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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (106 page)

El problema cátaro tenía numerosas implicaciones políticas. Primera: la herejía había sido relativamente bien acogida por varios nobles, lo cual dará al rey de Francia un pretexto para atacar a éstos y así menoscabar su poder en provecho propio. Segunda: la región más afectada por el movimiento cátaro era el Languedoc, un área donde el rey de Aragón pesaba más que el francés, de manera que el rey de Francia no perderá la oportunidad de pescar en río revuelto. Tercera: en el espíritu de cruzada reinante en Europa, la represión del fenómeno cátaro ponía a los monarcas europeos en posición de ganar puntos ante el papa, y tanto el rey de Aragón como el de Francia se aplicarán a aparecer como el brazo armado predilecto del Pontífice. Todos esos factores permiten entender la ola de terror que se extendió por el sur de Francia en esos años.

Resumamos los hechos. En 1198, Inocencio III, recién llegado a la Silla de Pedro, decide suprimir el movimiento cátaro sin más contemplaciones. En principio, la acción que el papa se propone es estrictamente pacífica, una suerte de reevangelización del Languedoc. Pero los dos grandes poderes políticos de la zona, Pedro II de Aragón y el conde de Tolosa, antiguos enemigos, temen que esa acción pacífica pueda transformarse en una cruzada bélica, de manera que optan por dejar aparte sus viejas diferencias y suscriben una alianza. Mientras Aragón y Tolosa unen sus destinos, los legados del papa hacen su trabajo en el Languedoc: predican a las gentes, se entrevistan con los nobles y los obispos, excomulgan a los refractarios… Pronto surge un problema: los obispos locales no aceptan la autoridad de los legados del papa. Pedro II de Aragón, buscando reforzar la política del papa, convoca en Beziers un concilio con sacerdotes católicos y predicadores cátaros. Sin resultado.

La vía pacífica para resolver el problema cátaro no está dando frutos. El papa sondea al rey de Francia, Felipe Augusto, para que encabece una cruzada contra los cátaros. Pedro de Aragón, alarmado, se apresura a acudir a Roma y se hace coronar por el papa; es un gesto cargado de sentido, porque significa que el rey de Aragón se convierte en vasallo de Roma. Los reyes de Aragón siempre habían mantenido relaciones de subordinación expresa con el papa, pero en esta ocasión hay una razón suplementaria: convirtiéndose en vasallo del papa, Pedro II pretende que las tierras francesas de Aragón queden a salvo de una cruzada. Más aún: Pedro se presenta ahora como el líder natural de la cruzada anticátara que el papa está alentando. Pero Inocencio III no se fia del rey de Aragón: teme que no sea lo bastante duro con los nobles sospechosos de simpatizar con los cátaros.Así que no será Pedro quien dirija la cruzada.

En esta situación ocurre lo peor que podía ocurrir: el legado papal Pedro de Castelnau es asesinado. Este Castelnau, un cisterciense particularmente duro, había excomulgado meses atrás al conde Raimundo de Tolosa, nada menos, por considerar que contemporizaba demasiado con los cátaros. Raimundo y Castelnau se entrevistaron en enero de 1208.Allí ardió Troya: la reunión terminó aún peor de lo que había empezado. Pocos días después, un criado de Raimundo asesinaba al legado Castelnau. El criado juró que no había actuado por orden de su señor, pero la excusa no era demasiado verosímil. Aquel crimen precipitó la intervención militar contra los cátaros.Y Pedro de Aragón, aliado de Raimundo de Tolosa, quedaba en una posición francamente complicada.

