Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición. (5 page)

—Victor dice que puede darnos algunos nombres —prosiguió Divya mientras trataba de escurrir el periódico sobre el bol de cereales para secarlo—. Gente de sus clases de informática. Podemos comenzar a entrevistar a candidatos, hacer correr la voz de que buscamos a alguien.

—Puedo preguntar en el Porc —añadió Cameron—. Quiero decir, no creo que haya nadie allí que sepa nada de ordenadores, pero tal vez alguien tenga a un hermano menor.

Fantástico, pensó Tyler, ahora tendrían que poner un anuncio en el edificio de ciencias y pasearse por los laboratorios de informática. Contempló los esfuerzos de Divya con el periódico y a pesar de su frustración no pudo evitar una sonrisa. Divya era todo educación: hijo de dos doctores indios de Bayside, Queens, había seguido los pasos de su hermano mayor hasta Harvard. Siempre iba bien vestido, bien peinado, siempre hablaba con educación. Nadie habría sospechado que era un genio con la guitarra eléctrica, más específicamente un maestro en la técnica del riff en el
heavy-metal.
En público era siempre tan jodidamente pulcro. Incluso le gustaba conservar su periódico limpio.

Mientras contemplaba a Divya y el periódico, la mirada de Tyler se deslizó inadvertidamente hasta la mesa de chicas de detrás de su amigo. La más alta del grupo —una morena imponente de ojos marrones, con una camiseta de tirantes muy escotada bajo una camiseta de Harvard Athletics cuidadosamente recortada— le estaba mirando, sonriendo sobre una franja de hombro moreno deliberadamente puesta al descubierto. Tyler no pudo evitar devolverle la sonrisa.

Divya tosió, interrumpiendo los pensamientos de Tyler.

—Dudo seriamente que esté interesada en el lenguaje HTML.

—No hay nada malo en preguntar —respondió Tyler guiñándole el ojo a la morena. Luego se levantó de la mesa. La reunión había sido corta, pero no podían hacer mucho más hasta que encontraran a un nuevo Victor. Tyler dio un par de pasos hacia el grupo de chicas, pero se paró un momento para girarse con una sonrisa hacia su amigo indio y su periódico cubierto de cereales.

—Una cosa es segura: no vas a encontrar a ningún programador en el puto
Crimson.

CAPÍTULO 4:
Pollos caníbales

Eduardo empujó las pesadas dobles puertas tan silenciosamente como pudo y se deslizó al fondo de la enorme aula. Hacía rato que la clase había empezado; al fondo de la sala, sobre un escenario elevado como en un cine e iluminado desde atrás por unos cuantos focos de tamaño industrial, un hombrecito bajo y rechoncho con un abrigo deportivo de tweed se agitaba detrás de un inmenso atril de roble. El hombre era todo energía y sus mejillas brillaban de pasión. Sus bracitos se movían arriba y abajo, y cada pocos minutos daba un golpe con ellos sobre el atril que sonaba como un disparo en los altavoces y quedaba suspendido en los techos ridiculamente altos de la sala. Luego señalaba por encima de su hombro, detrás del cual, desplegado sobre una pizarra de tres metros de altura, colgaba un mapa a todo color que parecía un cruce entre algo sacado de un libro de Tolkien y algo que podría haber colgado en la sala de guerra de Franklin Delano Roosevelt.

Eduardo no tenía la menor idea de cuál era aquella clase o de qué iba. No reconocía al profesor, pero eso no era nada inusual; en Harvard había muchísimos profesores, asistentes y tutores, y no podía esperarse que uno los conociera a todos. A juzgar por el tamaño de la sala —y por el hecho de que sus trescientos asientos estuvieran casi todos ocupados— debía formar parte del Currículo Básico. Sólo las clases del Currículo Básico eran tan grandes, pues eran obligatorias: lo que estudiantes como Eduardo y Mark consideraban los males inevitables de la vida en Harvard.

El Currículo Básico en Harvard era algo más que un requisito: era lo que la escuela consideraba una filosofía. La idea era que todo alumno debía dedicar al menos una cuarta parte de sus horas de clase a cursos dirigidos a formar alumnos «completos». Las categorías que integraban el Currículo Básico eran: otras culturas, estudios históricos, literatura, razonamiento moral, razonamiento numérico, ciencia y análisis social. La idea parecía razonable; pero en la práctica las clases del Currículo Básico ni siquiera se acercaban a sus elevados ideales. La razón era que en el fondo esas clases caían siempre al nivel del mínimo común denominador, pues nadie tomaba un curso del Currículo Básico porque estuviera realmente interesado en la materia. De modo que en lugar de cursos serios y académicos sobre historia y arte, lo que tenías eran clases como «Folclore y mitología» (afectuosamente conocida entre los alumnos que dormían en sus largas sesiones como «Grecia para cabezas cuadradas») o una introducción simplificada a la física («Física para poetas»). También había media docena de extraños cursos de antropología que no tenían casi nada que ver con el mundo real. Debido al Currículo Básico, casi todos los graduados de Harvard se habían matriculado al menos en un curso sobre los yanomamö, el «fiero pueblo» de la selva amazónica, una estrambótica tribu que seguía viviendo como si estuviera en la Edad de Piedra. Un graduado de Harvard no tendría por qué saber demasiado de política o de matemáticas; pero pregúntele sobre los yanomamö y cualquiera de ellos le podrá decir que eran muy fieros, que a menudo luchaban entre ellos con largos palos y practicaban extraños rituales de
piercing
que resultaban aún más inquietantes que los practicados por los skaters de Harvard Square.

