—No es justo —musitó Dozer.
Uriguen y José reían con un tono manifiestamente burlón.
—¿Pero qué ocurre? —preguntó Susana acercándose. Había estado ejercitando los bíceps en una serie de duras flexiones y tenía la camisa empapada en las axilas y el cuello.
—Dozer tiene revisión de seguridad y va a perderse el almuerzo —dijo Uriguen, divertido.
—Bah... —protestó Dozer.
Mientras sus compañeros se alejaban Dozer inspeccionó la bolsa de plástico que le habían traído; un bollo de jengibre con algo de jamón cocido de lata, y uno de esos envases de color rosa que contenían leche con canela. ¿De verdad era leche? Con esa fecha de caducidad proyectada en el tiempo hacia el futuro, empezaba a dudarlo. ¿Y qué coño era un jengibre, de todas maneras? Dozer echaba de menos el pan. Pan crujiente de harina de trigo horneado como Dios manda. Qué proceso tan básico y sencillo, el de producir pan, y qué lejos se le antojaba ahora.
Devoró el fugaz almuerzo en un tiempo récord y fue a reunirse con Moses. El marroquí se había preocupado bastante por el recinto desde que el padre Isidro irrumpiera como lo hizo, y había sido propuesto en una reunión multitudinaria como Jefe de Seguridad, no hacía mucho. Sus primeras propuestas gustaron bastante, cosas básicas en su mayoría pero en las que nadie había pensado. Ahora, había pedido a Dozer que le dedicara un poco de tiempo.
Su primera parada juntos fue en la armería. Estaba emplazada en una habitación sin cerradura a apenas diez metros de los grandes ventanales que daban acceso al edificio.
—¿Qué tenemos ahí? —preguntó Moses.
—Ahí está todo, amigo —contestó Dozer, abriendo la puerta de entrada.
Moses dejó escapar un silbido apenas el interior de la estancia le fue revelado. Ante él se extendían grandes estanterías que cubrían las paredes hasta el techo, y en ellas, un cantidad impresionante de rifles y cajas de munición copaban todas las baldas. En un apartado especial colgaban algunos trajes anti disturbios completos con sus cascos y escudos de resina
Lexan.
—Dios, no sabía que teníamos de éstos —exclamó Moses, visiblemente sorprendido por la gran cantidad de armas que había allí desplegadas.
—Sí. Todo viene de la comisaría de policía.
—¿Y estos trajes, por qué no los usáis? —exclamó Moses, tomando uno de los grandes chalecos entre las manos.
—Ah sí. Éstos. Verás, los trajimos porque parecían una buena idea. Al menos en teoría, ya sabes, ir por ahí protegidos de mordiscos y zarpazos. En la práctica, sin embargo, no funcionaron muy bien. Necesitas una gran flexibilidad para moverte bien entre los
zombis,
y el traje la reduce bastante. Para nosotros es esencial movernos deprisa, pasar delante de ellos antes incluso de que puedan reaccionar; pero cuando probamos los trajes, fue un desastre. Demonios, a Uriguen casi lo cazan.
—Ah, entiendo —dijo Moses pensativo.
Dozer se acercó entonces a un armario situado al final de la sala.
—Y éste es nuestro armario de varietés —dijo, abriendo ambas hojas a la vez. Había allí un importante batiburrillo de material colocado en cajas o envueltos en grandes plásticos, y distribuidos en varios estantes. —Todo extraído de la comisaría de policía, pero no de su equipo, sino de la sala almacén donde tenían cosas decomisadas, no sé si temporalmente. ¿Qué hay aquí? —continuó, echando un vistazo al interior de las cajas— una barra de dinamita, varios metros de cordón detonante, un manual para elaborar bombas... —echó un vistazo al plástico que lo envolvía— fíjate, encontrado en un apartamento de La Palmilla, para qué coño querrían eso.
—Te sorprenderías —dijo Moses, moviendo la cabeza.
