Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición. (2 page)

—El fondo de inversión es un
hobby
en realidad —reconoció modestamente Eduardo ante el expectante grupito de americanas—, nos centramos sobre todo en los futuros de petróleo. Veréis, siempre me ha obsesionado la meteorología y he hecho unas cuantas predicciones acertadas de huracanes que el resto del mercado no había tenido en cuenta.

Eduardo sabía que estaba caminando por el filo de la navaja al reconocer lo estúpido del método que le había permitido adelantarse al mercado del petróleo; sabía que el miembro del Phoenix quería oírle hablar de los trescientos mil dólares que había ganado comprando y vendiendo petróleo, no de la pringada obsesión por la meteorología que lo había hecho posible. Pero Eduardo también deseaba un poco de lucimiento personal; la mención del fondo de inversión no hacía más que confirmar lo que Eduardo ya sospechaba: que la única razón de que estuviera en aquella sala era su reputación de promesa del mundo de los negocios.

A ver, estaba claro que no tenía mucho más a su favor. No era ningún atleta, no procedía de una antigua familia de dinero, y ciertamente no estaba en la cresta de la vida social de la universidad. Era desgarbado, con unos brazos un poco demasiado largos en relación con su cuerpo, y sólo lograba relajarse realmente cuando bebía. Pero a pesar de todo estaba allí, en aquella sala. Con un año de retraso —la mayoría de los chicos eran «fichados» durante el otoño de su segundo año, no del tercero— pero allí estaba.

Todo el proceso de los fichajes le había cogido por sorpresa. Apenas hacía dos noches que una invitación se coló por debajo de la puerta de su habitación, mientras Eduardo estaba sentado en su escritorio escribiendo un texto de veinte páginas acerca de una estrambótica tribu de la selva amazónica. No era ningún billete directo al mundo de Nunca Jamás —de los doscientos alumnos sobre todo de segundo curso que habían sido invitados al primer cóctel, sólo una veintena se convertirían en nuevos miembros del Phoenix— pero había sido tan excitante para Eduardo como el momento de abrir la carta de aceptación de Harvard. Había suspirando por tener la posibilidad de entrar en alguno de los clubes desde que había ingresado en Harvard, y ahora finalmente se presentaba esa oportunidad.

Ahora ya sólo dependía de él… y por supuesto de los tíos con corbatas negras moteadas de pajaritos. Cada uno de los cuatro encuentros —como la fiesta de toma de contacto de aquella noche— era una especie de entrevista masiva. Cuando Eduardo y el resto de invitados se fueran de regreso a sus diversos dormitorios diseminados por todo el campus, los miembros del Phoenix se reunirían en alguna de las habitaciones secretas del piso de arriba para deliberar acerca de sus destinos. Después de cada evento se reducía el número de invitaciones para el siguiente, hasta que los doscientos quedaran reducidos a veinte.

Si Eduardo superaba el corte, su vida cambiaría. Y si eso requería cierta «elaboración» de un verano dedicado a analizar cambios barométricos y a predecir cómo afectarían esos cambios a los patrones de distribución del petróleo… bueno, Eduardo no tenía nada en contra de la creatividad aplicada.

—Lo importante es encontrar el modo de convertir esos trescientos mil en tres millones —Eduardo sonrió—. Pero eso es lo divertido de los fondos de inversión. Te despiertan la imaginación.

Eduardo estaba totalmente lanzado, y arrastraba consigo a todo el grupo de americanas. Había estado cultivando su habilidad para comer el tarro a lo largo de numerosas fiestas previas en sus dos primeros cursos; lo importante era olvidarse de que esto no era ya un ejercicio, sino la guerra de verdad. Eduardo se esforzaba en pensar que estaba todavía en una de esas veladas menos importantes en las que nadie le estaba juzgando realmente, en las que no estaba luchando por entrar en alguna lista crucial. Recordaba una al menos que había ido increíblemente bien: una fiesta temática caribeña, con falsas palmeras y arena en el suelo. Eduardo se esforzó en trasladarse mentalmente otra vez a esa fiesta, en recrear los detalles mucho menos imponentes del decorado, en recordar lo fácil que había sido la conversación. En unos instantes se había relajado aún más y había conseguido quedar atrapado en su propia historia, por el sonido de su propia voz.

Era como si volviera a estar en la fiesta caribeña, hasta el último detalle. Recordaba la música reggae que rebotaba contra las paredes, el sonido de los bajos que le zumbaba en las orejas. Recordaba el ponche de ron y las chicas con bikinis floreados.

Incluso recordaba a un tío con una melena rizada como una fregona que se quedó plantado en un rincón de la sala, apenas a tres metros de donde estaba Eduardo; el chico estuvo contemplando sus progresos mientras luchaba por reunir los ánimos necesarios para seguir sus pasos y acercarse a alguno de los tipos del Phoenix antes de que fuera demasiado tarde. Pero no se había movido de la esquina; de hecho, su incomodidad había sido tan palpable que había actuado como un campo de fúerza hasta dejar limpia toda una zona de la sala a su alrededor, en virtud de una especie de magnetismo invertido que había terminado alejando a todos los que estaban cerca de él.