La cruzada empieza en ese año de 1208. El papa declara que las posesiones de los cátaros serán para quien las tome y concede indulgencias a quienes combatan a los herejes. Asimismo, Inocencio III designa a su paladín: Felipe Augusto de Francia. Éste sabe que la aventura sólo puede procurarle réditos políticos, pero no las tiene todas consigo: en ese momento está en guerra con Juan sin Tierra, el rey inglés, y teme que la operación contra los cátaros en el sur le reste fuerza en ese otro frente. No obstante, Felipe acepta la propuesta del papa y, aunque él rehúsa acudir personalmente al escenario del conflicto, permitirá que los nobles del reino se enrolen en la cruzada.Y éstos lo hacen en masa: centenares de caballeros del norte y el centro de Francia, todos ellos con sus huestes, viajan al sur para perseguir a los cátaros. Éstos se hacen fuertes en los distintos castillos de la región. Será una guerra de asedio sin cuartel.

A partir de aquí, las cosas se complican de manera extraordinaria: por debajo de la cruzada anticátara, lo que de verdad se desata es una guerra civil en la que salen a la luz todas las viejas querellas contenidas durante los años anteriores. Raimundo de Tolosa, que necesita congraciarse con Roma después del asesinato del legado Castelnau, se pone al frente de la manifestación y ataca las tierras de Albí (por eso a los cátaros se les llama también albigenses). Pero, en la operación, Raimundo aprovecha para ajustar cuentas con su sobrino y enemigo Ramón Roger Trencavel, vizconde de Albí y vasallo a su vez del rey de Aragón. Con el pretexto de la lucha contra el cátaro se abre la veda para ventilar problemas territoriales. Y así otros muchos señores occitanos (los condes de Valentines y de Auvernia, el vizconde de Anduze, los obispos de Burdeos y Agen, etc.) forman huestes para atacar a sus enemigos.

Al mismo tiempo que estallan las luchas territoriales, lo hacen también las luchas sociales. El catarismo se había extendido de manera particular entre las capas más ricas de la población occitana, y así las capas más pobres encontrarán en la cruzada una buena oportunidad para dar rienda suelta a su frustración. La «compañía blanca» del obispo Folquet de Tolosa, formada para luchar contra los usureros y los herejes, se ve súbitamente engrosada por una auténtica muchedumbre de paisanos que se dedica a perseguir a los ricos de la región, cátaros o no. Pronto la situación se hace incontrolable.

El momento cumbre del conflicto es la batalla de Beziers, donde los cruzados copan y aniquilan a las huestes de la nobleza pro cátara.Y entonces aparece un personaje fundamental: Simón de Monfort, un señor feudal del norte de Francia, más vinculado a la corona inglesa que a la francesa, pero cuya familia juega a las dos barajas según las conveniencias. Simón acaba de volver de Tierra Santa. Inmediatamente se suma a esta nueva cruzada. Participa con sus huestes en el asedio de Beziers y después en el de Carcasona. Este último episodio le convierte en jefe de la cruzada albigense. Simón multiplica sus ofensivas: Bram, Minerva, Termes, Cabaret, Lavaur… Y retengamos este nombre, el de Simón de Monfort, porque va a influir de modo notable en la historia de los reinos españoles.

El catarismo como movimiento religioso desapareció realmente en estos últimos episodios. A veces sus adeptos serán dejados libres, como en Carcasona, pero en otros lugares serán quemados en masa. De los cátaros ya sólo quedaban algunos enclaves aislados. Pero entonces el problema religioso se convierte en problema político, porque Simón de Monfort, estimulado por sus conquistas, aspira a crearse un señorío propio en la Occitania, con la consiguiente oposición de los señores de la región. ¿Y de quién eran vasallos estos señores occitanos? Del rey de Aragón, Pedro II, que se ve así metido de hoz y coz en un auténtico avispero.

