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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (109 page)

Mientras tanto, en Navarra envejecía lentamente SanchoVII, que había acudido a Las Navas de mala gana y que, sin embargo, iba a pasar a la historia —o, más bien, a la leyenda— por aquella batalla: ese asunto de las cadenas. Sancho, después de Las Navas, se dedicará a gestionar la riqueza de un reino que se había convertido en una potencia económica estimable. Sus relaciones con Castilla nunca serán especialmente buenas, pero, por el contrario, trenzará acuerdos muy estrechos con el Aragón de Jaime LY Sancho VII morirá finalmente en 1234, después de una larga enfermedad: una úlcera varicosa en una pierna —eso dice su biografia oficial— que le obligó a vivir encerrado en su castillo de Tudela durante los últimos años de su vida. Sancho murió también sin herederos. Él será el último de la dinastía Jimena. La corona navarra irá a parar a Teobaldo de Champaña.

Y así, en fin, empezó a reconfigurarse el mundo cristiano en España después de la batalla de Las Navas de Tolosa. No es exagerado decir que una época terminaba. Pero precisamente por eso debemos poner fin aquí a nuestro relato. La gran aventura de la España medieval abordaba otros horizontes. Comenzaba un largo y tortuoso proceso que iba a terminar alumbrando nada menos que la unidad nacional.Y eso ya es otra historia.

EPÍLOGO

EL FINAL DE UNA ÉPOCA…
Y EL PRINCIPIO DE OTRA

La batalla de Las Navas de Tolosa cerró una época. A partir de ese momento los musulmanes abandonaron cualquier esperanza de recuperar lo que había sido Al-Ándalus. En los decenios siguientes, Fernando III en León y Castilla, y Jaime I en Aragón, llevarán la Reconquista hasta sus últimos límites. Poco después ya sólo quedará el reino nazarí de Granada como postrero recuerdo de lo que un día fue el califato de Córdoba. Los reinos cristianos de España, mientras tanto, se entregarán a otros objetivos. Poco a poco las cosas irán llevando a un horizonte nuevo: la unidad de todos los reinos cristianos en una sola España.

Ahora miramos atrás y lo que descubrimos es una gigantesca aventura: la gran aventura de la España medieval. Sus capítulos, tomados individualmente, uno por uno, nos hablan de reyes en guerra y de ambiciones nobiliarias, de heroísmos y de crueldades, de santos y de rufianes. Sin duda es posible contar todo esto fragmento a fragmento, parte a parte, como pedazos aislados. Pero, en su conjunto, el retrato adquiere un significado único: la Reconquista no fue el fruto de un cúmulo más o menos azaroso de circunstancias, sino que estaba en la mente de los españoles de aquellos tiempos, generación tras generación, en unos reinos y en otros, como un imperativo que obligaba a actuar. En la estela de ese imperativo se fue haciendo un camino.Y de aquel camino, al fin y al cabo, venimos los españoles de hoy.

Esta historia nuestra empezaba en una situación muy concreta: el núcleo de resistencia contra los musulmanes nacido en Asturias había crecido hasta llegar a las aguas del Duero. El Reino de Asturias se convertía en Reino de León. Al mismo tiempo, Navarra y Aragón tardarían muy poco en conformar unidades políticas con personalidad bien definida.Todo eso abría una etapa nueva. Atrás quedaban los tiempos primitivos de la resis tencia desesperada, cuya crónica escribimos en La gran aventura del Reino de Asturias. Lo que ahora aparecía ante los ojos de la cristiandad española medieval era un paisaje enteramente distinto. Las oportunidades crecían. Los peligros también.

En esta apretada crónica de trescientos años de historia de España hemos visto de todo: las guerras civiles en los reinos cristianos, particularmente intensas en León; la aparición de figuras asombrosas como la navarra doña Toda, que se las arregló para dejar una huella genealógica imborrable en nuestras tierras; la vitalidad inverosímil de la España mora en personajes como Almanzor, que llevó al califato de Córdoba a su cumbre y desde allí él mismo lo despeñó; los proyectos visionarios de Sancho el Mayor, tal vez el primer monarca que pensó la España cristiana como una unidad… bajo su cetro, por supuesto. Hemos visto cómo nacía la lengua castellana y también cómo crecían las primeras ciudades. Hemos visto cabalgar al Cid Campeador y hemos visto maquinar al incansable obispo Gelmírez. Hemos visto cómo nacen las primeras ferias comerciales. Hemos visto a hombres incomparables, como Alfonso el Batallador, y a mujeres de armas tomar, como su esposa la reina Urraca. Hemos visto a almorávides y a almohades. A un Rey Lobo moro que actuaba como un cristiano. A los primeros poetas españoles con nombre conocido. A unos doctos sujetos que en el Toledo cristiano traducían las bibliotecas musulmanas. A Ricardo Corazón de León casándose con una española, Berenguela de Navarra. A un rey de Aragón que solazaba sus sinsabores cultivando la poesía trovadoresca. A otro rey que en León convocó las primeras Cortes que podemos llamar democráticas…

Y por encima y por debajo de todas estas cosas, como venía ocurriendo desde el siglo viii, hemos ido viendo a un pueblo que en los azarosos lances de la Reconquista encontraba oportunidades para vivir mejor. Muy atrás han quedado los tiempos de los colonos privados, aquellos que por su cuenta y riesgo se lanzaban a hacer presuras de tierras en los grandes espacios amenazados por el moro. Lo que ha caracterizado a estos tres últimos siglos, desde principios del x hasta principios del xiii, es otra cosa: la aparición de los concejos, es decir, de núcleos de población expresamente organizados y protegidos por el poder del rey, con los nobles como garantes de la legalidad… hasta cierto punto. Esta nueva forma de colonización construye un mapa nuevo y va a dejar su huella largo tiempo en España: las ciudades se convierten en agentes políticos de primera importancia. Porque estos concejos no son sólo aglomeraciones de gentes, sino que son, sobre todo, comunidades de personas que reciben fueros y derechos.Y así las villas pasan a ser la auténtica espina dorsal de la España reconquistada, lo mismo en Aragón que en León y Castilla.

