Brandy se levanta el vestido a la altura del escote y mira por debajo el parche de Estraderm que lleva en un pecho. Retira el adhesivo de otro parche y se lo pega en el otro pecho; luego vuelve a tomar aire como si le clavaran un puñal y hace un gesto de dolor.
—El embrollo terminó al cabo de dos o tres meses; todo el lío de la investigación por malos tratos —dice Brandy—. Un día, después de un entrenamiento de baloncesto, salgo del gimnasio y me encuentro con un hombre. Dice que es policía, y que quiere hacerme unas preguntas confidenciales.
Brandy toma aire y hace un gesto de dolor. Vuelve a levantarse el escote del vestido y se saca un disco de metadona de entre los pechos, muerde la mitad y vuelve a guardarse el resto.
Hace mucho calor en el probador con nosotras dos dentro y ese vestido que es como un enorme proyecto de ingeniería civil.
Brandy dice:
—Darvon. Rápido, por favor. —Y chasquea los dedos.
Saco otra cápsula roja y rosa, y se la traga a palo seco.
—El tío me dice que suba a su coche, para hablar, solo para hablar, y me pregunta si me gustaría decir algo que a lo mejor no me atreví a contarles a los policías encargados de la protección de los menores.
El vestido se está rasgando, la seda revienta por las costuras, el tul estalla, y Brandy dice:
—Y yo le digo al detective que no. Y él dice que vale. Dice que le gustan los chicos que saben guardar un secreto.
Cuando hay un descarrilamiento de trenes puedes coger dos mil lápices a la vez. Bombillas intactas y sin fundir. Montones de llaves ciegas. En la camioneta no cabían tantas cosas, y para entonces ya habían llegado otros camiones, con gente que cargaba el grano a paladas en los asientos traseros y gente que miraba los montones que habíamos formado con lo que más falta nos hacía: diez mil cordones para los zapatos o mil tarros de sal de apio. No necesitábamos las quinientas correas del ventilador del mismo tamaño, pero podíamos venderlas, igual que las baterías. No podíamos gastar la mantequilla antes de que se pusiese rancia, ni consumir los trescientos envases de laca para el pelo.
—El policía —dice Brandy, mientras todos los alambres asoman por la ceñida seda amarilla —me pone la mano en la pierna, sobre mis pantalones cortos, y me dice que no es necesario volver a abrir el caso. Que no debemos causarle más problemas a mi familia. Dice que la policía quería detener a mi padre, como sospechoso. Pero que él puede impedirlo. Dice que todo depende de mí.
Brandy inspira y el vestido se rasga, espira y se va quedando cada vez más desnuda en más sitios.
—Lo único que sabía es que tenía quince años —dice Brandy—. No sabía nada.
La piel desnuda aparece a través de cientos de agujeros.
Cuando estábamos junto al tren descarrilado, mi padre decía que los de seguridad podían llegar en cualquier momento.
Lo que yo entendía era: seríamos ricos. Estaríamos seguros. Pero lo que en realidad quería decir era que teníamos que darnos prisa, de lo contrario nos sorprenderían y nos quedaríamos sin nada.
Me acuerdo perfectamente.
—El policía —dice Brandy— era joven; tendría veintiuno o veintidós años. No era un viejo verde. No era desagradable; pero aquello no era amor.
Con el vestido cada vez más rasgado, el esqueleto se rompe en distintas zonas.
—Sobre todo me produjo mucha confusión durante mucho tiempo.
Así es como crecí, con los descarrilamientos de tren. El único postre que tomaba entre los seis y los nueve años era budín de caramelo con mantequilla y azúcar. Y ahora odio los caramelos de mantequilla y azúcar. Incluso el color. Sobre todo el color. Y el sabor. Y el olor.
Conocí a Manus cuando tenía dieciocho años; un tío de lo más atractivo entró por la puerta en casa de mis padres y preguntó si habíamos vuelto a saber algo de mi hermano desde su desaparición.
Era un poco mayor, pero aún no se le había pasado el arroz. Veinticinco, como máximo. Me dio una tarjeta que decía: Manus Kelley. Brigada independiente especial antivicio. Aparte de eso, en lo único que me fijé fue en que no llevaba anillo de casado.
—Te pareces muchísimo a tu hermano —dijo.
Tenía una sonrisa divina. Y añadió:
—¿Cómo te llamas?
—Antes de volver al coche —dice Brandy—. Tengo que decirte algo sobre tu amigo. El señor White Westinghouse.
Antes Chase Manhattan, antes Nash Rambler, antes Denver Omelet, antes agente de la brigada independiente especial antivicio. Manus tiene treinta años. Brandy veinticuatro. Cuando Brandy tenía dieciséis, yo tenía quince. Puede que Manus ya fuese parte de nuestras vidas cuando Brandy tenía dieciséis.
No quiero escuchar esto.
