Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición. (7 page)

2:08 am: Mather es básicamente igual que Leverett, excepto que dividen su directorio en clases. No tienen a ningún alumno de primer curso en su
facebook…
qué pobre.

Y así siguió, toda la noche. A las cuatro de la madrugada parecía que había llegado tan lejos como podía llegar, y había descargado miles de fotografías de las bases de datos de las residencias.

Era probable que unas cuantas residencias no fueran accesibles
online
desde su guarida de James Bond en la residencia Kirkland: es probable que necesitaras una dirección IP situada dentro de las residencias para acceder a ella. Pero es probable también que Mark supiera cómo obtenerla, sólo que le daría más trabajo. En unos días tendría todo lo que necesitaba.

En cuanto tuviera todos los datos, sólo tendría que escribir los algoritmos: complejos programas matemáticos para hacer que la página funcionara. Y luego el programa en sí. Le tomaría un día, tal vez dos como máximo.

La llamaría Facemash.com. Y sería una maravilla:

Es posible que Harvard la bloquee por razones legales sin darse cuenta de su valor como iniciativa que podría extenderse a otras universidades (tal vez incluso alguna con chicas guapas). Pero una cosa es segura, y es que soy un capullo por haber hecho esta página. Pues vale. Al final, alguien tenía que hacerlo…

Tal vez sonriendo mientras se bebía el último resto de su Becks, redactó la introducción que leerían todos los que entraran en la página cuando finalmente la lanzara:

¿Nos escogieron por nuestro aspecto? No. ¿Nos juzgarán por él? Sí.

Sí, iba a ser una puta maravilla.

CAPÍTULO 6:
Más tarde, esa misma noche

Si le preguntaras al pirata informático adecuado qué debió ocurrir después, esa fría noche en Cambridge, la respuesta parece estar bastante clara. El blog que había creado Mark para documentar sus pensamientos mientras creaba Facemash permite suponerlo razonablemente. Es posible que haya otras explicaciones alternativas, pero sabemos que Mark estaba teniendo problemas para acceder a algunas residencias. Tal vez pudiera conseguir lo que necesitaba por otras vías, no lo sabemos con certeza; pero podemos imaginar cómo debió ir la cosa:

Una residencia de Harvard. En mitad de la noche. Un chico que sabe mucho de seguridad informática y de cómo evitarla. Un chico excluido del inmenso y bullicioso mundo hormonal de la vida universitaria. Tal vez un chico que quería entrar en él. O tal vez un chico que simplemente quería demostrar lo que era capaz de hacer, que era más listo que los demás.

Imaginen al chico agazapado en la oscuridad. Muy agachado, con las manos y los pies en el suelo, hecho un ovillo detrás de un sofá de terciopelo. La moqueta que tiene bajo las manos y las chanclas es mullida y carmesí, pero el resto de la habitación está oscura, una caverna de veinte por veinte, de siluetas y formas.

Tal vez el chico no esté solo: tal vez dos de las formas sean personas, un chico y una chica situados contra la pared del otro lado, justo entre las ventanas que daban al patio de la residencia. Desde su posición detrás del sofá, el chico no habría podido decir si eran alumnos de segundo, tercero o último curso. Pero sabría que estaban donde no debían, igual que él. El salón del tercer piso no está exactamente prohibido, pero normalmente necesitabas una llave para entrar. El chico no tenía llave, simplemente había sabido aprovechar su oportunidad: había esperado en el rellano del tercer piso a que el conserje terminara de limpiar la moqueta y las ventanas, y justo en el momento en que el hombre recogía las cosas para salir se había colado dentro, dejando un libro de texto encajado en el marco de la puerta.

El chico y la chica, en cambio, habían tenido suerte. Simplemente habían visto la puerta abierta y la curiosidad les había llevado adentro. En nuestra imaginación, el chico se escondió detrás del sofá en el último momento. No es que la pareja vaya a descubrirle: tienen otras cosas en la cabeza.

En este momento, el chico ha puesto a la chica contra la pared, le ha abierto la chaqueta de cuero y le ha subido la camiseta hasta más arriba de las clavículas. Las manos del chico están subiendo por el estómago plano y desnudo de la chica, y ella se arquea mientras los labios del otro entran en contacto con su garganta. Parece a punto de ceder, allí mismo, pero gracias a Dios algo le hace cambiar de opinión. Le deja seguir un momento más y luego le aparta de un empujón, riendo.

Luego le toma de la mano y le arrastra por la habitación hasta la puerta. Pasan justo al lado del sofá, pero ninguno de los dos mira. Para cuando la chica llega a la puerta y la abre, el chico le ha puesto la mano en la cintura y casi la lleva en volandas hacia el vestíbulo. La puerta vuelve a cerrarse sobre el libro de texto, y durante un segundo el chico teme que el libro caiga y se quede encerrado allí toda la noche. Gracias a Dios, el libro aguanta. Y por fin el chico está solo, con las sombras y las siluetas.

