Muchas vidas, muchos maestros (3 page)

Mientras estaba hipnotizada, Catherine hablaba en un susurro lento y claro. Gracias a eso pude anotar textualmente sus palabras y las he citado sin alteraciones. (Los puntos suspensivos representan pausas en su relato no correcciones u omisiones de mi parte. No obstante, parte de las repeticiones no han sido incluidas.)

Poco a poco, llevé a Catherine hasta la edad de dos años, pero no recordó nada importante. Le di instrucciones firmes y claras:

—Vuelve a la época en que se iniciaron tus síntomas.

No estaba en absoluto preparado para lo que sucedió a continuación:

—Veo escalones blancos que conducen a un edificio, un edificio grande y blanco, con columnas, abierto por el frente. No hay puertas. Llevo puesto un vestido largo... un saco hecho de tela tosca. Tengo el pelo rubio y largo, trenzado.

Yo estaba confundido. No estaba seguro de lo que estaba ocurriendo. Le pregunté qué año era ése, cuál era su nombre.

—Aronda... Tengo dieciocho años. Veo un mercado frente al edificio. Hay cestos... Esos cestos se cargan en los hombros. Vivimos en un valle... No hay agua. El año es 1863 a. de C. La zona es estéril, tórrida, arenosa. Hay un pozo; ríos, no. El agua viene al valle desde las montañas.

Después de escucharla relatar más detalles topográficos, le dije que se adelantara varios años en el tiempo y que me narrara lo que viera.

—Hay árboles y un camino de piedra. Veo una fogata donde se cocina. Soy rubia. Llevo un vestido pardo, largo y áspero; calzo sandalias. Tengo veinticinco años. Tengo una pequeña llamada Cleastra... Es Rachel. (Rachel es actualmente su sobrina, con la que siempre ha mantenido un vínculo muy estrecho.) Hace mucho calor.

Yo me llevé un sobresalto. Tenía un nudo en el estómago y sentía frío. Las visualizaciones y el recuerdo de Catherine parecían muy definidos. No vacilaba en absoluto. Nombres, fechas, ropas, árboles... ¡todo visto con nitidez! ¿Qué estaba ocurriendo ahí? ¿Cómo era posible que su hija de entonces fuera su actual sobrina? Pero la confusión era mayor que el sobresalto. Había examinado a miles de pacientes psiquiátricos, muchos de ellos bajo hipnosis, sin tropezar jamás con fantasías como ésa, ni siquiera en sueños. Le indiqué que se adelantara hasta el momento de su muerte. No sabía con seguridad cómo interrogar a un paciente en medio de una fantasía (¿o evocación?) tan explícita, pero estaba buscando hechos traumáticos que pudieran servir de base a sus miedos y sus síntomas actuales. Los acontecimientos que rodearan la muerte podían ser especialmente traumáticos. Al parecer, una inundación o un maremoto arrasaba la aldea.

—Hay olas grandes que derriban los árboles. No tengo hacia dónde correr. Hace frío; el agua está fría. Debo salvar a mi niña, pero no puedo... sólo puedo abrazarla con fuerza. Me ahogo; el agua me asfixia. No puedo respirar, no puedo tragar... agua salada. La pequeña me es arrancada de los brazos.

Catherine jadeaba y tenía dificultad para respirar. De pronto, su cuerpo se relajó por completo; su respiración se volvió profunda y regular.

—Veo nubes... Mi pequeña está conmigo. Y otros de la aldea. Veo a mi hermano.

Descansaba; esa vida había terminado. Permanecía en trance profundo. ¡Yo estaba estupefacto! ¿Vidas anteriores? ¿Reencarnación? Mi mente clínica me indicaba que Catherine no estaba fantaseando, que no inventaba ese material. Sus pensamientos, sus expresiones, su atención a los detalles en particular, todo se diferenciaba de su estado normal de conciencia. Por la mente me cruzó toda la gama de diagnósticos psiquiátricos posibles, pero su estado psíquico y su estructura de carácter no explicaban esas revelaciones. ¿Esquizofrenia? No; Catherine nunca había dado muestras de trastornos cognitivos o de pensamiento. Nunca había sufrido alucinaciones auditivas ni visuales (no oía voces ni tenía visiones estando despierta), ni ningún tipo de episodios psicopáticos. Tampoco se trataba de una ilusión (perder el contacto con la realidad). No tenía personalidad múltiple ni escindida. Sólo había una Catherine, y su mente consciente tenía perfecta conciencia de eso. No demostraba tendencias sociopáticas o antisociales. No era una actriz. No consumía drogas ni sustancias alucinógenas. Su consumo de alcohol era mínimo. No padecía enfermedades neurológicas o psicológicas que pudieran explicar esa experiencia vivida e inmediata en estado de hipnosis.

Ésos eran recuerdos de algún tipo, pero ¿de dónde procedían? Mi reacción instintiva era que acababa de tropezar con algo de lo que sabía muy poco: la reencarnación y los recuerdos de vidas pasadas.

«No puede ser», me decía; mi mente, científicamente formada, se resistía a aceptarlo. Sin embargo, estaba ocurriendo delante de mis ojos. Aunque no pudiera explicarlo, tampoco me era posible negar su realidad.

