca de la princesa Princesa. Durante todo el camino hasta Seattle, Brandy nos lee cómo una niña judía con una misteriosa enfermedad muscular se convierte en Rona Barrett.
Visitamos grandes mansiones, robamos drogas, alquilamos coches, compramos ropa y devolvemos ropa.
—Cuéntanos una terrible historia personal —dice Brandy de camino a Seattle. Brandy siempre era mi jefe. Y eso que estaba muy cerca de la muerte.
Ábrete en canal.
Cuéntame la historia de mi vida antes de que muera.
Vuelve a cerrarte.
Volvamos a una sesión de fotos en el matadero, entre un montón de cerdos abiertos y destripados, colgados de un riel con una cadena. Evie y yo llevamos vestidos de fiesta de acero inoxidable, de Bibo Kelley, mientras el riel se mueve a nuestras espaldas al ritmo de cien cerdos por hora, y Evie dice:
—¿Qué pasó después del accidente de tu hermano?
El fotógrafo comprueba el fotómetro y dice:
—Nada. No hay manera.
El director artístico dice:
—Chicas, tenéis demasiado brillo de los animales muertos.
Los cerdos van pasando, grandes como un árbol hueco, todos rojos y brillantes por dentro, cubiertos con esa piel tan bonita por fuera, después de que alguien les haya afeitado con un soplete. En comparación con ellos me siento llena de pelos, y echo la cuenta de cuándo me depilé por última vez.
Y Evie dice:
—¿Tu hermano?
Yo voy como contando: viernes, jueves, miércoles, martes. . .
—¿Cómo pasó de estar mutilado a estar muerto? —dice Evie.
Los cerdos pasan tan deprisa que el director artístico no tiene tiempo de empolvarlos para quitarles el brillo. Es sorprendente que tengan la piel tan bonita. A lo mejor es que ahora los ganaderos les ponen protector solar. Creo que hace un mes que no estoy tan suave como ellos. Igual que en algunos centros de estética usan ahora el láser, incluso con el gel refrescante, también podrían usar un soplete.
—Chica del espacio —me dice Evie—. Llama a casa.
Hace demasiado frío en el matadero para llevar un vestido de acero inoxidable. Un montón de hombres con batas blancas y botas planas rocían los cuerpos vacíos de los cerdos con vapor extracaliente, y me entran ganas de cambiarles el trabajo. Incluso me entran ganas de cambiárselo a los cerdos. Le digo a Evie:
—La policía no se tragó la historia del aerosol. Estaban convencidos de que mi padre le había destrozado la cara a Shane. O de que mi madre había puesto el bote de laca en la basura. Lo llamaron «negligencia».
El fotógrafo dice:
—¿Qué tal si volvemos a colocarnos y probamos a iluminar a los cerdos desde atrás?
—Producirá un efecto demasiado estroboscópico —dice el director artístico.
—¿Por qué pensaba eso la policía? —dice Evie.
—Ni idea. Alguien estuvo haciendo llamadas anónimas —digo.
El fotógrafo dice:
—¿Podemos detener la cadena?
El director artístico dice:
—No, a menos que consigamos que la gente deje de comer carne.
Llevamos horas sin descansar, y Evie dice:
—¿Alguien mintió a la policía?
Los empleados del matadero nos están observando; algunos son muy monos. Se ríen y pasan rápidamente las manos arriba y abajo por las brillantes y negras mangueras de vapor. Nos enseñan la lengua. Coquetean.
—Luego Shane desapareció —le digo a Evie—. Así de simple. Hace un par de años, alguien llamó por teléfono a mis padres para decir que Shane había muerto.
Nos apartamos todo lo posible de los cerdos, todavía calientes. El suelo parece lleno de grasa, y Evie empieza a contarme una idea que tiene para hacer un
remake
de
Cenicienta
, solo que en lugar de que los pajaritos y los animales le hagan un vestido, lo que le hacen es la cirugía estética. Los azulejos le estiran la piel de la cara. Las ardillas le proporcionan implantes. Las serpientes le hacen la liposucción. Además, Cenicienta empieza siendo un chico solitario.
