Muchas vidas, muchos maestros (7 page)

Pasaron unos minutos más. De pronto empezó a mover la cabeza de un lado a otro. Su voz, ronca y firme, señaló el camino.

—Hay muchas almas en esta dimensión. Yo no soy la única. Debemos ser pacientes. Eso es algo que tampoco aprendí nunca... hay muchas dimensiones...

Le pregunté si ya había estado allí, si se había reencarnado muchas veces.

—He estado en diferentes planos en diferentes tiempos. Cada uno es un nivel de conciencia superior. El plano al que vayamos dependerá de lo mucho que hayamos progresado...

Guardó silencio otra vez. Le pregunté qué lecciones debía aprender a fin de progresar. Respondió de inmediato.

—Que debemos compartir nuestro conocimiento con otros. Que todos tenemos muchas más capacidades de las que utilizamos. Algunos lo descubrimos antes que otros. Que uno debe dominar sus vicios antes de llegar a este punto. De lo contrario, los lleva consigo a otra vida.

Sólo uno mismo puede liberarse... de las malas costumbres que acumulamos cuando estamos en un cuerpo. Los Maestros no pueden hacerlo por nosotros. Si uno elige luchar y no liberarse, los llevará a otra vida. Y sólo cuando decidimos que somos lo bastante fuertes como para dominar los problemas externos, sólo entonces dejaremos de padecerlos en la vida siguiente.

»También debemos aprender a no acercarnos sólo a aquellos cuyas vibraciones coinciden con las nuestras. Es normal sentirse atraído por alguien que está en nuestro mismo nivel. Pero está mal. También es preciso acercarse a aquellos cuyas vibraciones no armonizan... con las de uno. Ésa es la importancia... de ayudar... a esas gentes.

»Se nos dan poderes intuitivos que debemos obedecer sin tratar de resistirnos. Quienes se resistan tropezarán con peligros. No se nos envía desde cada plano con poderes iguales. Algunos de nosotros poseemos poderes mayores que los otros, pues los hemos adquirido en otros tiempos. Luego, no todos somos creados iguales. Pero con el paso del tiempo llegaremos a un punto en el que todos seremos iguales.

Catherine hizo una pausa. Yo sabía que esos pensamientos no eran suyos. No tenía preparación alguna en física o en metafísica; nada sabía de planos, dimensiones y vibraciones. Pero más allá de esto, la belleza de las palabras y las ideas, las implicaciones filosóficas de esas afirmaciones... todo superaba la capacidad de Catherine. Ella nunca había hablado de manera tan concisa y poética. Yo sentía que una fuerza superior y distinta luchaba con la mente y las cuerdas vocales de mi paciente para traducir en palabras esos pensamientos, a fin de que yo comprendiera. No, ésa no era Catherine.

Su voz tenía un tono de ensoñación.

—Los que están en coma... permanecen en un estado de suspensión. Aún no están preparados para cruzar al otro plano... hasta que hayan decidido si quieren cruzar o no. Sólo ellos pueden decidirlo. Si consideran que no tienen nada más que aprender... en estado físico... entonces se les permite cruzar. Pero si tienen cosas por aprender, deben regresar, aunque no quieran. Ése es un período de descanso para ellos, un período en el que sus poderes mentales pueden descansar.

O sea que la gente en estado de coma puede decidir si regresar o no, según el aprendizaje que deba realizar todavía en estado físico. Si consideran que no tienen nada más que aprender, pueden ir directamente al estado espiritual, pese a toda la medicina moderna. Esta información coincidía detalladamente con las investigaciones publicadas sobre las experiencias próximas a la muerte y los motivos por los que algunos decidían regresar. A otros no se les permitía elegir: tenían que volver, pues les quedaba algo por aprender. Claro que todos los entrevistados tras una experiencia próxima a la muerte habían regresado a sus cuerpos.

Hay una llamativa similitud en los relatos de estas personas. Se separan del cuerpo y «contemplan» los esfuerzos que se hace por resucitarlos, desde un punto situado por encima del cuerpo. A su debido tiempo cobran conciencia de una luz brillante o de una relumbrante figura «espiritual» en la distancia; a veces, al final de un túnel. No hay dolor. Cuando cobran conciencia de que aún no han completado la tarea que tienen que cumplir en la Tierra, de que deben regresar al cuerpo, inmediatamente vuelven a él y sienten otra vez dolor y otras sensaciones físicas.

He tenido varios pacientes que pasaron por experiencias cercanas a la muerte. El relato más interesante fue el de un próspero comerciante sudamericano, con quien mantuve varias sesiones de psicoterapia normal, unos dos años después de acabar con el tratamiento de Catherine. Jacob había perdido la conciencia al ser atropellado por una motocicleta; eso ocurrió en Holanda, en 1975, cuando ella tenía treinta y pocos años. Recuerda haber flotado por encima del cuerpo, contemplando la escena del accidente, viendo la ambulancia, el médico que le atendía las heridas, la muchedumbre de curiosos, cada vez mayor. Luego cobró conciencia de una luz dorada, en la distancia; al acercarse a ella, vio a un monje vestido con un hábito pardo. Ese monje dijo a Jacob que aún no era tiempo de morir, que debía regresar a su cuerpo. Él sintió la sabiduría y el poder del religioso, quien también le relató varios acontecimientos futuros que ocurrirían en la vida de Jacob; todos se produjeron. Jacob volvió rápidamente a su cuerpo, que ya estaba en una cama de hospital; recobró la conciencia y, por primera vez, experimentó un intensísimo dolor.