El vestido más hermoso, antiguo y perfecto ha desaparecido. La seda y el tul se han deslizado, caído y amontonado en el suelo del probador, y el armazón de alambre y hueso está roto y ha saltado por todas partes, dejando tan solo unas marcas rojas en la piel de Brandy, y a Brandy de pie, muy cerca de mí, solo con la ropa interior.
—Tiene gracia —dice Brandy—. No es la primera vez que destrozo un vestido precioso que no es mío. —Y me hace un guiño con uno de sus ojos de color Sueños Berenjena. Siento el calor de su respiración y de su piel; está muy cerca.
—La noche que me fui de casa —dice Brandy—, quemé casi toda la ropa de mi familia, que estaba colgada en el tendedero.
Brandy tal vez sabe quién soy, o tal vez no. Me está abriendo su corazón, o me está tomando el pelo. Si lo sabe, podría estar mintiendo en lo tocante a Manus. Si no lo sabe, resulta que el hombre al que amo es un asqueroso y pervertido depredador sexual.
O Manus o Brandy me están mintiendo, a mí, que soy aquí el paradigma de la virtud y la verdad. No sé a quién de los dos odiar, si a Manus o a Brandy.
Yo con Manus o yo con Brandy. No era horrible, pero no era amor.
Tenía que haber un modo mejor de matar a Brandy. De liberarme. Un cierre rápido y definitivo. Una especie de fuego cruzado del que pudiera alejarme. Ahora, Evie me odia. Brandy tiene la cara que yo tenía antes. Manus sigue estando tan enamorado de Brandy que la seguiría a cualquier parte, aunque no sepa por qué. Lo único que tengo que hacer es poner a Brandy en el punto de mira de Evie.
Conversación de cuarto de baño.
La chaqueta de Brandy, ajustada en la cintura y con mangas tres cuartos, sigue doblada sobre la repisa aguamarina, junto al gran lavabo en forma de concha. Cojo la chaqueta, y mi recuerdo del futuro se deshace. Es una postal de cielos limpios y blancos, de 1962, del día de la inauguración del Space Needle. Si miras por los ojos de buey puedes ver lo que ha sido del futuro. Invadido por godos con sandalias y lentejas a remojo en las casas, el futuro que yo quería se ha esfumado. El futuro que me habían prometido. Todo cuanto esperaba. El modo en que supuestamente iban a ser las cosas. La felicidad, la paz, el amor y la comodidad.
«¿Cuándo dejó el futuro de ser una promesa para convertirse en una amenaza?», había escrito Ellis en el dorso de una postal.
Guardé la postal entre los folletos de vaginoplastia y labioplastia metidos entre las páginas del libro de Miss Rona. En la cubierta hay una foto tomada por satélite del huracán Blonde arrasando la Costa Oeste de su rostro. La rubia está cubierta de perlas, y aquí y allá brilla algo que podrían ser diamantes.
Parece muy contenta. Meto el libro en el bolsillo interior de la chaqueta de Brandy. Recojo los cosméticos y los fármacos desperdigados por las repisas y los aparto. El sol entra por los ojos de buey, muy bajo, y la oficina de correos no tardará en cerrar. Aún tengo que recoger el dinero del seguro de Evie. Como mínimo medio millón de dólares, supongo. No sé qué se puede hacer con tanto dinero, pero estoy segura de que algo se me ocurrirá.
Brandy ha caído en un estado de máxima emergencia capilar, y la sacudo.
Sus ojos color Sueños Berenjena parpadean, se cierran, parpadean, bizquean.
Tiene el pelo completamente aplastado por detrás.
Brandy se incorpora apoyándose sobre un codo.
—Como estoy drogada, puedo decirte una cosa. —Brandy me mira mientras me inclino sobre ella y le ofrezco una mano—. Tengo que decírtelo, aunque te quiero. No sé lo que te parecerá, pero me gustaría formar una familia contigo.
Mi hermano quiere casarse conmigo.
Le ofrezco a Brandy la mano. Brandy se apoya en mí; se apoya en el borde de la repisa. Y dice:
—No sería cosas de hermanas. Aún me quedan algunos días en mi Aprendizaje para la Vida Real.
Robar drogas, vender drogas, comprar ropa, alquilar coches de lujo, devolver ropa, pedir bebidas combinadas, no es precisamente lo que yo llamaría Vida Real, al menos por mucho tiempo.
Las manos repletas de anillos de Brandy se abren como una flor para alisar la tela de su falda por delante.
—Aún conservo mi equipo original —dice.
Las manos siguen toqueteando el regazo de Brandy mientras ella se coloca de lado frente al espejo y se mira el perfil.
—Se suponía que tenía que esperar un año, pero entonces te conocí. Tenía las maletas preparadas en el hotel desde hacía semanas, a la espera de que vinieras a rescatarme. —Brandy se observa ahora el perfil contrario—. Te quería tanto que me pareció que tal vez no era demasiado tarde.
Brandy se extiende un poco de brillo en el labio superior y luego en el inferior, se seca ligeramente los labios con un pañuelo de papel y estampa un beso azul en la concha del caracol. Luego dice, con sus labios nuevos:
—¿Tienes idea de cómo se tira de la cadena?
