Navidades trágicas (2 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Tiene usted que saberlo. Stephen contuvo la risa y en voz muy baja contestó:

—Sí, en realidad sí lo sé.

Luego, cambiando apresuradamente de tema, inquirió:

—¿Cómo es que ha venido usted a Inglaterra?

—He venido a quedarme con mis parientes ingleses.

—Ya comprendo —replicó Stephen, echándose hacia atrás, preguntándose cuál sería la impresión de los parientes de la joven cuando la vieran llegar para Navidad.

—¿Es bonito África del Sur? —inquirió Pilar. Stephen se puso a hablarle de su país. La joven le escuchaba con la atención de una chiquilla a la que le narran un cuento bonito.

El regreso de los ocupantes del compartimiento puso fin a la conversación. Stephen se puso en pie y despidiéndose con una amplia sonrisa encaminóse hacia el pasillo. Al llegar a la puerta tuvo que detenerse un momento para dejar paso a una anciana. Su mirada se posó entonces en el equipaje de Pilar. Leyó con interés el nombre de Pilar Estravados. Pero al fijarse en la dirección, sus ojos se desorbitaron incrédulamente: «Gorston Hall, Longdale, Ardlesfield».

Se volvió a medias, mirando a la muchacha con una nueva expresión: desconcierto, resentimiento, sospecha... Salió al pasillo y permaneció allí fumando un cigarrillo con el ceño fruncido.

Capítulo III

En el enorme salón azul y oro de Gorston Hall, Alfred Lee y Lydia, su esposa, estaban haciendo proyectos para Navidad. Alfred era de estatura más bien baja, casi cuadrado, de mediana edad, rostro amable y ojos castaño claro. Al hablar levantaba poco la voz y procuraba modular con la mayor claridad. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y daba una curiosa impresión de inercia... Lydia, su esposa, era una mujer muy enérgica. Estaba asombrosamente delgada y se movía con centelleante agilidad. Su rostro carecía de belleza, pero tenía distinción. Su voz era encantadora.

Alfred decía:

—¡Papá insiste en ello! No puede hacerse otra cosa. Lydia dominó un ademán de impaciencia.

—¿Es que siempre has de hacer lo que él quiera?

—Es muy viejo...

—¡Ya lo sé, ya lo sé!

—Quiere que todo se haga como a él le gusta.

—Es natural, puesto que siempre ha sido así —replicó con sequedad Lydia-. Pero un día u otro tendrás que imponerte, Alfred.

—¿Qué quieres decir, Lydia?

La miró tan evidentemente inquieto y sobresaltado que, por un momento, Lydia se mordió los labios y pareció dudar de si debía seguir hablando.

Alfred Lee repitió:

—¿Qué quieres decir, Lydia?

La mujer se encogió de hombros y eligiendo cuidadosamente las palabras dijo:

—Tu padre se siente muy inclinado a la tiranía.

—Es viejo.

—Y se hará cada vez más. Y por lo tanto más tiránico. ¿Cómo acabaremos? Por ahora gobierna según le place nuestras vidas. No podemos forjar ningún plan a nuestro gusto. Si lo hacemos, se enferma.

—Piensa que es muy bueno con nosotros.

—¿Bueno con nosotros?

—Sí, muy bueno, recuérdalo —declaró con cierta dureza Alfred.

—¿Quieres decir monetariamente?

—Sí. Sus necesidades son muy reducidas y sencillas. Sin embargo, nunca nos ha regateado ni un céntimo. Puedes gastar lo que quieras en trajes y en esta casa, y todas las facturas son pagadas sin protesta alguna. Sin ir más lejos, la semana pasada nos regaló un auto nuevo. —Reconozco que en lo que hace referencia al dinero, tu padre es muy generoso —declaró Lydia-. Pero en cambio quiere que seamos como esclavos suyos sin ninguna réplica.

—¿Esclavos?