Desde el fondo de la inmensa sala, Eduardo contempló los saltos del profesor detrás del atril y trató de pescar frases sueltas entre los ecos del sistema de sonido. Según parecía, este curso en particular tenía algo que ver con la historia o la filosofía; tras un examen más detallado, el mapa que había detrás del profesor parecía corresponder a Europa en algún momento de los últimos trescientos años, lo cual no terminaba de aclarar la cuestión. Eduardo no creía que la clase tuviera nada que ver con los yanomamö, aunque en Harvard eso nunca se podía asegurar.

Aquella mañana en particular, Eduardo no estaba allí para convertirse en una persona más «completa». Su misión era de naturaleza muy distinta.

Eduardo escudriñó la sala, usando una mano como visera para protegerse de los enormes focos del escenario, que parecían estar orientados en la dirección menos indicada para el fin que debían cumplir. Su otra mano estaba ocupada; debajo del brazo izquierdo llevaba una abultada caja cubierta de una gran toalla azul. La caja pesaba y Eduardo iba con mucho cuidado de no hacer gestos bruscos con ella mientras buscaba a su objetivo entre las hileras de alumnos.

Tardó varios minutos en localizar a Mark, que estaba sentado a tres filas del fondo de la sala. Mark tenía los pies encima del asiento de delante, que estaba vacío, y una libreta abierta sobre la falda. No parecía estar tomando apuntes. De hecho, no parecía estar despierto; tenía los ojos cerrados, la mayor parte de la cabeza tapada por la capucha del forro polar que llevaba casi siempre y las manos embutidas en los bolsillos de sus tejanos.

Eduardo sonrió; en pocas semanas, Mark y él se habían convertido en buenos amigos. Por más que vivieran en residencias distintas
y
estudiaran carreras distintas, Eduardo sentía que eran almas gemelas, y había comenzado a tener la extraña sensación de que estaba escrito que serían amigos. En aquel corto espacio de tiempo, había comenzado a sentir una gran simpatía por Mark y a verlo como un auténtico hermano, no sólo como alguien con quien coincidía en una fraternidad judía, y estaba bastante seguro de que Mark sentía algo parecido.

Aún con la sonrisa en la cara, Eduardo se deslizó por el pasillo hasta la fila de Mark. Pisó los pies de un alumno dormido de tercero, a quien reconoció vagamente de uno de sus seminarios de economía, luego pasó a empujones entre dos alumnas de segundo que estaban muy ocupadas escuchando un reproductor de MP3 oculto en un bolso situado entre las dos. Finalmente se dejó caer en el asiento vacío al lado de Mark, no sin dejar la caja cubierta en el suelo con mucho cuidado, justo delante de sus rodillas.

Mark abrió los ojos, vio a Eduardo sentado a su lado y lentamente desvió su atención hacia la caja que había en el suelo.

—Oh, mierda.

—Sí —respondió Eduardo.

—Eso no será…

—Sí, lo es.

Mark soltó un suave silbido, luego se inclinó y levantó una esquina de la toalla.

Al instante, la gallina viva que había dentro de la caja de cartón comenzó a cloquear a todo volumen. Unas cuantas plumas salieron volando de la caja y se elevaron por el aire, para caer luego alrededor de Eduardo y Mark y cualquier otra persona en un radio de cuatro o cinco metros alrededor de ellos. Algunos alumnos de las filas de delante y de detrás se giraron para mirarlos. En un segundo, toda la gente que había en su sector de la sala los estaba mirando con una mezcla de sorpresa y diversión en la cara.

Las mejillas de Eduardo se encendieron y al instante cogió la toalla y volvió a cubrir la caja con ella. Poco a poco, el ave recuperó la calma. Eduardo lanzó una mirada al escenario, pero el profesor seguía perorando sobre los bretones y los vikingos y quien fuera que circulara por ahí en ese periodo. Gracias a Dios, el ensordecedor sistema de sonido le había impedido darse cuenta de la conmoción.

—Fantástico —dijo Mark, sonriendo hacia la caja—. Me cae muy bien tu nuevo amigo. Es mucho mejor conversador que tú.

—¡No tiene nada de fantástico! —susurró Eduardo, ignorando la pulla de Mark—. Esta gallina es un palo. Y me ha causado un montón de problemas.