—¡Ah! Esto es bueno. Escucha, proyectiles para cohetes RPG-7 que fueron encontrados en... veamos... —nueva consulta a la gran bolsa que los protegía—... en un jardín, enterrados. También dos granadas de fragmentación y algo de explosivo plástico. Y por supuesto, el lanzador de las RPG-7.
—Esto es de locos —dijo entonces Moses girando sobre sí mismo como para apreciar la ingente cantidad de armamento y equipo que lo rodeaba. —Pero parece que estamos cubiertos en este sentido.
—Oh, sí, desde luego. Tenemos aquí un buen arsenal.
—Es una pena que nuestra fuerza operativa sea tan pequeña... —observó Moses mientras calculaba cuántas balas podría haber en todas aquellas cajas cuidadosamente apiladas.
—¿Nosotros? Bueno, lo intentamos... —enmudeció un instante y bajó la cabeza, como rememorando antiguos sinsabores. —En los primeros días, la gente se nos unía poco a poco. Fue cuando los
zombis
empezaron a verse por las calles, ¿te acuerdas? Llegaron unos diez el primer día, ocho el segundo, y a medida que pasaba el tiempo, llegaban cada vez menos. Pasábamos mucho tiempo tras la reja por si pasaba alguien, para decirles que aquí estábamos a salvo, pero una mañana supimos que ya no vendría mucha más gente, que tendríamos que apañárnoslas nosotros solos. En aquellos tiempos le dábamos mucha importancia a las armas, y en cierto modo era normal, las armas pueden salvarte de un ataque
zombi.
Era como si en este nuevo mundo enloquecido, todos tuviéramos que ir con un rifle en la mano para sobrevivir. Fue una soberana tontería. Detectamos que el ir armados en todo momento era psicológicamente perjudicial para la salud de la comunidad. Había recelo. Había hostilidad. Tendrías que ver lo que hace tener un arma apoyada sobre la pata de la mesa en la que comes. Fue idea del doctor dedicar un grupo a prepararse con las armas, y el resto, a las muchas tareas diarias que hacen falta en cualquier lugar donde conviven una treintena de personas.
—Entiendo —dijo Moses. Había escuchado otras veces el relato de la fundación de Carranque pero no desde ese prisma, y sentía una viva curiosidad.
—Formar el grupo no fue difícil. Cosa de selección. Yo tenía una empresa de seguridad antes de que pasara todo esto, y José y Uriguen también sabían mucho de armas. Uriguen era campeón de
Airsoft
a nivel de Andalucía y los tres estábamos en muy buena forma física. Los demás, algunos tenían una puntería bastante aceptable, pero no podían soportar estar a pocos metros de los caminantes. El pánico les superaba. Otros, no eran capaces de disparar contra ellos, demasiado parecidos a personas normales. Los últimos, no servían para coger un fusil sencillamente. Hubo alguno que estuvo a punto de volarse un pie al recargar el arma, fue cosa de centímetros.
Moses sonrió brevemente.
—Entiendo lo que quieres decir —concedió.
—No es nada sencillo. Hay que tener una pasta especial para esto. ¿Sabes cómo es una situación de combate real? El rifle huele a un kilo de hierro, y el olor se te queda en las manos y la mejilla aunque te laves a conciencia. Los disparos son estridentes, el olor de la pólvora es acre y cada vez que disparas el retroceso golpea la clavícula y el hombro, y duele. No es que te agote, una escoba es ligera pero si estiras el brazo en horizontal y la sostienes en el aire cinco minutos, te agota. ¿Te imaginas con un fusil de tres kilos? Los brazos acaban agarrotados. Y cuando estamos muy cerca unos de otros, los disparos del que tienes al lado te hacen cerrar los párpados aunque no quieras. El sudor pica y se te mete en los ojos, y los casquillos vuelan para todos lados y pueden darte en la cara.
—Jesús —dijo Moses—, no he visto ninguna película que transmita eso.