—Aunque le hacían todo el caso del mundo —le digo a Evie—, yo creo que fue mi hermano quien tiró el bote de laca al fuego.
Pasemos a un momento cualquiera, cuando Brandy y yo vamos de compras por la calle principal de una ciudad de Idaho, donde hay una sucursal de Sears, una cafetería, una vieja panadería y una agencia de la propiedad inmobiliaria donde nuestro señor White Westinghouse ha entrado para dar un poco la lata. Entramos en una tienda de ropa de segunda mano. Está al lado de la panadería, y Brandy dice que su padre hacía un truco con los cerdos antes de llevarlos al mercado. Dice que los alimentaba con las tartas caducadas que compraba en panaderías como esa. La luz del sol llega a través del aire limpio. Los osos y las montañas están a un paso.
Brandy me mira por encima de un perchero lleno de ropa de segunda mano.
—¿Has oído hablar de ese tipo de chanchullo? ¿Del de los cerdos?
Dice que su padre vendía patatas podridas. Se abre un saco de arpillera y se mete un tubo dentro. Se colocan alrededor del tubo un montón de patatas grandes, de la cosecha de ese año. Dentro del tubo se meten las patatas blandas y podridas del año anterior, para que la gente no las vea a través de la bolsa. Se saca el tubo y se cierra bien la bolsa para que no se mueva lo que hay dentro. Luego se venden las patatas en la carretera, con ayuda de los hijos, y aunque las vendas muy baratas, ganas dinero.
Ese día, en Idaho, teníamos un Ford. Era marrón, por dentro y por fuera.
Brandy separa las perchas, para ver todos los vestidos, y dice:
—¿Has oído alguna vez una historia más turbia?
Pasemos a Brandy y a mí en la tienda de segunda mano de la misma calle, detrás de una cortina, apiñadas en un probador del tamaño de una cabina telefónica. Brandy necesita que la ayude a meterse en un vestido de baile, un vestido como los de Grace Kelly, que lleva por todas partes escrito el nombre de Charles James.
Los vestidos de baile son increíbles, dice Brandy. Esos trajes de noche, con sus aros y sus corpiños sin tirantes, sus cuellos altos en forma de herradura y sus enormes hombreras, sus cinturas de avispa, sus volantes y sus miriñaques, nunca duran mucho tiempo. La tensión, el tira y afloja del satén y el crep intentando controlar el alambre y la armazón interior, la lucha de la tela y el metal, termina por dejarlos hechos jirones. La tela va envejeciendo por fuera, por donde se ve, y se va rompiendo por dentro.
La princesa Princesa dice:
—Necesito por lo menos tres Darvon para meterme en este vestido.
Abre la mano, y yo se los doy.
Brandy dice que su padre engordaba la carne de ternera con hielo picado para empaparla bien de agua antes de venderla. La engordaba con lo que se llama carne de toro, para cargarla de cereales.
—No era mala persona —dice—. Pero seguía las normas de una manera demasiado estricta.
No las reglas de ser bueno y honrado, sino las de proteger a la familia de la pobreza. Y de la enfermedad.
Algunas noches, dice Brandy, su padre entraba en su habitación mientras ella dormía.
No quiero oír esto. El Progevera y el Darvon producen en Brandy una especie de bulimia emocional, y es incapaz de guardar ningún secreto, ni siquiera los más desagradables. Me aliso los velos por encima de las orejas. «Gracias por no compartir. »
—Mi padre se sentaba en mi cama algunas noches —dice— y me despertaba.
Nuestro padre.
