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Authors: David Brin

Navegante solar (10 page)

Jacob escuchaba a medias. LaRoque continuaba con el tema que había iniciado a bordo de la Bradbury: que los Tutores perdidos de la Tierra, aquellos seres míticos que supuestamente iniciaron la Elevación del hombre hacía miles de años y luego dejaron el trabajo a medio terminar, estaban de algún modo asociados con el sol. LaRoque pensaba que los Espectros Solares podrían ser esa raza.

—Y luego están todas las referencias en las religiones de la tierra.

¡En casi todas el sol es considerado algo sagrado! ¡Es una de las tendencias comunes a todas las culturas!

LaRoque abrió los brazos, como pretendiendo abarcar la magnitud de sus ideas.

—Tiene mucho sentido —dijo—. También explicaría por qué es tan difícil para la Biblioteca localizar a nuestros antepasados. Seguramente las razas de tipo solar se conocen de antes. Por eso esta «investigación» es tan estúpida. Pero naturalmente son raras y nadie ha pensado todavía en suministrar a la Biblioteca esta correlación, que sin duda resolvería dos problemas a la vez.

El problema era que la idea resultaba muy difícil de refutar. Jacob suspiró para sus adentros. Naturalmente que muchas civilizaciones primitivas terrestres habían tenido cultos solares. ¡El Sol era una clara fuente de calor, luz y vida, algo con poderes milagrosos! Tenía que ser una etapa común en los pueblos primitivos proyectarse y ver propiedades animadas en su estrella.

Y ése era el problema. La galaxia tenía pocos «pueblos primitivos» para compararlos con la experiencia humana; principalmente animales, cazadores-recolectores pre-inteligentes (o tipos análogos), y razas inteligentes plenamente elevadas. Casi nunca aparecía un caso intermedio como el hombre, al parecer abandonado por su tutor sin tener el entrenamiento para hacer funcionar su nueva sapiencia.

En casos tan raros se sabía que las nuevas mentes escapaban de su nicho ecológico. Inventaban extrañas burlas de la ciencia, raras reglas de causa y efecto, supersticiones y mitos. Sin la mano de un tutor que les guiase, esas razas «salvajes» apenas duraban. La actual notoriedad de la humanidad se debía en parte a su supervivencia.

La propia carencia de otras especies con experiencias similares para compararla, hacía que las generalizaciones fueran fáciles de formular y difíciles de refutar. Ya que no había otros ejemplos de toda una raza en la adoración al sol que conociera la pequeña Sucursal de La Paz, LaRoque podía mantener que esas tradiciones de la humanidad recordaban que la Elevación nunca fue terminada.

Jacob prestó atención un momento por si LaRoque decía algo nuevo. Pero luego dejó que su mente divagara.

Habían pasado dos largos días desde el aterrizaje. Jacob había tenido que acostumbrarse a viajar de zonas de la base donde había gravedad a otras donde prevalecía el débil tirón de Mercurio. Le presentaron a muchos miembros del personal de la base, nombres que olvidó de inmediato en su mayoría. Luego Kepler asignó a alguien para que le llevara a sus habitaciones.

El médico jefe de la Base Hermes resultó ser un fanático de la Elevación de los Delfines. Se alegró de examinar las medicinas de Kepler, expresando sus dudas de que había demasiadas. Después insistió en celebrar una fiesta donde parecía que todos los miembros del departamento médico querían hacer preguntas sobre Makakai.

Entre brindis, claro. De todas formas, tampoco fueron demasiadas preguntas.

La mente de Jacob se movió un poco más despacio mientras el coche se detenía y las puertas se abrían para mostrar la enorme caverna subterránea donde se guardaban y atendían las Naves Solares.

Entonces, por un instante, pareció que el espacio mismo perdía su forma, y, peor aún, que todo el mundo tenía un doble.

La pared opuesta de la Caverna parecía hincharse hacia afuera, hasta una bombilla redonda situada sólo a unos pocos metros de distancia, directamente frente a él. Allí se encontraba un kantén de dos metros y medio de altura, un humano pequeño de rostro arrebolado, y un hombre alto, fornido y de tez oscura, que se quedó mirando a Jacob con una de las expresiones más estúpidas que había visto jamás.

De pronto Jacob se dio cuenta de que estaba contemplando el casco de una Nave Solar, el espejo más perfecto del sistema solar. El hombre sorprendido que tenía enfrente, con una clara resaca, era su propio reflejo.

La nave esférica de veinte metros era un espejo tan bueno que resultaba difícil definir su forma. Sólo advirtiendo la brusca discontinuidad del borde y la forma en que las imágenes reflejadas se arqueaban pudo enfocar sus ojos sobre algo que podía ser interpretado como un objeto real. —Muy bonita —admitió LaRoque a regañadientes—. Hermoso cristal, valiente y confundido. —Alzó su pequeña cámara y la movió de izquierda a derecha.

—Impresionante —añadió Fagin.

Sí, pensó Jacob. Y grande como una casa también.