—Sí, ésa es la palabra. Tú eres su esclavo, Alfred. Si hemos decidido salir y a tu padre se le ocurre de pronto desear que no nos marchemos, anulas la salida y te quedas en casa sin la menor protesta... No tenemos vida propia...

Alfred Lee replicó, muy disgustado:

—Quisiera que no hablases así, Lydia. Te muestras muy ingrata. Mi padre ha hecho siempre mucho por nosotros.

Lydia tuvo que morderse los labios para retener la respuesta que estaba a punto de soltar. Encogióse de nuevo de hombros.

—Sabes muy bien que mi padre siente una gran simpatía hacia ti, Lydia.

—Pues yo no puedo decir lo mismo respecto de él —replicó claramente la mujer.

—Me duele oírte hablar así. Es de lamentar escuchar esas palabras en tus labios.

—Es posible, pero a veces una tiene la necesidad de decir la verdad.

—Si papá sospechara...

—Tu padre sabe muy bien que yo no le quiero. Creo que eso le divierte.

—Realmente, Lydia, creo que en eso estás equivocada. Muchas veces me ha hablado de lo bien que te portas con él.

—Es natural. Siempre he procurado ser cortés. Y lo seguiré siendo. Ahora sólo se trata de que sepas cuál es mi manera de pensar y sentir con respecto a tu padre. Me es antipático. Lo considero un tirano. Te trata como a un muñeco y luego se ríe de tu cariño hacia él. Ya debieras haberte impuesto hace años.

—Está bien, Lydia, no hables más. La mujer suspiró.

—Lo siento. Puede que me equivoque... Hablemos de los invitados de Navidad. ¿Crees que tu hermano David querrá venir?

—¿Por qué no?

Lydia movió dubitativamente la cabeza.

—David es un chico muy raro. Hace años que no ha entrado en esta casa. Quería mucho a su madre y no le gusta visitar esta casa.

—David siempre atacó los nervios de papá con su música y sus sueños. A veces puede que papá fuera un poco duro con él. De todas formas, creo que David e Hilda no se negarán a venir. Será Navidad.

—Paz y buena voluntad —declaró Lydia, curvando irónicamente los labios-. Ya veremos, George y Magdalene vendrán. Puede que lleguen mañana. Me temo que Magdalene se aburra mucho.

Alfred declaró con cierto disgusto:

—Nunca he podido comprender por qué mi hermano George se casó con una mujer veinte años más joven que él. Claro que siempre fue un loco.

—Pues en su carrera ha tenido mucho éxito —declaró Lydia-. Sus electores le aprecian. Creo que Magdalene le ayuda mucho en su carrera política.

—No me es nada simpática —murmuró Alfred-. Es muy guapa, pero nunca me he fiado mucho de las apariencias. Es como una de esas perras que parecen de cera...

—Y por dentro son malas, ¿no? —sonrió Lydia-. ¡Resulta cómico que hables así, Alfred!

—¿Por qué?

—Porque generalmente eres un hombre muy bueno. No dices nada malo de nadie. A veces hasta siento rabia de que no seas desconfiado. El mundo es malo.

—Siempre he creído que el mundo es tal como uno lo hace —sonrió Alfred.

—No. El mal no está sólo en nuestro pensamiento. El mal existe... Tú pareces no darte cuenta de su realidad. Yo sí. Siempre lo he notado en esta casa... —Lydia se mordió los labios y se alejó.

—¡Lydia! —la llamó su marido.

Pero ella levantó una mano y sus ojos señalaron algo que estaba detrás de Alfred.

Éste se volvió, descubriendo a un hombre moreno, de rostro bondadoso, que estaba de pie junto a la puerta, deferentemente inclinado.

—¿Qué pasa, Horbury? —preguntó Lydia.

—Míster Lee, madame —replicó en voz baja Horbury-. Me ha encargado que le avise a usted de que habrá dos invitados más para Navidad. Desea que usted haga preparar sus habitaciones.

—¿Dos individuos más? —replicó Lydia. —Sí, señora. Otro caballero y una joven.