Le imaginamos deslizándose desde detrás del sofá para seguir haciendo lo que estaba haciendo antes de la interrupción. Comienza a merodear por el perímetro de la habitación con las rodillas levemente dobladas, escrutando las oscuras paredes, sobre todo la zona inmediatamente debajo de la moldura. Le lleva unos cuantos minutos encontrar lo que busca, y cuando finalmente lo hace sonríe y alarga el brazo hacia la mochila que lleva colgada a la espalda.

El chico se pone de rodillas y abre la mochila. Sus dedos encuentran el pequeño portátil Sony y lo sacan. Ya lleva enganchado un cable Ethernet, que cuelga y se balancea mientras pone en marcha el aparato. Con dedos expertos, coge el extremo del cable y lo conecta al puerto de la pared, unos centímetros por encima de la moldura de yeso.

Con unos movimientos rápidos de los dedos sobre el teclado del ordenador, Mark activa el programa que había escrito unas horas antes y contempla cómo parpadea el portátil; igual que el chico, casi podemos imaginar los pequeños paquetes de información eléctrica que remontan el cable, minúsculos pulsos de energía seleccionados del alma electrónica del edificio mismo.

Los segundos pasan mientras el portátil ronronea con silenciosa glotonería, y a cada momento el chico mira hacia atrás para asegurarse de que la habitación sigue vacía. Sin duda su corazón late con fuerza, y podemos imaginar pequeños regueros de sudor bajando por su espalda. No sabemos si es la primera vez que hace algo así, pero la adrenalina siempre se dispara; debe
sentirse
un poco como James Bond. En algún rincón de su cabeza el chico debe saber que lo que hace es ilegal, o en todo caso contrario a las reglas de la universidad. Pero no es exactamente un asesinato. En el mundo del pirateo, apenas llega a un hurto en una tienda.

El chico no está robando dinero de un banco, ni burlando la seguridad de ninguna página del Departamento de Defensa. No está puteando con la red de ninguna compañía eléctrica, ni siquiera rastreando el e-mail de alguna ex novia. Teniendo en cuenta las cosas que un
hacker
altamente sofisticado como él es capaz de hacer, apenas está haciendo nada.

Sólo se está descargando unas cuantas fotografías de la base de datos de una residencia, eso es todo. Bueno, tal vez no unas cuantas, sino
todas.
Y tal vez sea una base de datos privada, de aquellas que se supone que necesitas una clave para entrar, y además una IP del propio edificio. De acuerdo, no es totalmente inocente. Pero no es un crimen capital. Y en la cabeza del chico, es un mal que persigue un bien superior.

Unos minutos más y habrá terminado.
Un bien superior.
Libertad de información y toda esa mierda: se diría que para el chico eso forma parte de un auténtico código moral. Una especie de extensión del credo del
hacker.
si hay una pared, trata de echarla abajo o de saltar por encima. Si hay una alambrada, córtala. Los malos son la gente que construyó las paredes, el «sistema». El chico es el bueno, y su causa también es la buena.

La información
debe
ser compartida.

Las fotografías
deben
ser vistas.

Unos minuto después, el portátil emite un leve bip electrónico, indicando que ha terminado con la tarea. El chico desconecta el cable Ethernet de la pared y guarda otra vez el portátil en su mochila. Una residencia lista, tal vez falten aún dos más. Casi podemos oír el tema de James Bond sonando en la cabeza del chico. Se cuelga la mochila a la espalda y se apresura hacia la puerta. Saca el libro de texto, sale de la sala y deja que la puerta se cierre detrás de él.

Podemos imaginar que al marchar percibe aún el perfume floral de la chica, seductoramente suspendido en el aire.

CAPÍTULO 7:
¿Qué ocurre después?

Pasaron aún setenta y dos horas antes de que Mark descubriera realmente lo que había hecho. Su noche de borrachera estaba ya olvidada por completo, pero había seguido adelante con lo que había comenzado, además de retomar sus actividades ordinarias: ir a sus clases de informática, estudiar para las asignaturas del Básico, quedar con Eduardo y sus colegas en el comedor. Más tarde diría a los reporteros del periódico de la universidad que no había pensado demasiado en Facemash: para él ya era sólo una tarea pendiente, un problema matemático e informático por resolver. Y cuando lo hubo resuelto —de forma perfecta, maravillosa, bella—, se lo mandó por e-mail un par de horas después a unos cuantos colegas para saber lo que pensaban. Quería opiniones, reacciones, tal vez algunos elogios. Luego se había ido a una reunión relacionada con una de sus clases, que se alargó mucho más de lo que esperaba.