Por grande que fuera la nave, la Caverna la hacía parecer insignificante. El techo rocoso formaba una cúpula en las alturas, desapareciendo en una bruma de condensación. Se encontraban en un lugar estrecho, pero que se extendía hacia la derecha durante al menos un kilómetro, antes de curvarse y perderse de vista.

Subieron a una plataforma que los puso a la altura del ecuador de la nave, por encima de la planta de trabajo del hangar. Había un pequeño grupo debajo, empequeñecido por la esfera plateada.

A doscientos metros a la izquierda se encontraban las enormes puertas de vacío, que tenían unos ciento cincuenta metros de anchura.

Jacob supuso que eran parte de la compuerta que conducía, a través de un túnel, a la poco amistosa superficie de Mercurio, donde las gigantescas naves interplanetarias, como la Bradbury, descansaban en grandes cavernas naturales.

Una rampa conducía de la plataforma al suelo de la caverna. Al fondo, Kepler hablaba con tres hombres ataviados con monos. Culla no se encontraba muy lejos. Su compañero era un chimpancé bien vestido que usaba monóculo y estaba subido a una silla para estar a la par con los ojos del extraterrestre.

El chimpancé saltaba flexionando las rodillas y hacía temblar la silla. Golpeó furiosamente un instrumento que tenía en el pecho. El diplomático pring lo observaba con una expresión que Jacob había aprendido a identificar como de amistoso respeto. Pero había algo más en la pose de Culla que le sorprendió... una indolencia, una flojedad en su postura ante el chimpancé que nunca había visto cuando el E.T. hablaba con un kantén, un cintiano, y especialmente con un pil.

Kepler saludó primero a Fagin y luego se volvió hacia Jacob.

—Me alegro de que haya venido, señor Demwa. —Kepler le estrechó la mano con una firmeza que sorprendió a Jacob, y luego llamó al chimpancé que tenía al lado.

—Éste es el doctor Jeffrey, el primero de su especie en ser miembro de pleno derecho de un equipo de investigación espacial, y un trabajador magnífico. Visitaremos su nave.

Jeffrey saludó con la mueca característica de la especie de superchimpancés. Dos siglos de ingeniería genética habían propiciado cambios en el cráneo y el arco pelviano, cambios modelados según la estructura humana, ya que era la más fácil de duplicar. Parecía un hombrecillo marrón muy peludo con brazos largos y dientes saltones.

Cuando Jacob le estrechó la mano se hizo evidente otra huella del trabajo de la ingeniería. El pulgar móvil del chimpancé apretó con fuerza, como para recordar a Jacob que estaba allí, la Marca del hombre.

Igual que Bubbacub llevaba su vodor, Jeffrey llevaba un aparato con teclas negras horizontales a derecha e izquierda. En el centro había una pantalla en blanco de unos veinte centímetros por diez.

El superchimpancé se inclinó, y sus dedos revolotearon sobre las teclas. En la pantalla aparecieron unas letras brillantes.

ME ALEGRO DE CONOCERLE. EL DOCTOR KEPLER ME HA DICHO QUE ES USTED UNO DE LOS CHICOS BUENOS.

Jacob se echó a reír.

—Bueno, muchas gracias, Jeff. Intento serlo, aunque todavía no sé qué van a pedirme.

Jeffrey dejó escapar la familiar risa estridente de los chimpancés.

Luego habló por primera vez.

—¡Lo dessscrubrirá pronto!

Casi fue un graznido, pero Jacob se sorprendió. Para esta generación de superchimpancés, hablar era tan difícil que casi resultaba doloroso, pero las palabras de Jeff sonaron muy claras.

—El doctor Jeffrey llevará esta Nave Solar, la más nueva, a una inmersión poco después de que terminemos nuestra visita —dijo Kepler—. En cuanto la comandante deSilva regrese de su misión de reconocimiento en nuestra otra nave.

»Lamento que la comandante no estuviera aquí para recibirnos cuando llegamos en la Bradbury. Y ahora parece que Jeff estará ausente cuando celebremos nuestras reuniones. Pero cuando acabemos mañana por la tarde traerá su primer informe, lo cual añadirá un toque dramático.

Kepler empezó a volverse hacia la nave.

—¿Me he olvidado de presentar a alguien? Jeff, sé que ya conoces a Kant Fagin. Parece que Pil Bubbacub ha declinado nuestra invitación.

¿Conoces al señor LaRoque?

Los labios del chimpancé se curvaron en una expresión de disgusto.

Lanzó un bufido y se volvió para contemplar su propio reflejo en la Nave Solar.

LaRoque se quedó mirando, ruborizado y avergonzado.

Jacob tuvo que contener una carcajada. No era extraño que llamaran chips a los superchimpancés. ¡Por una vez había alguien con menos tacto que LaRoque! El encuentro entre los dos en el Refectorio la noche anterior ya era leyenda. Lamentaba habérselo perdido.

Culla colocó una larga mano de seis dedos sobre la manga de Jeffrey.

—Vamosh, Amigo-Jeffrey. Moshtremosh tu nave al she-ñor Demwa y shush amigosh.