Llevo horas sentada allí, pero no, no he visto dónde está la cisterna. Salgo al pasillo, para que Brandy tenga que seguirme si quiere cotorrear conmigo.
Tropieza al llegar a la puerta, donde las baldosas se unen con la alfombra del pasillo. Uno de los tacones de su zapato se ha roto. Se ha hecho una carrera en la media al rozarse con el marco de la puerta. Se ha agarrado a un toallero en busca de equilibrio y se ha levantado el esmalte de uñas.
La resplandeciente reina anal de la perfección dice:
—Joder.
La princesa Princesa, viene detrás de mí gritando:
—En realidad no quiero ser una mujer. ¡Espera! Si hago todo esto es porque me parece que es el mayor de los errores. Es ridículo y destructivo, y a cualquiera que le preguntes te dirá que estoy obrando mal. Por eso tengo que pasar por ello.
Brandy dice:
—¿No te das cuenta? Porque nos han enseñado a hacer lo correcto. A no cometer errores. Supongo que cuanto mayor parezca el error, más posibilidades tendré de romper con todo y empezar una vida de verdad.
Como Cristóbal Colón navegando rumbo al desastre en el fin del mundo.
Como Fleming y el moho en el pan.
—Todos los descubrimientos verdaderos surgen del caos —grita Brandy—, son resultado de dirigirse hacia lo que parece incorrecto y ridículo y tonto.
Su voz imperial resuena por toda la casa cuando grita:
—¡No puedes marcharte cuando te pido un minuto para explicarme!
Pone el ejemplo de una mujer que sube una montaña; no hay razón para emprender un ascenso tan duro, y algunos piensan que es una locura, una desventura, un error. Mientras escala la montaña, puede morir de hambre o de congelación, pasar días de agotamiento y dolor, pero continuar, no obstante, hasta la cima. Y a lo mejor eso le hace cambiar, aunque lo cierto es que tiene que compensar su historia.
—Pero yo —dice Brandy, que aún no se ha movido de la puerta y sigue mirándose las uñas desportilladas— estoy cometiendo el mismo error, solo que mucho peor todavía: el dolor, el dinero, el tiempo, y el hecho de ser despreciado por mis amigos de antes. Al final mi historia se reduce a mi cuerpo.
Una operación de cambio de sexo es para algunas personas un milagro, pero si no lo deseas de verdad, es la peor forma de automutilación.
Brandy dice:
—No es que me parezca malo ser mujer. Eso podría ser maravilloso si yo quisiera ser mujer. Pero lo cierto es que ser mujer es lo último que deseo. Es el mayor error que podría cometer.
Este es el camino hacia el mayor descubrimiento.
Porque estamos completamente atrapados en nuestra cultura, en el hecho de ser humanos en este planeta con el cerebro que tenemos, y con dos brazos y dos piernas, como todo el mundo. Estamos tan atrapados que cualquier escapatoria que imaginemos se convertiría nuevamente en una trampa. Todo lo que queremos, lo queremos porque nos han enseñado a quererlo.
—Lo primero que pensé fue amputarme un brazo y una pierna, el lado izquierdo o el derecho —dice, encogiéndose de hombros—, pero ningún cirujano quiso ayudarme.
Luego añade:
—También pensé en el sida, para conocer la experiencia; pero todo el mundo tenía sida y me pareció demasiado convencional, incluso esnob. Por eso las hermanas Rhea llamaron a mi familia; estoy segura. Esas zorras son muy posesivas.
Brandy se saca del bolso unos guantes blancos, de esos que se abotonan en la muñeca con una perla. El blanco no es una buena opción. En blanco, la mano de Brandy parece trasplantada de un ratón gigante de dibujos animados.
—Luego pensé en el cambio de sexo, en operarme. Las hermanas Rhea creen que me están utilizando, pero en realidad soy yo quien las utiliza a ellas por su dinero, por pensarse que me controlaban y que todo esto era idea suya.
Brandy levanta un pie para mirarse el tacón roto, y suspira. Luego se agacha para coger el otro zapato.
—No he hecho nada forzada por las hermanas Rhea. Nada. Lo he hecho porque era el mayor error que podía cometer. El mayor reto que podía ponerme a mí misma.
Brandy rompe el tacón del otro zapato, y los deja los dos planos.
—Hacen falta los dos pies para saltar al desastre —dice.
Y tira los tacones rotos al cubo de basura del cuarto de baño.
—No soy heterosexual ni soy gay —dice—. No soy bisexual. No me gustan las etiquetas. No quiero meter mi vida entera en una sola palabra. En una historia. Necesito encontrar algo distinto, incognoscible, un lugar que no figure en los mapas. Una auténtica aventura.
Una esfinge. Un misterio. Un vacío. Desconocido. Indefinido. Incognoscible. Indefinible. Esas fueron las palabras que Brandy empleó para describirme con mis velos. No era solo una historia de esas que avanzan diciendo y luego, y luego, y luego, y luego, hasta que mueres.