—Continúa —dije, algo nervioso, pero fascinado por lo que ocurría—. ¿Recuerdas algo más?

Ella recordó fragmentos de otras dos vidas.

—Tengo un vestido de encaje negro y encaje negro en la cabeza. Mi pelo es oscuro, algo canoso. Es 1756 (d. de C.). Soy española. Me llamo Luisa y tengo cincuenta y seis años. Estoy bailando. Hay otros que también bailan. (Larga pausa.) Estoy enferma; tengo fiebre, sudores fríos... Hay mucha gente enferma; la gente se muere... Los médicos no lo saben, pero fue por el agua.

La llevé hacia delante en el tiempo.

—Me recobro, pero aún me duele la cabeza; aún me duelen los ojos y la cabeza por la fiebre, por el agua... Muchos mueren.

Más adelante me dijo que en esa vida era prostituta, pero que no me había dado esa información porque la avergonzaba. Al parecer, en estado de hipnosis podía censurar algunos de los recuerdos que me transmitía.

Puesto que había reconocido a su sobrina en una vida anterior, le pregunté impulsivamente si yo estaba presente en alguna de sus existencias. Sentía curiosidad por conocer mi papel, si acaso lo tenía, en sus recuerdos. Me respondió con prontitud, en contraste con las evocaciones anteriores, muy lentas y pausadas.

—Tú eres mi maestro; estás sentado en un saliente de roca. Nos enseñas con libros. Eres anciano, de pelo gris. Usas un vestido blanco (una toga) con bordes dorados... Tú te llamas Diógenes. Nos enseñas símbolos, triángulos. Eres realmente muy sabio, pero yo no comprendo. El año es 1568 a. de C.

(La fecha era aproximadamente mil doscientos años anterior al famoso Diógenes, filósofo cínico de Grecia. El nombre no era muy insólito.)

La primera sesión había terminado. Le sucederían otras aún más asombrosas.

Cuando Catherine se hubo ido, y durante varios días más, reflexioné mucho en los detalles de la regresión hipnótica. Reflexionar es natural en mí. Muy pocos de los detalles que emergieran de una hora de terapia, incluso de las «normales», escapaban a mi obsesivo análisis mental, y esa sesión difícilmente podía considerarse «normal». Por añadidura, era muy escéptico con respecto a la vida después de la muerte, la reencarnación, las experiencias de abandono del cuerpo y los fenómenos de ese tipo. Después de todo, según pensaba la parte lógica de mi persona, eso podía ser fantasía de Catherine. En realidad, me sería imposible demostrar la veracidad de sus aseveraciones o visualizaciones. Pero yo también tenía conciencia, aunque mucho más difusa, de un pensamiento menos emocional. «Mantén la mente abierta —me decía ese pensamiento—, la verdadera ciencia comienza por la observación.» Sus «recuerdos» podían no ser fantasías ni imaginación. Podía haber algo más de lo que estaba a la vista... o al alcance de cualquier otro sentido. «Mantén la mente abierta. Consigue más datos.» Otro pensamiento me importunaba. Catherine, tan propensa a temores y ansiedades desde siempre, ¿no tendría demasiado miedo de volver a someterse a la hipnosis? Resolví no llamarla. Que ella también digiriera la experiencia. Esperaría a la semana siguiente.

3

Una semana después, Catherine entró alegremente en mi consultorio para la siguiente sesión de hipnosis. Hermosa de por sí, estaba más radiante que nunca. Me anunció, feliz, que su eterno miedo a ahogarse había desaparecido. El miedo a asfixiarse era algo menor. Ya no la despertaba la pesadilla del puente que se derrumbaba. Aunque había recordado los detalles de su vida anterior, aún no tenía el material realmente asimilado.

Los conceptos de vidas pasadas y reencarnación eran extraños a su cosmología; sin embargo, sus recuerdos eran tan vívidos, las visiones, los sonidos y los olores tan claros, tan poderosa e inmediata la certeza de estar allí, que debía haber estado. La experiencia era tan abrumadora que ella no lo ponía en duda. Pero se preguntaba cómo conciliar eso con sus creencias y su educación.

Durante esa semana, yo había repasado el libro de texto de un curso de religiones comparadas que había seguido en mi primer año en la Universidad de Columbia. Había, ciertamente, referencias a la reencarnación en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. En el año 325 d. de C., el emperador romano Constantino el Grande, junto con Helena, su madre, había eliminado las referencias a la reencarnación contenidas en el Nuevo Testamento. El segundo Concilio de Constantinopla, reunido en el 553, confirmó ese acto y declaró herética la idea de la reencarnación. Al parecer, consideraban que esta idea debilitaría el creciente poder de la Iglesia, al conceder a los seres humanos demasiado tiempo para buscar la salvación. Sin embargo, las referencias originarias habían existido; los primeros padres de la Iglesia aceptaban el concepto de la reencarnación. Los primitivos gnósticos —Clemente de Alejandría, Orígenes, san Jerónimo y muchos otros— estaban convencidos de haber vivido anteriormente y de que volverían a hacerlo.