El chimp miró hosco a LaRoque y luego se volvió hacia Culla y Jacob, y mostró una amplia sonrisa. Cogió una de las manos de Jacob y otra de Culla y los arrastró hacia la entrada de la nave.

Cuando el grupo llegó a lo alto de la otra rampa encontraron un corto puente que cruzaba un vacío en el interior del globo de espejos.

Los ojos de Jacob tardaron unos momentos en acostumbrarse a la oscuridad. Entonces vio una cubierta plana que se extendía desde un extremo de la nave al otro.

Flotaba en el ecuador de la nave un disco circular de material oscuro y elástico. Las únicas irregularidades en la superficie plana eran media docena de asientos para la aceleración, colocados en la cubierta a intervalos en torno a su perímetro, alguno con modestos paneles de instrumentos, y una cúpula de siete metros de diámetro en el centro exacto.

Kepler se arrodilló junto a un panel de control y tocó un interruptor. La pared de la nave se volvió semitransparente. La luz de la caverna entró tenuemente por todas partes para iluminar el interior.

Kepler explicó que esa iluminación interior se mantenía al mínimo para impedir los reflejos internos de la concha esférica, que podían confundir al equipo y la tripulación.

Dentro de la concha casi perfecta, la Nave Solar era como un modelo sólido del planeta Saturno. La amplia cubierta componía el «anillo». El «planeta» asomaba por encima y por debajo de la cubierta en dos semiesferas. La superior, que Jacob podía ver ahora, tenía varias escotillas y cabinas a lo largo de su superficie. Sabía por sus lecturas que la esfera central contenía toda la maquinaria que dirigía la nave, incluyendo el controlador de flujo temporal, el generador de gravedad, y el láser refrigerador.

Jacob se acercó al borde de la cubierta. Flotaba en un campo de fuerza, a cuatro o cinco palmos del casco curvo, que se arqueaba hacia arriba con una curiosa ausencia de luces o sombras.

Se volvió cuando lo llamaron. El grupo se encontraba junto a una puerta situada a un lado de la cúpula. Kepler le hizo señas para que se acercara.

—Ahora inspeccionaremos el hemisferio de los instrumentos. Lo llamamos «zona invertida». Tenga cuidado, es un arco de gravedad, así que no se deje sorprender demasiado.

Jacob se hizo a un lado en la puerta para dejar pasar a Fagin, pero el E.T. indicó que prefería quedarse arriba. Un kantén de dos metros no se sentiría demasiado cómodo en una escotilla de dos metros. Jacob siguió a Kepler al interior.

¡Y trató de esquivarlo! Kepler estaba sobre él, subiendo un camino por encima, como parte de una montaña encerrada en una mampara. Parecía que estaba a punto de caer, a juzgar por la posición de su cuerpo. Jacob no comprendía cómo podía mantener el equilibrio el científico.

Pero Kepler siguió subiendo el sendero elíptico y desapareció tras el corto horizonte. Jacob colocó las manos en cada una de las mamparas y dio un paso de prueba.

No sintió ninguna pérdida de equilibrio. Adelantó el otro pie. Se sentía perfectamente erguido. Otro paso. Miró hacia atrás.

La puerta estaba ladeada. Al parecer la cúpula tenía un campo de gravedad tan fuerte que podía ser contenido en unos cuantos metros.

Era tan suave y completo que engañaba su oído interno. Uno de los trabajadores sonrió desde la escotilla.

Jacob apretó los dientes y siguió avanzando por la pendiente, intentando no pensar en que se estaba colocando lentamente boca abajo. Examinó los signos de las placas de acceso en las paredes y suelo de su sendero. A mitad de camino dejó atrás una escotilla que tenía inscritas las palabras ACCESO TEMPO-COMPRESIÓN.

La elipse terminó en una suave pendiente. Jacob se sintió derecho cuando llegó a la puerta y supo lo que cabía esperar, pero incluso así, gruñó.

—¡Oh, no! —se llevó la mano a los ojos.

El suelo del hangar se extendía en todas direcciones a unos cuantos metros por encima de su cabeza. Había hombres caminando alrededor del casco de la nave como moscas en un techo.

Con un suspiro resignado, salió a reunirse con Kepler. El científico se encontraba en el borde de la cubierta, contemplando las entrañas de una complicada máquina. Alzó la cabeza y sonrió.

—Estaba ejercitando el privilegio del jefe de examinar y poner pegas. Naturalmente, la nave ya ha sido comprobada a la perfección, pero me gusta examinarlo todo. —Palmeó la máquina afectuosamente.

Kepler guió a Jacob al borde de la cubierta, donde el efecto boca abajo era aún más pronunciado. El neblinoso techo de la caverna era visible «bajo» sus pies.

—Ésta es una de las cámaras de multipolarización que emplazamos poco después de ver a los primeros Espectros de Luz Coherente —Kepler señaló una de las diversas máquinas idénticas que estaban situadas a intervalos a lo largo del borde—. Pudimos detectar a los Espectros en los altos niveles de la cromosfera porque, no importa cómo se moviera el plano de la polarización, podíamos seguirlo y mostrar que la coherencia de la luz era real y estable con el tiempo.

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