En 1980, mientras viajaba por Israel, Jacob (que es judío) visitó la Cueva de los Patriarcas, en Hebrón, sitio tan sagrado para los judíos como para los musulmanes. Tras la experiencia vivida en Holanda, se había vuelto más religioso y rezaba con frecuencia. Al ver la mezquita cercana, se sentó a rezar con los musulmanes presentes. Al cabo de un rato se levantó para marcharse. Un anciano musulmán se le acercó para decirle: «Usted es diferente de los otros, que rara vez se sientan a orar con nosotros. —El anciano hizo una pausa y lo miró con atención antes de continuar—: Usted ha visto al monje. No olvide lo que él le dijo.»

Cinco años después del accidente, a miles de kilómetros de distancia, un anciano conocía el encuentro de Jacob con el monje, algo que había ocurrido mientras él estaba desmayado.

En el consultorio, mientras reflexionaba sobre las últimas revelaciones de Catherine, me pregunté qué habrían dicho nuestros antepasados, los fundadores de la nación, ante la idea de que los seres humanos no son creados iguales. La gente nace con talentos, capacidades y poderes adquiridos en otras vidas. «Pero con el paso del tiempo llegaremos a un punto en el que todos seremos iguales.» Sospeché que ese punto distaba muchas, muchísimas vidas.

Pensé en Mozart y en su increíble talento de niño. ¿Habría sido también una herencia de capacidades anteriores? Al parecer, llevábamos con nosotros de una vida a otra tanto las capacidades como las deudas.

Pensé en la gente que tiende a juntarse en grupos homogéneos, evitando e incluso temiendo a los de fuera. Allí estaba la raíz del prejuicio y del odio entre grupos. «También debemos aprender a no acercarnos sólo a aquellos cuyas vibraciones coinciden con las nuestras.» Ayudar a esos otros. Me era posible sentir las verdades espirituales de esas palabras.

—Tengo que regresar —dijo Catherine—. Tengo que regresar.

Pero yo quería saber más. Le pregunté quién era Robert Jarrod. Ella había mencionado ese nombre durante la última sesión, asegurando que necesitaba mi ayuda.

—No sé... Puede estar en otro plano, no en éste. —Al parecer, no pudo hallarlo—. Sólo cuando quiera, sólo si decide venir a mí —susurró —, me enviará un mensaje. Necesita tu ayuda.

Aun así, no logré comprender cómo me sería posible ayudarlo.

—No sé —repitió Catherine—. Pero eres tú el que debe aprender, no yo.

Eso era interesante. Todo ese material ¿era para mí? ¿O acaso yo tenía que ayudar a Robert Jarrod con las enseñanzas recibidas? En verdad, nunca supimos de él.

—Tengo que regresar —insistió ella—. Antes tengo que ir hacia la luz. —De pronto se mostró alarmada—. Oh, oh, he vacilado mucho tiempo... y como he vacilado, tengo que esperar otra vez.

Mientras ella esperaba, le pregunté qué veía, qué sentía.

—Sólo otros espíritus, otras almas. Ellas también están esperando.

Le pregunté si había alguna enseñanza que pudiéramos recibir mientras esperaba.

—¿Puedes decirnos qué debemos saber? —le pregunté.

—No están aquí para decírmelo —respondió.

Fascinante. Si los Maestros no estaban allí para hablarle, Catherine no podía, por sí, proporcionar el conocimiento.

—Me siento muy inquieta. Quiero irme... Cuando llegue el momento adecuado, me iré.

Una vez más pasaron varios minutos en silencio. Por fin debió de llegar el momento oportuno: había entrado en otra vida.

—Veo manzanos... y una casa, una casa blanca. Yo vivo en la casa. Las manzanas están podridas... gusanos, no sirven para comer. Hay un columpio, un columpio en el árbol.

Le pedí que se observara.

—Tengo pelo claro, pelo rubio. Tengo cinco años. Me llamo Catherine.

Me llevé una sorpresa. Había entrado en su vida actual; era Catherine a los cinco años. Pero debía de estar allí por algún motivo.

—¿Ocurrió algo allí, Catherine?

—Mi padre está enojado con nosotros... porque no debemos estar fuera. Me... me pega con un palo. Es muy pesado; duele... Tengo miedo. —Gemía, hablando como una criatura—. No para hasta hacernos daño. ¿Por qué nos hace esto? ¿Por qué es tan malo?

Le pedí que viera su propia vida desde una perspectiva más elevada y que respondiera a su propia pregunta. Poco tiempo antes había leído que eso se podía hacer. Algunos escritores llamaban a esa perspectiva «yo superior» o «yo elevado». Sentía curiosidad por saber si Catherine podía llegar a ese estado, en caso de que existiera.

