Muchas vidas, muchos maestros (4 page)

—En un edificio aparte —continuó—, puedo ver los cuerpos. Estamos envolviendo cadáveres. El alma pasa al otro lado. Cada uno se lleva sus pertenencias, a fin de prepararse para la vida siguiente, más grandiosa.

Estaba expresando algo que parecía el concepto egipcio de la muerte y el más allá, diferente de todas nuestras creencias. En esa religión, uno podía llevarse sus pertenencias consigo.

Dejó esa vida y descansó. Hizo una pausa de varios minutos antes de entrar en un tiempo que parecía antiguo.

—Veo hielo, colgando de una cueva... rocas... —Describió vagamente un sitio oscuro y miserable. Se sentía visiblemente incómoda. Más adelante detalló lo que había visto de sí misma—: Era fea, sucia y maloliente.

Y partió hacia otro tiempo.

—Hay algunos edificios y un carro con ruedas de piedra. Tengo el pelo castaño, cubierto con un paño. La carreta contiene paja. Soy feliz. Allí está mi padre... Me abraza. Es... es Edward (el pediatra que le aconsejó insistentemente que consultara conmigo). Es mi padre. Vivimos en un valle con árboles. En el patio hay olivos e higueras. La gente escribe en papeles. Están cubiertos de marcas raras, parecidas a letras. La gente escribe todo el día para hacer una biblioteca. Estamos en el 1536 a. de C. La tierra es estéril. Mi padre se llama Perseo.

El año no correspondía exactamente, pero tuve la seguridad de que estaba en la misma vida sobre la que me había informado en la sesión anterior. La llevé hacia delante en el tiempo, sin apartarla de esa vida.

—Mi padre te conoce (se refería a mí). Tú y él conversáis sobre las cosechas, la ley y el gobierno. Dice que eres muy inteligente y que yo debería prestarte atención.

La adelanté un poco más.

—Él (su padre) está tendido en una habitación oscura. Es viejo y está enfermo. Hace frío... me siento tan vacía...

Siguió hasta el momento de su muerte.

—Ahora yo también soy vieja y débil. Allí está mi hija, cerca de mi cama. Mi esposo ya ha muerto. Mi yerno está allí, y también sus hijos. Hay muchas personas a mi alrededor.

Esa vez, su muerte fue apacible. Flotaba. ¿Flotaba? Eso me hizo pensar en los estudios del doctor Raymond Moody sobre las víctimas de experiencias de casi muerte. Sus sujetos también recordaban haber flotado antes de verse atraídos otra vez hacia el cuerpo. Yo había leído ese libro varios años antes; tomé nota mental de que debía releerlo. Me pregunté si Catherine recordaría algo más allá de la muerte, pero sólo pudo decir:

—Floto, nada más.

La desperté y di esa sesión por terminada.

Revolví las bibliotecas de medicina, con un apetito nuevo e insaciable por cualquier artículo científico que se hubiera publicado sobre la reencarnación. Estudié las obras del doctor Ian Stevenson, respetado profesor de psiquiatría en la Universidad de Virginia, quien ha publicado una extensa bibliografía psiquiátrica. El doctor Stevenson ha reunido más de dos mil ejemplos de niños con recuerdos y experiencias del tipo de la reencarnación. Muchos presentaban xenoglosia, la capacidad de hablar un idioma extranjero al que nunca habían estado expuestos. Estas historias clínicas están completas, cuidadosamente investigadas; son en verdad notables.

Leí un excelente panorama científico de Edgar Mitchell. Con gran interés, examiné los datos de percepciones extrasensoriales reunidos por la Universidad de Duke, y los escritos del profesor C. J. Ducasse de la Universidad de Brown; también analicé con atención los estudios de los doctores Martin Ebon, Helen Wambach, Gertrude Schmeidler, Frederick Lenz y Edith Fiore. Cuanto más leía, más quería leer. Comencé a comprender que, si bien me tenía por profesional bien informado con respecto a todas las dimensiones de la mente, mi instrucción era muy limitada. Hay bibliotecas enteras llenas de este tipo de investigación y bibliografía, pero son muy pocos los que las conocen. Una gran parte de esta investigación fue realizada, verificada y reproducida por respetables médicos y científicos. ¿Es posible que todos estuvieran equivocados, que se engañaran? Las pruebas parecían abrumadoramente positivas, pero yo aún dudaba. Abrumadoras o no, me costaba creer en ellas. Tanto Catherine como yo, cada uno a su modo, habíamos quedado profundamente afectados por la experiencia. Catherine mejoraba en el plano emocional; yo ensanchaba los horizontes de mi mente. Ella, atormentada por sus miedos durante muchos años, empezaba a hallar algún alivio. Ya fuera por medio de recuerdos verdaderos, o por medio de vívidas fantasías, yo había hallado el modo de ayudarla y no pensaba detenerme.