Pedro II no era, ni mucho menos, un cátaro ni simpatizante de los herejes. Al revés. Las circunstancias, sin embargo, le habían convertido en protector de una porción de la nobleza occitana que se oponía a la cruzada albigense. Pedro, inteligente, optará por una solución diplomática: pacta el matrimonio de su hijo Jaime, que en ese momento tiene sólo tres años de edad, con la hija de Simón de Monfort,Amicia. Sin embargo, el pacto no dará resultado. A Pedro II esta historia le costará la vida. Pero no adelantemos acontecimientos, porque en ese mismo momento pasaban cosas de gran importancia en el sur. En España se dibujaba una nueva alianza.Y Pedro II de Aragón también aquí tenía algo que decir.

Hacia una nueva alianza

Mientras el sur de Francia se cubre de sangre y fuego con la cruzada albigense, en España empiezan a cambiar muchas cosas: el paisaje de hostilidad y crisis que nació de la derrota de Alarcos ha ido evolucionando hacia colores menos ásperos. El primer decenio del siglo xiii verá cómo se conforma en España una nueva alianza.Y esta vez los frutos serán memorables.

Son, en efecto, tiempos de paces y concordias, de acuerdos y pactos. Algunos de ellos pueden parecer extremadamente endebles, y sin embargo todos representan un cambio importante respecto a la situación anterior.Vale la pena detallarlos, porque la sucesión de tratados en unos pocos años es muy elocuente. Desde 1198 Castilla y Aragón vuelven a ser aliados por el acuerdo de Calatayud, primero, y después el de Daroca, en 1201. Entre 1206 y 1209 se suceden los pactos de Castilla con León, desde el acuerdo de Cabreros hasta el de Valladolid. En 1207 Castilla firma igualmente paces con Navarra con los acuerdos de Guadalajara y de Mallén. Desde 1208 el heredero de Portugal, que reinará como Alfonso II, está casado con una infanta castellana, Urraca. En 1209 Navarra pacta con Aragón la paz de Monteagudo. La actividad diplomática es incesante.

Con ojos de hoy, podemos pensar que esta densísima trama de pactos y acuerdos garantizaba una paz duradera dentro de la España cristiana. Nada más lejos de la realidad: todas estas paces no son sino pausas en una tensión política que no cesa. Porque Portugal y León siguen mantenien do conflictos sin cuento, y León y Castilla tampoco han dejado atrás sus permanentes roces fronterizos. Pero lo llamativo de la situación es precisamente eso: a pesar de que los problemas entre los reinos siguen vivos, parece haber una voluntad no menos viva de solucionarlos con un pacto tras otro, un acuerdo tras otro.Y ésta es la gran novedad: entre Alarcos y el cambio de siglo, la tónica había sido la permanente querella y la búsqueda del conflicto por reajustes territoriales; ahora los conflictos no habían desaparecido, pero la tónica era la búsqueda continua de acuerdos que permitieran apaciguar las relaciones entre los reinos cristianos.

En esta búsqueda de paces y acuerdos fue determinante, sin duda, la creciente amenaza musulmana en España. ¿Qué han estado haciendo los musulmanes hasta entonces? Fundamentalmente, resolver problemas internos.Yusuf II ha muerto en 1199 y ha llegado al trono almohade su hijo al-Nasir, que se ocupa de terminar el trabajo de su padre.A1-Nasir no es exactamente un hombre de paz: duro y fanático, ha jurado llegar a Roma y que su caballo abreve en el Tíber. Entre 1202 y 1203 los almohades consiguen por fin expulsar a los almorávides de las Baleares. Entre 1204 y 1206 derrotan también a los almorávides del clan Ganiya en el Magreb. Acto seguido afianzan su control político en Túnez a través de un clan aliado, los hafsíes. Con una estructura política bien organizada y una economía próspera, el imperio alcanza su máximo esplendor.Y alNasir, al que las crónicas cristianas llaman Miramamolín (por la fórmula árabe «Amir-al-muslimin», que quiere decir «emir de los creyentes»), tiene los ojos puestos en España. Desde unos años antes, los almohades mantenían en España una serie de treguas que les permitieron hacer frente a sus problemas en África con las espaldas cubiertas. Pero ahora, a la altura de 1210, esas treguas expiraban.Y todo el mundo lo sabía.