En ese caso, sería una poderosa técnica terapéutica, un atajo hacia la penetración psicológica y la comprensión.

—Nunca nos quiso —susurró, muy suavemente—. Siente que somos intrusos en su vida... No nos quiere.

—¿Tampoco a tu hermano varón, Catherine? —pregunté.

—A mi hermano, menos aún. Su nacimiento no estaba planeado. No estaban casados cuando... él fue concebido.

Esa nueva información resultó ser asombrosa para Catherine. Ignoraba lo del embarazo prematrimonial. Más adelante, su madre le confirmó que así había sido.

Aunque estaba relatando una vida, Catherine exhibía ahora una sabiduría y un punto de vista con respecto a su existencia que, hasta entonces, habían estado restringidos al estado intermedio o espiritual. En cierto modo había una parte de su mente más «elevada» una especie de supraconciencia. Tal vez ése era el yo superior que otros describían. Aunque no estuviera en contacto con los Maestros y su espectacular conocimiento, aun así poseía, en su estado supraconsciente, profunda penetración psicológica y gran información, como la de la concepción de su hermano. La Catherine consciente, cuando estaba despierta, se mostraba mucho más ansiosa y limitada, mucho más simple y comparativamente superficial. No podía recurrir a ese estado supraconsciente. Me pregunté si los profetas y los sabios de las religiones orientales y occidentales, esos que llamamos «realizados», eran capaces de utilizar ese estado para obtener su sabiduría y sus conocimientos. En ese caso, todos tendríamos la capacidad de hacerlo, pues todos debemos de poseer ese supraconsciente. El psicoanalista Carl Jung sabía de la existencia de los diferentes niveles de conciencia; escribió acerca del inconsciente colectivo, un estado que tiene similitudes con el supraconsciente de Catherine.

Cada vez me sentía más frustrado por el abismo infranqueable que había entre el intelecto despierto y consciente de Catherine y su mente supraconsciente en el nivel de trance. Mientras estaba hipnotizada podía mantener conmigo fascinantes diálogos filosóficos a nivel supraconsciente. Sin embargo, cuando estaba despierta no mostraba interés alguno por la filosofía ni los temas relacionados con ella. Vivía en el mundo de los detalles cotidianos, ignorante del genio que en ella habitaba.

Mientras tanto, su padre la estaba atormentando, y los motivos se hacían evidentes.

—Tiene muchas lecciones que aprender —sugerí, en tono de interrogación.

—Sí..., en efecto.

Le pregunté si sabía qué necesitaba aprender él.

—Ese conocimiento no se me revela. —La voz era objetiva y distante—. Se me revela lo que es importante para mí, lo que me concierne. Cada persona debe ocuparse de sí misma... de hacerse... íntegra. Tenemos lecciones que aprender... cada uno de nosotros. Deben ser aprendidas una a una... en orden. Sólo entonces podemos saber qué necesita la persona de al lado, qué le falta o qué nos falta a nosotros para ser íntegros.

Hablaba en un susurro suave, y ese susurro encerraba una amorosa objetividad.

Cuando Catherine volvió a hablar, lo hizo otra vez con voz aniñada:

—¡Me da asco! Me hace comer esas cosas que no quiero. Es una comida... lechuga, cebollas, cosas que detesto. Me obliga a comerlas y sabe que me voy a poner mala. ¡Pero no le importa!

Catherine empezó a dar arcadas. Jadeaba, sofocada. Volví a sugerir que viera la escena desde una perspectiva superior, pues necesitaba comprender qué inducía a su padre a actuar de ese modo. Ella replicó en un susurro enronquecido:

—Eso ha de llenar en él cierto vacío. Me odia por lo que me hizo. Me odia y se odia a sí mismo.

Yo tenía casi olvidado el abuso sexual sufrido por Catherine a los tres años.

—Por eso debe castigarme... Debo de haber hecho algo para que él actúe así.

Ella tenía sólo tres años de edad y su padre estaba ebrio. Sin embargo, desde entonces llevaba esa culpa muy dentro. Le expliqué lo obvio:

—Tu eras sólo un bebé. Tienes que liberarte de esa culpa. Tú no hiciste nada. ¿Qué podía hacer una niña de tres años? No fuiste tú, sino tu padre.

—Debía de odiarme ya entonces —susurró, con suavidad—. Yo lo conocía antes, pero ahora no puedo recurrir a esa información. Tengo que volver a ese momento.

Aunque ya habían pasado varias horas, quise regresar a esa relación previa. Le di instrucciones detalladas.

—Te hallas en un estado profundo. Dentro de un instante empezaré a contar hacia atrás, de tres a uno. Entrarás en un estado más profundo y te sentirás totalmente segura. Tu mente estará en libertad de vagar otra vez por el tiempo, hasta la época en que se inició el vínculo con el padre que tienes en tu vida actual, hasta el momento que tuvo mayor influencia en lo que ocurrió en tu infancia entre tú y él. Cuando yo diga «uno» volverás a esa vida y lo recordarás. Es importante para tu curación. Puedes hacerlo. Tres... dos... uno.

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