—¿Una joven? —preguntó, extrañado, Alfred.

—Sí, señor. Eso fue lo que dijo míster Lee. —Subiré a verle... —empezó Lydia.

Horbury hizo un ligerísimo movimiento, pero fue suficiente para detener a Lydia.

—Perdone la señora, pero mister Lee está durmiendo la siesta. Encargó que no se le molestase. —Perfectamente —dijo Alfred-. No le despertaremos.

—Muchas gracias, señor. —Y Horbury se retiró.

—¡Cómo odio a ese hombre! —exclamó Lydia-. Va de un lado a otro de la casa como un gato. Una nunca le oye llegar o marcharse.

—A mí tampoco me es simpático. Pero sabe bien su oficio. No es fácil conseguir un buen ayuda de cámara. Y lo más importante es que a papá le gusta.

—Sí, es verdad, eso es lo más importante, Alfred. Y, a propósito, ¿qué joven es ésa?

—No lo sé. No recuerdo a ninguna.

Los esposos se miraron. Luego Lydia dijo, con una leve contracción de su expresiva boca:

—¿Sabes lo que estoy pensando, Alfred?

—¿Qué?

—Creo que últimamente tu padre se ha estado aburriendo. Me imagino que se está preparando una divertida fiesta de Navidad.

—¿Presentando a dos desconocidos al círculo de la familia?

—No conozco los detalles, pero me parece que tu padre prepara algo para divertirse.

—Ojalá encuentre algún placer en hacerlo —declaró gravemente Alfred-. Comprendo lo que debe sufrir el pobre, con una pierna inmovilizada, después de la vida tan agitada que ha llevado.

—Sí, muy agitada —repitió Lydia, dando una oscura significación a las palabras.

Alfred debió de entenderla, pues enrojeció intensamente.

—¡No comprendo cómo ha podido tener un hijo como tú! —exclamó Lydia-. Sois los dos polos opuestos. Y él te domina... y tú le adoras.

—Me parece que vas demasiado lejos, Lydia—dijo Alfred, algo vejado-. Me parece muy natural que un hijo quiera a su padre. Lo extraño sería que no lo quisiera.

—En ese caso, la mayoría de los miembros de esta familia son extraordinarios —sonrió Lydia-. ¡Oh, no discutamos! Perdóname. Ya sé que he herido tus sentimientos. Créeme, Alfred, no pensaba decir eso. Te admiro enormemente por tu fidelidad. La lealtad es una virtud muy rara en estos tiempos. Puede que esté celosa. Si las mujeres sienten celos de sus suegras, ¿por qué no han de sentirlos de sus suegros?

—Te domina la lengua, Lydia. No tienes ningún motivo para estar celosa.

Lydia le dio un beso en la oreja.

—Ya lo sé, Alfred. Además, no creo que hubiese sentido celos de tu madre. Me gustaría haberla conocido.

—Fue una pobre criatura —dijo.

Su mujer le miró extrañada.

—¿Es ésa la manera más natural de mencionarla? ¿Una pobre criatura? Muy interesante...

Con la mirada vaga, Alfred siguió:

—Siempre estaba enferma... A veces recuerdo que lloraba...

—Movió la cabeza-. No tenía espíritu.

—Qué raro...

Pero cuando Alfred se volvió para inquirir el significado de estas palabras, Lydia movió la cabeza y, cambiando de conversación, dijo:

—Puesto que no tenemos derecho a saber quiénes son esos inesperados huéspedes, iré a terminar con mi jardín. —Hace mucho frío. El viento es helado...

—Ya me abrigaré.

Lydia salió del cuarto. Al quedarse solo, Alfred Lee permaneció un momento inmóvil, frunciendo el ceño. Luego se dirigió a la gran ventana del final de la estancia. Fuera, una terraza rodeaba casi toda la casa. Al cabo de unos minutos vio salir por ella a Lydia con un cesto plano. Llevaba un grueso abrigo. Dejó el cesto en el suelo y se puso a trabajar en un sumidero de piedra, cuyos bordes sobresalían ligeramente del suelo.