El traje de baile resucita gloriosamente en los hombros de Brandy, cobra vida de nuevo, imposible de llevar en ninguna parte durante los últimos cincuenta años, como de cuento de hadas. Una cremallera del grosor de mi columna vertebral sube justo por debajo del brazo de Brandy. Los paneles del corpiño pellizcan a Brandy en la cintura y la hacen explotar en los pechos, en los brazos desnudos y en el cuello largo. La falda está formada por varias capas de seda y tul amarillo pálido. Lleva tantos bordados dorados y tantas perlas que sería un exceso ponerse cualquier joya.
—Es como un palacio, este vestido —dice Brandy—, pero hace daño, a pesar de las drogas.
Las puntas rotas del alambre asoman en el borde del escote, en la cintura. Las esquinas de las placas de ballena del corsé cortan y pinchan. La seda está caliente, el tul áspero. Solo con que Brandy respire, el aluminio y el celuloide chocan por dentro, ocultos; el mero hecho de que Brandy esté viva los hace morder y roer la tela y la piel.
Pasemos a esa noche. El padre de Brandy siempre decía: «Date prisa. Vístete. Despierta a tu hermana».
A mí.
«Poneos los abrigos y meteos en la camioneta», decía.
Y nosotros obedecíamos, mucho después de que en las emisoras de televisión se hubiese cantado el himno nacional y hubiese terminado. No había nadie en la carretera más que nosotros; nuestros padres en la cabina y nosotras en la parte de atrás. Brandy y su hermana, acurrucadas de costado en el suelo ondulado de la camioneta, entre el crujido de las hojas y el zumbido del motor. Rebotando con la cabeza en el suelo cada vez que pillábamos un bache. Con las manos apretadas contra la cara para no respirar el polvo y el estiércol seco que volaban a nuestro alrededor. Con los ojos bien cerrados, por la misma razón. No sabíamos adónde íbamos, pero intentábamos imaginarlo. Un giro a la derecha, otro a la izquierda, luego un largo tramo recto, a gran velocidad, luego otro giro a la derecha que nos hacía rodar sobre el costado izquierdo. No sabíamos cuánto duraría el viaje. No podíamos dormir.
Con el vestido hecho jirones, y quedándose muy quieta, Brandy dice:
—La verdad es que he hecho lo que he querido desde que tenía dieciséis años.
Cada vez que respira, incluso con esas mínimas aspiraciones producidas por la sobredosis de Darvon, Brandy guiña los ojos. Y dice:
—Cuando tenía quince años ocurrió un accidente. En el hospital, la policía acusó a mi padre de malos tratos. La cosa se complicó bastante. Yo no podía decirles nada, porque no había nada que decir.
Inspira y guiña los ojos:
—Los interrogatorios, el asesoramiento, la terapia, todo se eternizó.
La camioneta aminoró la marcha y se desvió hacia el borde de la carretera, hacia la gravilla o los baches, y el vehículo rebotó y traqueteó un poco más antes de pararse.
Así de pobres éramos.
Todavía tumbada en el suelo de la camioneta, te quitabas las manos de la cara. Nos habíamos detenido. El polvo y el estiércol se asentaban. El padre de Brandy abría la puerta trasera, y te encontrabas en una carretera sucia que discurría junto a un lúgubre muro de vagones rotos, caídos aquí y allá, descarrilados. Se hacían saltar las cerraduras de los vagones. Se volcaban las vagonetas abiertas y cargadas de troncos o de tablones. Los vagones cisterna goteaban. Los depósitos llenos de carbón o astillas de madera se volcaban y apilaban en montones negros o dorados. El intenso olor a amoníaco. El agradable olor a cedro. El sol empezaba a asomar en el horizonte, y nos rodeaba una luz salida de detrás del mundo.
Había leña para cargar la camioneta. Cajas de caramelos de azúcar y mantequilla. Cajas de papel de escribir y de papel higiénico, baterías, pasta de dientes, melocotón en almíbar, libros. Había por todas partes diamantes rotos de cristal blindado, alrededor de los vagones cargados de coches, con la marca de los coches nuevos grabada en los costados, y los coches destrozados, con sus neumáticos limpios y negros vueltos hacia arriba.