Mark simplemente siguió sonriendo. Era justo reconocer que la situación era bastante cómica, vista desde fuera. La gallina formaba parte de la iniciación de Eduardo en el Phoenix; le habían dado instrucciones de no apartarse de ella, de llevarla consigo a todas partes, día y noche, a todas las clases, a todos los comedores y a todos los dormitorios que pisara. Dios, si hasta tenía que dormir con esa cosa. Durante cinco días, su único trabajo consistía en mantener viva a esa gallina.

Y durante los primeros días todo había ido a pedir de boca. La gallina parecía feliz y ninguno de sus profesores se dio cuenta. Había faltado a la mayoría de sus seminarios menores, fingiendo la gripe. Los comedores y los dormitorios no le habían dado ningún problema; la mayoría de los estudiantes del campus estaban al corriente de las iniciaciones de los Clubs Finales, de modo que nadie le creaba demasiados problemas. Y las pocas figuras de autoridad con las que se había cruzado en su rutina diaria estaban muy dispuestas a cerrar los ojos. Meterse en un Club Final era algo importante y todo el mundo lo sabía.

Pero las cosas se complicaron los dos últimos días de su iniciación.

El regreso de Eduardo con la gallina a cuestas a su dormitorio en la Residencia Eliot, después de un largo día de saltarse clases, no había dado ningún problema las cuarenta y ocho horas previas. Pero resultó que en el vestíbulo de debajo de la habitación de Eduardo había dos miembros del Porcellian; Eduardo había hablado un par de veces con ellos, pero dada la distancia que existía entre sus círculos respectivos no habían llegado a conocerse. Eduardo no le dio ninguna importancia cuando los dos le vieron con la gallina. Tampoco se preocupó por esconder el hecho de que durante la cena había decidido alimentarla con un poco de pollo frito que había sacado a escondidas del comedor.

No se dio cuenta del problema en el que se había metido hasta veinticuatro horas después, cuando el
Harvard Crimson
publicó una noticia explosiva sobre el caso. Aquella noche, después de presenciar cómo Eduardo alimentaba a la gallina con pollo, los miembros del Porc habían escrito un e-mail anónimo a un grupo de derechos animales llamado Defensa Unificada de las Aves de Corral. El e-mail, firmado por alguien que pretendía responder al nombre de «Jennifer» —la dirección del remitente era [email protected]— acusaba al Phoenix de ordenar a sus nuevos miembros la tortura y asesinato de gallinas como parte de su iniciación. Defensa Unificada de las Aves de Corral se había puesto en contacto inmediatamente con la administración de Harvard y había llegado hasta el mismísimo presidente Larry Summers. Ya se había puesto en marcha una investigación de la junta administrativa, y el Phoenix tendría que defenderse de las acusaciones de crueldad con los animales, incluido el canibalismo forzado de una indefensa ave de corral.

En realidad, Eduardo debía admitir que era una buena broma por parte de los chicos del Porcellian; pero era una tocada de narices para los del Phoenix. Gracias a Dios, la dirección del Phoenix aún no había podido rastrear el origen del fiasco hasta Eduardo, aunque si lo hicieran cabía esperar que supieran tomarse la situación con humor.

Por supuesto, Eduardo no había recibido instrucciones de torturar y matar a su gallina. Muy al contrario, había recibido instrucciones de mantenerla viva y en buena forma. Tal vez darle pollo a una gallina había sido un error, pero ¿por qué iba a estar informado Eduardo de lo que comían las gallinas? El bicho no llevaba ningún manual de instrucciones. Eduardo había ido a un instituto judío en Miami. ¿Qué diablos sabían los judíos de las gallinas, más allá del hecho de que hacían una buena sopa?

Todo el debate había dejado en segundo plano la cuestión de que Eduardo casi había terminado su periodo de iniciación. En unos pocos días, iba a ser un miembro de pleno derecho del Phoenix. Si el fiasco de la gallina no hacía que le echaran, muy pronto pasaría los fines de semana en el club y su vida social iba a cambiar drásticamente. Algunos de esos cambios ya habían comenzado a notarse.

Eduardo se inclinó hacia Mark, con las manos aún sobre la caja, tratando de calmar los nervios del ave para que se mantuviera en silencio unos minutos más.

—Tengo que salir de aquí antes de que vuelva a liarla —susurró—. Sólo quería confirmar que sigue en pie lo de esta noche.

Mark levantó las cejas, y Eduardo asintió con una sonrisa. La noche anterior había conocido a una chica en un cóctel del Phoenix. Su nombre era Angie, era guapa, delgada y asiática, y tenía una amiga. Eduardo la había convencido para que llevara a su amiga, y los cuatro iban a tomar una copa en el Grill de Grafton Street. Hace un mes, algo así hubiera resultado impensable.

—Recuérdame otra vez su nombre —le pidió Mark—. El de la amiga, quiero decir.

—Monica.

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