Su marido la observó durante algún tiempo. Por fin abandonó la habitación, se puso un abrigo y salió a la terraza por una puerta lateral. Mientras avanzaba por allí pasó junto a otros sumideros convertidos en minúsculos jardines, producto todo ello de los ágiles dedos de Lydia.

Uno figuraba una escena de desierto con amarillenta arena, un pequeño macizo de palmeras de hojalata pintada, y una procesión de camellos con dos o tres figurillas árabes. Algunas chozas de barro, estilo primitivo, habían sido hechas de plastilina. Había también un jardín italiano, con terrazas y muchas flores de cera. Otro de los jardincitos era un paisaje ártico, con trozos de grueso cristal verde, que hacían las veces de iceberg, y un grupo de pin—güinos. A continuación venía un jardín japonés, con unos arbolillos floridos, un espejo que servía de agua, sobre el cual veíanse extendidos unos puentes de plastilina.

Por fin llegó al sumidero donde estaba trabajando su esposa. Lydia había extendido una hoja de papel azul que cubría con un vidrio. Alrededor se amontonaban las rocas. En aquel momento, Lydia estaba sacando piedrecillas de una bolsa y colocándolas de forma que pareciesen la arena de una playa. Entre las piedras había pequeños cactos.

—Eso es —decía Lydia-. Así me lo imagino...

—¿Cuál es tu última obra de arte? —preguntó Alfred. Lydia se sobresaltó, pues no le había oído llegar.

—¿Esto? Es el mar Muerto. ¿Te gusta?

—Un poco árido, ¿no? Tendría que haber algo más de vegetación.

Su mujer movió negativamente la cabeza.

—Ésa es la idea que me he forjado del mar Muerto. Está muerto, ¿comprendes?

—No es bonito como los otros.

—No pretendo que sea bonito.

Se oyeron pasos en la terraza. Un viejo criado de cabellos blancos, ligeramente inclinado hacia delante, avanzaba hacia ellos.

—La esposa de mister George Lee está al teléfono, señora. Pregunta si hay algún inconveniente en que ella y mister George lleguen mañana a las cinco y veinte.

—Ninguno. Dígale que pueden venir a esa hora.

—Muy bien, señora.

El criado se alejó. Lydia le vio alejarse. La expresión de su rostro se había suavizado.

—El bueno de Tressilian. ¡Qué ayuda es para nosotros! No sé lo que haríamos sin él.

Alfred se mostró de acuerdo.

—Pertenece a la vieja escuela. Hace casi cuarenta años que está con nosotros. Nos profesa verdadera y desinteresada devoción.

—Sí, es como los fieles mayordomos de las novelas. Creo que se dejaría matar con tal de poder proteger a la familia.

—Sí, creo que sí —murmuró Alfred. Lydia terminó de arreglar el jardín.

—¡Ya está todo preparado! —dijo.

—¿Preparado? —Alfred no pareció comprender.

—Para Navidad, tonto. Para esa sentimental Navidad familiar que vamos a disfrutar.

Capítulo IV

David estaba leyendo la carta. Al fin hizo una bola con ella y la tiró lejos de sí. Después, alcanzándola, la alisó y volvió a leerla.

Inmóvil, sin pronunciar ni una sola palabra, Hilda, su mujer, le observaba. Había notado el temblor de los músculos faciales de su marido y los movimientos espasmódicos de todo su cuerpo. Cuando David hubo apartado de la frente el mechón de cabellos que siempre tendía a caer sobre ella, y levantando la cabeza la miró, la mujer estaba ya preparada.

—¿Qué debemos hacer, Hilda?

Hilda vaciló un momento antes de contestar. Había notado la súplica que vibraba en su voz. Sabía lo mucho que él confiaba en ella. Siempre había dependido de ella, desde su matrimonio. Sabía que podría influir de una manera decisiva en la determinación que tomara. Pero, por eso mismo, procuró no decir nada definitivo.

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