Por un breve instante pensé en todo esto, mientras Catherine caía en trance, al iniciarse la sesión siguiente. Antes de la inducción hipnótica, ella me había relatado un sueño sobre cierto juego que se jugaba en viejos peldaños de piedra, con un tablero cuadriculado en el cual había agujeros. El sueño le había parecido especialmente vívido. Le indiqué que superara los límites normales del tiempo y el espacio, que fuera hacia atrás para ver si ese sueño tenía sus raíces en alguna reencarnación previa.

—Veo escalones que llevan a una torre... da a las montañas, pero también al mar. Soy un muchacho... Tengo el pelo rubio... extraño. Visto ropas cortas, pardas y blancas, hechas de pieles de animal. En lo alto de la torre hay algunos hombres que vigilan... guardias. Están sucios. Juegan a algo parecido al ajedrez, pero no es eso. El tablero no es cuadrado, sino redondo. Juegan con piezas afiladas, semejantes a dagas, que se ajustan a los agujeros. Las piezas tienen arriba cabezas de animales. ¿Territorio de Kirustán (ortografía fonética)? En los Países Bajos, alrededor de 1473.

Le pregunté el nombre del lugar en donde vivía y si podía ver u oír un año.

—Ahora estoy en un puerto marítimo; la tierra desciende hasta el mar. Hay una fortaleza... y agua. Veo una cabaña... mi madre, cocinando en una olla de arcilla. Me llamo Johan.

Avanzó hasta su muerte. A esa altura de nuestras sesiones, yo aún buscaba un único y abrumador suceso traumático que pudiera causar o explicar sus síntomas actuales. Aun si esas visualizaciones, notablemente explícitas, eran pura fantasía (y yo no habría podido asegurarlo) lo que ella creyera o pensara podía aún servir de base a sus síntomas. Después de todo, yo había visto a pacientes traumatizados por sus sueños. Algunos no lograban recordar si un trauma de la infancia se había producido en la realidad o sólo en un sueño, pero su recuerdo todavía los obsesionaba en la vida adulta.

Lo que aún no apreciaba del todo era que el constante martilleo diario de las influencias socavadoras, como las críticas mordaces de un progenitor, podían causar traumas psíquicos incluso peores que un solo suceso traumático. Esas influencias perjudiciales, puesto que se funden con el entorno diario de la vida, son aún más difíciles de recordar y exorcizar. Una criatura criticada de manera constante puede perder tanta confianza y autoestima como quien recuerda haber sido humillado en una horrible ocasión especial. El niño nacido en una familia pobre, a quien diariamente le falta la comida en cantidad suficiente, puede sufrir con el tiempo los mismos problemas psíquicos que quien experimentó un único episodio importante en el que estuvo a punto de morir de hambre por casualidad. Pronto comprendería yo que el castigo cotidiano de fuerzas negativas debía ser reconocido y resuelto con tanta atención como la que se presta a un único y abrumador acontecimiento traumático.

Catherine comenzó a hablar.

—Hay botes, parecidos a canoas, pintados de colores intensos. Zona de Providence. Tenemos armas, lanzas, hondas, arcos y flechas, pero más grandes. En el bote hay remos grandes y extraños... Todo el mundo tiene que remar. Quizás estamos perdidos; está oscuro. No hay luces. Tengo miedo. Nos acompañan otros botes (una incursión de ataque, al parecer). Temo a los animales. Dormimos sobre sucias y malolientes pieles de animales. Estamos de exploración. Tengo zapatos extraños, como sacos... atados a los tobillos... hechos también con pieles de animal. (Larga pausa.) Siento en la cara el calor del fuego. Los míos están matando a los otros, pero yo no. No quiero matar. Tengo el cuchillo en la mano.

De pronto comenzó a gorjear y a respirar trabajosamente. Informó de que un combatiente enemigo la había aferrado desde atrás, por el cuello, para degollarla con un puñal. Vio la cara del asesino antes de morir: era Stuart. El aspecto del hombre era diferente, pero ella sabía que se trataba del mismo. Johan había muerto a los veintiún años.

Luego se encontró flotando por encima de su cuerpo y observando la escena de abajo. Se elevó hasta las nubes, perpleja y confundida. Pronto se sintió atraída hacia un espacio «diminuto y cálido». Estaba a punto de nacer.

—Alguien me tiene en brazos —susurró, lenta y soñadoramente—, alguien que ayudó en el nacimiento. Lleva un vestido verde y delantal blanco. Y un sombrero blanco, doblado hacia atrás en las esquinas. Las ventanas del cuarto son muy extrañas... tienen muchas secciones. El edificio es de piedra. Mi madre tiene el pelo largo y oscuro. Quiere abrazarme. Tiene puesto un camisón extraño... áspero. Duele frotarse contra él. Es agradable estar al sol, abrigada otra vez. Es... ¡es la misma madre que tengo ahora!

En la sesión anterior, yo le había indicado que observara con atención a las personas importantes de cada vida, por si podía identificarlas con las personas importantes de su existencia actual. Según casi todos los escritores, los grupos de almas tienden a reencarnarse juntos una y otra vez, para elaborar el karma (deudas para con otros y para con uno mismo, lecciones que hay que aprender) a lo largo de muchas vidas.