Cuando la población falte, cuando el espacio sea demasiado extenso para repoblarlo con seguridad, o cuando la amenaza de la guerra sea demasiado intensa, los hombres de la España medieval buscarán otras formas de asentar su presencia. Así nacieron las órdenes militares españolas, a imitación de las de Tierra Santa. La primera vio la luz en Aragón de la mano de Alfonso el Batallador, el rey cruzado: fue la Cofradía de Belchite.Y enseguida, imitando el ejemplo, vendrán las de Calatrava, Santiago y Alcántara para asegurar las fronteras ante el moro. Aquellos monjes-guerreros —o guerreros-monjes, que tanto monta— igualmente imprimieron su huella en la organización del espacio físico de España, particularmente en el tercio sur. Ése fue el resultado de su cruzada. Porque esto de España también fue una cruzada: la larga cruzada del oeste.

En estos decisivos siglos de la España medieval aparece una realidad política muy definida: los cinco reinos. Por orden de prelación: León, Navarra, Castilla, Aragón y Portugal. Esos cinco nombres encierran toda la esencia de nuestro medioevo. No serán nunca realidades estáticas. Sólo el paso del tiempo, variando unos perfiles, consolidando otros, cincelará a su gusto el rostro de estos abuelos de la España moderna. Pero todos ellos, sin excepción —incluido Portugal—, forman parte de la herencia común de los españoles en los siglos siguientes.

A estos cinco reinos debemos también la proyección exterior de eso que terminará siendo España. En el espacio que media entre el nacimiento del Reino de León y la batalla de Las Navas de Tolosa, aparecen tendencias que van a ser determinantes en el futuro: la vocación mediterránea de Aragón, el arraigo de Navarra en el sur de Francia, las primeras líneas marítimas de Castilla con Francia e Inglaterra… Pero no se trata sólo de la España que se proyecta hacia fuera, sino también de la Europa que entra en nuestras tierras. ¿Cuántos francos, borgoñones, italianos o flamencos vinieron atraídos por el Camino de Santiago y se quedaron aquí, al calor de las franquicias —que de ahí, de «francos», viene el nombre— que los reyes otorgaban a las villas para estimular el comercio?

En la otra parte de la España medieval queda Al-Ándalus, la España musulmana. Su historia en estos tres siglos puede escribirse bajo una constante: la recurrente invasión de oleadas africanas cada vez más fundamentalistas. En el muy hispánico califato de Córdoba construido por Alhakén II aparece un personaje como Almanzor que cimienta su poder en los contingentes militares bereberes y en el oro de las caravanas africanas. Cuando a los herederos de Almanzor se les descompone el califato, aparecen los Reinos de Taifas como expresión política de las elites locales andalusíes. Pero será para que acto seguido vengan los almorávides, una secta fundamentalista y guerrera nacida en África, y repongan la más estricta ortodoxia islámica. El mundo mozárabe, el de los cristianos de AlÁndalus, perece. El vigor de la sociedad andalusí resucitará cuando el Imperio almorávide se descomponga, pero no tardará en llegar otro movimiento religioso-militar africano, el de los almohades, y vuelta a empezar.

Bajo todos estos flujos y reflujos del fundamentalismo africano, ¿qué hacían las elites andalusíes? Ensoñaciones pacifistas aparte —Al-Ándalus nunca fue un lugar cómodo para los no musulmanes—, la verdad es que en este largo lapso de tres siglos vamos a ver a los moros españoles tratando una y otra vez de conquistar un protagonismo que las elites africanas les negaban. Figuras como Zafadola o el Rey Lobo sólo pueden entenderse desde ese punto de vista. Pero el hecho es que nunca lo consiguieron; no, al menos, de manera permanente ni unitaria, y eso también es significativo. Lejos de constituir una unidad homogénea, el mundo islámico español era en realidad una superposición de grupos y clanes de obediencias diversas que permanentemente van a oscilar entre dos fuerzas: los intereses de las elites locales andalusíes y el poder de las sucesivas oleadas musulmanas que vienen de África. Cuando éstas amainen, el islam español estará perdido. Por eso fue tan importante la derrota almohade en Las Navas de Tolosa: aquello puso punto final a las expectativas de una España musulmana.Y cuando vengan los benimerines, en el siglo xiii, los reinos cristianos no encontrarán grandes dificultades para derrotarles. Pero esto también es otra historia.

Aquí, en todo caso, hemos optado por contar la historia desde la óptica no de la España que pudo ser, sino de la España que fue.Y esa España que efectivamente fue sólo puede concebirse desde el mundo cristia no de los cinco reinos. Ellos, sus gentes, fueron los protagonistas de la gran aventura de la España medieval. Por ellos, gentes de ayer, nosotros somos como somos hoy. Por ellos, nosotros llevamos nuestros nombres.Y cuando recorremos los pueblos de Burgos o de Teruel, las planicies de Ciudad Real o el Camino de Santiago, no podemos dejar de pensar en todos aquellos personajes de carne y hueso, vivos como nosotros, que dejaron en esta tierra sus esperanzas y sus penas, sus alegrías y sus amores y su sangre. Desde el labriego hasta el caballero, desde el monje hasta la gran dama, desde el trovador hasta la campesina… Ellos son nosotros. El día que lo olvidemos, perderemos definitivamente nuestra identidad.

ÁRBOLES GENEALÓGICOS Y MAPAS

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