Pero yo no había creído nunca en la reencarnación. Ni siquiera había pensado mucho en el tema. Aunque mi temprana educación religiosa hablaba de una vaga existencia del «alma» después de la muerte, la idea no me convencía.

Yo era el mayor de cuatro hijos, todos los cuales se llevaban tres años entre sí. Pertenecíamos a una conservadora sinagoga judía de Red Bank, una pequeña ciudad próxima a la costa de Nueva Jersey. Yo era el pacificador y el hombre de estado de la familia. Mi padre se dedicaba más a la religión que el resto de nosotros. La tomaba muy en serio, como todo en la vida. Los éxitos académicos de sus hijos eran las grandes alegrías de su existencia. Cualquier discordia doméstica lo alteraba con facilidad; entonces se retiraba, dejando que yo interviniera como mediador. Aunque ésa resultó ser una excelente práctica preparatoria para hacer carrera en la psiquiatría, mi niñez estuvo más cargada de responsabilidades de lo que yo, retrospectivamente, habría querido. Salí de la infancia convertido en un joven muy serio, habituado a tomar sobre sí demasiadas responsabilidades.

Mi madre se pasaba la vida mostrando amor. No había límites que se le interpusieran. Era más simple que mi padre; utilizaba la culpa, el martirio, la pena llevada al extremo y la identificación con sus hijos como instrumentos de manipulación, todo sin segundas intenciones. Pero rara vez se mostraba triste o malhumorada y siempre se podía contar con su amor y su apoyo.

Mi padre tenía un buen trabajo como fotógrafo industrial; pero, aunque siempre tuvimos comida en abundancia, el dinero escaseaba mucho. Peter, mi hermano menor, nació cuando yo tenía nueve años. Tuvimos que repartir a seis personas en un pequeño apartamento de dos dormitorios con un jardín en la planta baja.

En esa pequeña vivienda, la vida era febril y ruidosa. Yo buscaba refugio en mis libros. Cuando no leía interminablemente, jugaba al béisbol o al baloncesto, las otras pasiones de mi niñez. Sabía que el estudio era el modo de salir de esa pequeña ciudad, por cómoda que fuera, y siempre ocupaba el primer o el segundo puesto de mi clase.

Cuando la Universidad de Columbia me otorgó una beca completa, yo era ya un joven serio y estudioso. El éxito académico siguió siendo fácil. Terminé los estudios de química y me gradué con honores. Decidí entonces dedicarme a la psiquiatría, pues esa actividad combinaba mi interés por la ciencia con la fascinación que sentía por el funcionamiento de la mente humana. Por añadidura, la carrera médica me permitía expresar mi interés y mi compasión por el prójimo. Mientras tanto, había conocido a Carole durante unas vacaciones pasadas en un hotel de Catskill Mountain, donde yo trabajaba de camarero y ella se hospedaba. Ambos experimentamos una inmediata atracción mutua, una fuerte sensación de familiaridad y bienestar. Intercambiamos cartas, nos frecuentamos, nos enamoramos y, cuando empecé mi carrera, ya estábamos comprometidos. Ella era inteligente y hermosa. Todo parecía estar acomodándose. Pocos jóvenes se preocupan por la vida, la muerte y la vida después de la muerte, menos aún cuando todo marcha con facilidad.

Yo no era la excepción. Estaba dedicado a la ciencia; aprendía a pensar de manera lógica y desapasionada, a exigir demostraciones.

La carrera de medicina y la residencia en la Universidad de Yale hicieron que cuajara todavía más en mí el método científico. Mi tesis de investigación versó sobre la química del cerebro y el papel de los neurotransmisores, que son los mensajeros químicos del tejido cerebral. Me incorporé a la nueva raza de psiquiatras biológicos, los que mezclaban las teorías psiquiátricas tradicionales y sus técnicas con la nueva ciencia de la química cerebral. Escribí muchos artículos científicos, di conferencias locales y nacionales y me convertí en un verdadero personaje dentro de mi especialidad. Era un poco obsesivo, empecinado e inflexible, pero estos rasgos resultaban útiles para un médico. Me sentía completamente preparado para tratar a quienquiera que se presentara en mi consultorio en busca de terapia.

Y en aquel momento Catherine se convirtió en Aronda, una joven que había vivido en el año 1863 a. de C. ¿O acaso era al revés? Y allí estaba otra vez, feliz como nunca la había visto antes.

Una vez más, temí que Catherine tuviera miedo de continuar. Sin embargo, se dispuso, ansiosamente para la hipnosis y se distendió rápidamente.

—Estoy arrojando guirnaldas de flores al agua. Es una ceremonia. Tengo el pelo rubio y trenzado. Llevo un vestido pardo y dorado y sandalias. Alguien ha muerto, alguien de la casa real... la madre. Yo soy una sirvienta de la casa real y ayudo con la comida. Ponemos los cuerpos en salmuera durante treinta días. Cuando se secan, se extraen las partes. Lo huelo, huelo los cadáveres.

Había vuelto espontáneamente a la vida de Aronda, pero a una parte diferente, en la que su función consistía en preparar los cadáveres después de la muerte.

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