Eduardo había sentido algo de simpatía por el chico del pelo rizado en ese momento, no sólo porque le había reconocido sino también porque no había ninguna posibilidad de que alguien así entrara en el Phoenix. Un tío así no tenía opción en un cóctel de ingreso en ninguno de los Clubs Finales; sólo Dios sabía lo que hacía ya en aquella fiesta previa. Harvard tenía toda clase de lugares adecuados para tíos así; laboratorios informáticos, asociaciones ajedrecistas, decenas de organizaciones
underground
y
hobbies
al gusto de cualquier clase de disfuncionalidad social. Con una sola mirada, Eduardo había confirmado que el tío no tenía la menor noción de cómo había que moverse en una red social para ingresar en un club como el Phoenix.

Pero en aquel momento, igual que ahora, Eduardo estaba demasiado ocupado persiguiendo su propio sueño como para dedicar mucho tiempo a pensar en el chico torpe de la esquina.

Ciertamente, no tenía forma de saber, ni entonces ni ahora, que el chico del pelo rizado iba a revolucionar algún día el concepto mismo de lo que es una red social. Y el día que lo hiciera, el chico del pelo rizado que luchaba por encontrar su lugar en aquella fiesta previa iba a cambiar la vida de Eduardo más de lo que podría hacerlo jamás ningún Club Final.

CAPÍTULO 2:
Harvard Yard

Eran la una y diez de la madrugada y las decoraciones comenzaban a tener serios problemas. No era sólo que las cintas blancas y azules de papel crepé que colgaban de pared a pared comenzaran a colgar demasiado —una de ellas amenazaba con cubrir completamente el enorme bol de ponche bajo sus rizos— sino que ahora los carteles chillones que ocupaban buena parte del espacio que dejaba vacío el papel crepé también habían comenzado a descolgarse y a caer al suelo con alarmante frecuencia. En algunas zonas, la moqueta beige había desaparecido prácticamente bajo montañas de páginas brillantes impresas por ordenador.

Una inspección más detallada revelaba la lógica que había detrás de la catástrofe de los decorados: no costaba mucho ver los extremos despegados de las tiras de cinta adhesiva que sostenían los coloridos carteles y las cintas de papel crepé, resultado de la condensación generada por los radiadores a máxima potencia que se alineaban en las paredes, y que en ningún momento dejaban de trabajar por la destrucción de la improvisada ambientación.

El calor sin embargo era necesario, pues estaban en Nueva Inglaterra y en pleno mes de octubre. Ciertamente, la pancarta que colgaba del techo sobre los carteles moribundos era toda calidez —encuentro de ALPHA EPSILON PI, 2003— pero ninguna pancarta podía competir con el hielo que comenzaba a formarse en las ventanas exageradamente grandes de la pared del fondo de la cavernosa aula. En definitiva, el comité de decoración había hecho lo que había podido con la sala, que normalmente albergaba las clases de historia y filosofía más numerosas, alojada como estaba en un rincón de la quinta planta de un viejo edificio de Harvard Yard. Habían apartado las innumerables filas de sillas gastadas y mesas destartaladas, se habían esforzado por cubrir las paredes anodinas y llenas de grietas con pósters y papel crepé, y habían colgado la pancarta cubriendo buena parte de los feos y desproporcionados fluorescentes. Y luego estaba el golpe de gracia: un reproductor iPod conectado a dos altavoces enormes y de aspecto caro, que habían dispuesto sobre el pequeño estrado en la cabecera del aula, donde se encontraba habitualmente el atril del profesor.

Era la una menos diez de la mañana, y el iPod funcionaba a todo trapo, llenando el aire con una mezcla de pop y folk-rock anacrónico, reflejo de una lista de reproducción esquizofrénica o de la incapacidad del comité de superar sus diferencias internas. Aun así, la música no era tan mala y los altavoces eran una aportación nada desdeñable por parte de quien fuera que estuviera a cargo de la fiesta. El sarao del año anterior había consistido en un televisor en color situado en el fondo del aula que reproducía interminablemente un DVD alquilado de las cataratas del Niágara. A nadie le importaba que las cataratas del Niágara no tuvieran nada que ver con Alpha Epsilon Pi o con Harvard; el sonido del agua parecía de algún modo adecuado para una fiesta, y el comité no había tenido que gastar ni un duro.

El sistema de altavoces era una mejora, igual que los carteles a medio caer. La fiesta, por otro lado, se mantenía dentro de lo previsible.