Para cuando volvió a su dormitorio en Kirkland, todo lo que Mark quería hacer era dejar su mochila, comprobar sus e-mails y bajar al comedor. Pero al entrar en su habitación, su atención se desvió inmediatamente hacia el portátil que todavía estaba abierto en su escritorio.

Para su sorpresa, la pantalla estaba colgada.

Y entonces lo comprendió. El portátil estaba colgado porque estaba actuando como servidor para Facemash.com. Pero eso no tenía sentido, a menos que…

—Oh, mierda.

Antes de irse a la reunión, le había mandado el enlace de Facemash a un puñado de amigos. Pero obviamente algunos de ellos se lo habían reenviado a sus amigos. En algún momento, el asunto había comenzado a tomar impulso. A juzgar por el rastro del programa, parecía que había sido reenviado a diez listas de e-mail diferentes, incluidas algunas gestionadas por grupos de estudiantes del campus. Alguien lo había enviado a todas las personas relacionadas con el Instituto de Política, una organización con más de cien miembros. Otro lo había reenviado a Fuerza Latina, la organización de las mujeres latinas. Y alguien de allí lo había reenviado a la Asociación de Mujeres Negras de Harvard. También había ido a parar al
Crimson
y tenía enlaces en algunos tablones de anuncios de residencias.

Facemash estaba por todas partes. Una página web donde podías comparar las fotografías de dos alumnas, votar cuál de las dos estaba más buena, y luego sentarte a ver cómo una serie de complejos algoritmos calculaban cuáles eran las tías más buenas del campus: había corrido como la pólvora.

En menos de dos horas, la página había registrado más de veintidós mil votos. Cuatrocientos tíos se habían conectado a la página en los últimos treinta minutos.

Mierda.
Eso no era bueno. Se suponía que no debía extenderse de ese modo. Más adelante Mark explicaría que sólo quería pedir algunas opiniones, tal vez tantear un poco la cosa. En todo caso quería comprobar los problemas legales que podía crearle haberse descargado todas esas fotografías. Tal vez nunca lo hubiera lanzado. Pero ahora era demasiado tarde. El problema de Internet es que nada se hace a lápiz, siempre es a boli.

Si pones algo ahí, luego no puedes borrarlo.

Y Facemash estaba ahí fuera.

Mark se lanzó sobre el portátil y comenzó a tocar teclas: estaba introduciendo las claves para entrar en el programa que había escrito. En cuestión de minutos la cosa estuvo desconectada, muerta. Contempló cómo la pantalla de su portátil se quedaba finalmente en blanco. Luego se dejó caer sobre la silla, con los dedos temblando.

Tenía la impresión de estar en serios apuros.

CAPÍTULO 8:
El Quad

Vistos desde el exterior, los cuatro pisos del Edificio Hilles se parecían más a una estación espacial caída que a una biblioteca universitaria; puntiagudos pilares de cemento y piedra, brillantes fachadas de metal y cristal. Igual que el resto del Quad, la Biblioteca del Quad era uno de los edificios más nuevos del campus; estando tan lejos de Harvard Yard y de sus edificios antiguos y cubiertos de hiedra, los arquitectos probablemente pensaron que podían hacer lo que quisieran, incluso una monstruosidad futurista como aquélla, que parecía más indicada para el campus del MIT, un poco más abajo, en la misma calle.

En aquellos momentos, Tyler estaba encerrado en un rincón trasero del tercer piso de la estación espacial, con su cuerpo de metro noventa y cinco encajado en una combinación silla-escritorio que parecía antes un instrumento de tortura que un mueble Art Déco. Había escogido aquella monstruosidad específicamente por su incomodidad: apenas eran las siete de la mañana de un lunes, y después del tute que se había pegado con su hermano harían falta medidas drásticas para mantenerse consciente.

Sobre el escritorio había un enorme manual de economía abierto, y al lado una de las bandejas de plástico rojo del comedor de la cercana residencia Pforzheimer. Sobre la bandeja, un bocadillo de mortadela a medio comer, parcialmente envuelto en una servilleta. No hacía ni media hora que Tyler y Cameron habían terminado de desayunar, y Tyler todavía tenía hambre: aquel manual era la razón de que estuviera en la biblioteca —faltaba menos de una hora para que comenzara su clase de Econ 115—, pero en realidad lo único que le mantenía despierto era el bocadillo de mortadela. La mitad que faltaba estaba aún en su boca, y estaba tan ocupado masticando que ni siquiera oyó los pasos de Divya que se acercaban por su espalda.

Sin el menor aviso, Divya pasó una mano por encima de su hombro y arrojó una copia del
Crimson
sobre la bandeja de plástico, con el resultado de que la mitad que quedaba del bocadillo de mortadela salió despedida y voló dando vueltas hasta acabar finalmente en el suelo.

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