Lo sabía, sin duda, el papa Inocencio III, que mantenía vigente su programa de unidad entre los cristianos y guerra al islam. Todos los monarcas españoles suscribían, claro, la política papal, pero del dicho al hecho hay mucho trecho, y el programa de Roma, que era de fácil aplicación en un escenario como el de Tierra Santa, resultaba algo más problemático en una situación como la española. El asunto puede resumirse así: desde el punto de vista de los reinos españoles, no podría hacerse la guerra al moro si antes no se solucionaban las pertinaces querellas entre reinos cristianos, y éstas, a su vez, no podrían solucionarse si el propio papa no levantaba el veto sobre determinados aspectos de la política interior española como, por ejemplo, los matrimonios entre casas reinantes, cual el de Alfonso IX de León y Berenguela de Castilla. Mientras un reino cristiano se sintiera amenazado por el vecino, no le quedaría otra opción que buscar un acuerdo con los almohades para mantener tranquilo al menos uno de sus frentes.

Este paisaje, de todas maneras, cambiaría por la propia fuerza de los hechos. Los almohades han atacado Barcelona en 1210. Pedro II ha reaccionado con acierto, ha detenido la ofensiva y ha respondido con un ataque generalizado en la región valenciana. Así Aragón conquista los castillos de Castielfabib y Ademuz, entre otros. La lógica de la cruzada invitaba a que todos los demás reinos cristianos españoles secundaran a Aragón, pero la situación es delicada porque, en ese momento, otros reinos —por ejemplo, Castilla— están en paz con los almohades. El papa lo sabe y, consciente de la situación, busca una fórmula alternativa: no pide al rey de Castilla que declare la guerra a los musulmanes, pero insta a los obispos castellanos a que a su vez actúen para que Alfonso VIII no impida a sus súbditos correr en auxilio de Aragón. De esta manera no será Castilla, sino algunos de sus hombres, quienes entren en guerra.

Situación confusa: formalmente no hay guerra contra los musulmanes, pero en la práctica no se piensa en otra cosa. Dos vasallos del rey de Castilla, Alfonso Téllez y Rodrigo Rodríguez, atacan la frontera toledana y toman el castillo de Guadalerza. Hay incursiones castellanas en Baeza, Andújar, Jaén, la cuenca del Segura. ¿Estas acciones son ordenadas por el rey o responden al llamamiento papal de que los súbditos de Castilla acudan en ayuda de Aragón? No lo sabemos. Tampoco los almohades lo saben: de hecho, el gobernador de Jaén escribe al rey Alfonso VIII y le pregunta si ha decidido romper la tregua, porque, en ese caso, tendría que comunicárselo al califa. Pero hablamos del mismo califa que está atacando Barcelona y que prepara ya a sus ejércitos en el norte de África.

Puestos a elegir entre la tregua con el Miramamolín, que ya está a punto de expirar, y la obediencia al papa, los cristianos lo tienen claro. En aquel mismo año la corte castellana envía una carta al papa. Significativamente no la firma Alfonso VIII, sino su hijo, el infante don Fernando (no confundir con el que será Fernando III el Santo, que era hijo del rey de León).Y en ella el primogénito de Castilla expresa al Pontífice su volun tad de combatir al islam «Deseando entregar a Dios omnipotente las primicias de su milicia, con el fin de exterminar a los enemigos del nombre de Cristo de las fronteras de su tierra, que habían ocupado impíamente». Esta carta inequívocamente hay que entenderla como el anuncio formal de que Castilla va a hacer la guerra al moro. El papa Inocencio, en respuesta, escribe en diciembre de 1210 a todos los arzobispos y obispos de España —así, «de España», dice el papa— y les encomienda una misión: que insten a sus reyes a imitar el ejemplo castellano y concedan indulgencias a quienes participen en la batalla.

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