Eduardo estaba de pie bajo la pancarta, con unos Dockers colgando sobre sus piernas de cigüeña y una camisa Oxford abrochada hasta la garganta. Le rodeaban cuatro tipos vestidos de forma similar, la mayoría alumnos de segundo y tercero. Todos juntos constituían un tercio de la asistencia a la fiesta. La mezcla incluía también a dos o tres chicas, en algún lugar al otro extremo de la sala. Una de ellas se había atrevido incluso a ponerse falda para la ocasión, aunque había optado por llevarla sobre unas tupidas mallas grises, por respeto a la climatología.

No era exactamente el escenario ideal de
Animal House,
pero, por otro lado, el ambiente en las fraternidades
underground
de Harvard estaba lejos de las bacanales griegas que podían encontrarse en otras universidades. Y Epsilon Pi no era exactamente la perla de las
underground,
como principal fraternidad judía del campus, sus miembros destacaban más por sus calificaciones medias que por sus tendencias fiesteras. Esta reputación no tenía nada que ver con sus tendencias religiosas nominales; los judíos realmente practicantes, los que observaban el
kosher
y sólo tenían novias dentro de la tribu, formaban parte de Hillel House, una fraternidad que tenía su propio edificio en el campus y disponía de un verdadero presupuesto, por no hablar de miembros de ambos géneros. Epsilon Pi era para los judíos seculares, cuyos apellidos eran el elemento más claramente judío en ellos. Para los chicos Epsilon Pi, una novia judía estaba bien porque hacía feliz a papá y mamá. Pero en realidad era mucho más probable que tuvieran una novia asiática.

Eso era precisamente lo que Eduardo les estaba explicando a los compañeros de fraternidad que le rodeaban (un tema de conversación que visitaban con frecuencia, pues giraba alrededor de una filosofía que todos podían compartir).

—No es que los tíos como yo se sientan en general atraídos por las chicas asiáticas —exponía Eduardo, entre sorbo y sorbo de ponche—, es que las chicas asiáticas se sienten atraídas en general por tipos como yo. Y si se trata de optimizar mis opciones de ligar con la tía más buena posible, debo orientar mi apuesta hacia el tipo de chicas que es más probable que estén interesadas.

Los otros asintieron, apreciando su lógica. Otras veces habían desarrollado esta sencilla ecuación hasta convertirla en un algoritmo mucho más complejo que supuestamente explicaba la conexión entre los chicos judíos y las chicas asiáticas, pero hoy preferían quedarse con una versión simple, tal vez por respeto a la música, que ahora reverberaba a tal potencia a través de los altavoces que resultaba difícil desarrollar ningún tipo de pensamiento complejo.

—Aunque por el momento —dijo Eduardo con una mueca, mirando hacia la chica con la combinación de falda y mallas— este estanque parece un poco seco.

De nuevo todo fue asentimiento a su alrededor, pero no daba la impresión de que ninguno de sus cuatro compañeros de fraternidad fuera a hacer nada para cambiar la situación. El chico de la derecha de Eduardo medía metro y medio y era más bien regordete; también formaba parte del equipo de ajedrez de Harvard y hablaba seis idiomas con fluidez, ninguno de los cuales parecía ayudar cuando se trataba de comunicarse con las chicas. El chico que tenía al otro lado dibujaba una tira cómica para
Crimson
y pasaba la mayor parte de su tiempo libre jugando a videojuegos RPG en la sala de estudiantes que había sobre el comedor de la Residencia Leverett. El compañero de habitación del dibujante, que estaba a su lado, superaba sin problemas el metro ochenta; pero en lugar de dedicarse al baloncesto en secundaria había optado por la esgrima, en un instituto de alumnado mayoritariamente judío; era bueno con la espada, lo cual resultaba tan útil para ligar con chicas como en cualquier otro aspecto de la vida moderna. Sin duda estaría preparado si un grupo de piratas del siglo dieciocho atacara el dormitorio de alguna tía buena, pero en cualquier otra situación su habilidad era más bien inútil.

El cuarto chico, el que estaba de pie frente a Eduardo, también había hecho esgrima —en Exeter—, pero no tenía ni mucho menos la complexión del chico de su izquierda. Era más bien desgarbado, como Eduardo, aunque sus piernas y sus brazos estaban más proporcionados en relación con su cuerpo delgado, no del todo antiatlético. Vestía bermudas en lugar de Dockers y sandalias sin calcetines. Tenía la nariz prominente, una mata de pelo rizado entre rubio y castaño y unos ojos azul claro. Había algo juguetón en aquellos ojos, pero ahí terminaba toda impresión de emoción natural o de empatia posible. Su estrecho rostro estaba por lo demás vacío de toda expresión. Y su postura, su aura en general —su forma de encerrarse sobre sí mismo, incluso aquí, en la seguridad de su propia fraternidad, por más que participara en la dinámica del grupo— reflejaba una incomodidad casi dolorosa en un contexto social.

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