En mis intentos de comprender ese extraño y espectacular drama que se desplegaba en mi tranquilo y penumbroso consultorio, sin que el resto del mundo lo supiera, yo quería verificar esa información. Sentía la necesidad de aplicar el método científico, el que había utilizado rigurosamente en los quince años de investigación previa, para evaluar ese curiosísimo material que emergía de los labios de Catherine.

Entre una y otra sesiones, la misma Catherine se iba volviendo más y más psíquica. Tenía intuiciones con respecto a personas y acontecimientos que resultaban acertadas. Durante la hipnosis había comenzado a anticiparse a mis preguntas, sin darme tiempo a formularlas. Muchos de sus sueños tenían una inclinación precognitiva o de adivinación.

En cierta ocasión en que sus padres fueron a visitarla, su padre expresó muy grandes dudas sobre lo que estaba ocurriendo. Para demostrarle que era cierto, ella lo llevó al hipódromo. Allí procedió a indicar al ganador de cada carrera. Su padre quedó atónito. Una vez demostrado lo que ella deseaba, tomó todo el dinero que había ganado y se lo entregó al primer pobre con quien se cruzó al salir del hipódromo. Sabía, por intuición, que los poderes espirituales recién obtenidos no debían ser utilizados para obtener recompensas materiales. Para ella tenían una importancia mucho más elevada. Según me dijo, esa experiencia la asustaba un poco, pero estaba tan complacida con los progresos logrados que se sentía ansiosa por continuar con las regresiones.

Por mi parte, sus habilidades psíquicas me espantaban y me fascinaban al mismo tiempo; sobre todo, el episodio del hipódromo. Era una prueba tangible: Catherine tenía el boleto ganador de cada una de las carreras. No se trataba de una coincidencia. Algo muy raro había estado pasando en esas últimas semanas, y yo me esforzaba por no perder mi perspectiva. No podía negar que la muchacha tenía aptitudes psíquicas. Y si éstas eran reales y podían producir pruebas tangibles, ¿serían verdad también sus descripciones de hechos acaecidos en vidas pasadas?

Ahora volvía a la vida en la que acababa de nacer. Esa encarnación parecía más reciente, pero no pudo identificar un año. Se llamaba Elizabeth.

—Ahora soy mayor; tengo un hermano y dos hermanas. Veo la mesa de la cena... Allí está mi padre... es Edward (el pediatra, nuevamente representando el papel de padre). Mis padres están riñendo otra vez. La comida es patatas con habichuelas, y él se ha enojado porque está fría. Discuten mucho. Él se pasa todo el tiempo bebiendo... Golpea a mi madre. (La voz de Catherine sonaba asustada y estaba visiblemente estremecida.) Empuja a los niños. No es como antes, no es la misma persona. No me gusta. Ojalá se fuera.

Hablaba como una criatura.

Las preguntas que yo le hacía en esas sesiones eran por supuesto muy diferentes de las que utilizaba en la psicoterapia normal. Con Catherine actuaba casi a la manera de un guía; trataba de revisar toda una vida en una o dos horas, buscando acontecimientos traumáticos y patrones perjudiciales que pudieran explicar sus síntomas de la actualidad. La terapia corriente se realiza a ritmo mucho más detallado y lento. Se analiza cada palabra elegida por el paciente, en busca de matices y significados ocultos. Cada gesto facial, cada movimiento del cuerpo, cada inflexión de la voz deben ser tenidos en cuenta y evaluados. Cada reacción emocional merece un cuidadoso escrutinio. Se construyen minuciosamente los patrones de conducta. Con Catherine, en cambio, los años podían transcurrir en minutos. Las sesiones con ella eran como conducir un auto de carrera a toda velocidad... y tratando de distinguir las caras de la multitud.

Volví mi atención a Catherine y le pedí que avanzara en el tiempo.

—Ahora estoy casada. Nuestra casa tiene una sola habitación, grande. Mi esposo es rubio. No lo conozco. (Es decir, aún no ha aparecido en la vida actual de Catherine.) Todavía no tenemos hijos... Él es muy bueno conmigo. Nos amamos y somos felices.

Al parecer, había escapado con éxito a la opresión del hogar paterno. Le pregunté si podía identificar la zona en donde vivía.

—¿Brennington? —susurró, vacilando—. Veo libros con cubiertas antiguas y raras. El grande se cierra con una correa. Es la Biblia. Hay letras grandes y extrañas... Idioma gaélico.

En ese punto dijo algunas palabras que no pude identificar. No tengo idea de si eran o no gaélicas.

—Vivimos tierra adentro, no cerca del mar. El condado... ¿Brennington? Veo una granja con cerdos y corderos. Es nuestra. —Se había adelantado en el tiempo—. Tenemos dos varones... El mayor se casa. Veo la torre de la iglesia... un antiquísimo edificio de piedra.

De pronto le dolía la cabeza; sufría y se apretaba la sien izquierda. Dijo que se había caído en los escalones de piedra, pero se repuso. Murió a edad avanzada, en su cama, rodeada por toda la familia.

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