Moses se encogió de hombros.
—En cuanto a Susana, fue un caso excepcional —continuó Dozer dejándose llevar con su historia— fue de las primeras en llegar. Tenías que haberla visto, ¡qué diferente era de la Susana que conocemos ahora!... llorosa, rota. Vivió el fin de los días del hombre encerrada en su casa. Al poco tiempo de estar con nosotros cogió uno de esos fusiles, una silla, unas cervezas, y descargó más de diez cargadores contra los muertos. Ni siquiera estaba interesada en destruirlos porque no les disparaba a la cabeza. Los impactos de bala dejaron a esos pobres diablos en un estado lamentable, indescriptible... creo que fue entonces cuando me di realmente cuenta de a qué nos enfrentábamos, cuando veía sus rostros incendiados de odio, inmutables ante la absurda cantidad de impactos que los sacudían. Y ella seguía. Y seguía, disparando con monótona cadencia. Al día siguiente se presentó como candidata para el grupo y vaya si resultó válida. Fue como si se hubiera templado, como si hubiera logrado expulsar sus demonios. Como si se hubiera desquitado de esa broma cruel que los
zombis
le habían gastado al arrebatarle su vida.
—¿Qué hacía ella antes? —preguntó Moses después de dejar pasar un breve lapso de tiempo.
—Bueno. No estoy seguro. Creo que mencionó algo relacionado con... —dudó un instante— profesora deportiva, pero tendrás que preguntarle a ella.
Moses asintió.
—Quizá deba ponerme en forma —dijo entonces, cogiendo uno de los rifles y sopesándolo en las manos.
—Eso estaría bien —dijo Dozer, dándole una palmada en la espalda.
—Bueno, vamos a lo siguiente.
* * *
Lo siguiente les llevó directamente al tejado de uno de los edificios principales de Carranque, al que se accedía por una pequeña escalera de servicio. El sol del mediodía calentaba confortablemente, pero allí arriba el viento frío se acusaba con más intensidad y les congelaba las mejillas y las orejas.
La vista, sin embargo, representaba un cambio importante. Confería una cierta sensación de libertad, con una panorámica diáfana de los edificios circundantes que se erguían, silenciosos, cuan altos eran. Las ventanas oscuras sin embargo, eran como ojos ciegos, testigos mudos del inimaginable destino que la raza humana había sufrido.
Moses inspiró profundamente.
—Me gusta este sitio —dijo Dozer. Metió la mano en el bolsillo de su chaleco y sacó una pequeña hoja plegada cuidadosamente sobre sí misma, un paquete de
Benson & Hedges
y un mechero. Encendió un cigarro, cubriéndolo con la mano para parar el viento.
—No sabía que fumaras —comentó Moses.
—Es un viejo vicio. Lo dejé un tiempo, pero es como dice la canción, un viejo amor al que se acaba volviendo. De todas formas, qué coño, ¿crees que en este mundo en el que vivimos ahora hay sitio para ancianos longevos? —rió con una mueca torcida que Moses no supo interpretar—, diría que no.
—No lo había pensado así...
—En fin —dijo, tras darle una intensa calada al cigarro. Desplegó la hoja con un rápido movimiento y se puso al lado de Moses para que pudiera verla. Contenía un esquema dibujado a mano, un mapa de la zona con un pequeño diagrama con notas. Se trataba de un registro de las actuaciones del Escuadrón en los edificios que rodeaban la ciudad deportiva, una actividad a la que se habían dedicado antes de que el doctor Rodríguez trabajara en la vacuna, como parte de un plan de ampliación del perímetro de seguridad. Utilizaban las alcantarillas para acercarse a los portales lo más posible, y los limpiaban de caminantes. Luego, los clausuraban.
—Veamos. Éste de ahí está limpio —dijo señalando un edificio cercano— y también aquellos dos de allí. Y luego, aquél, el grande, y los dos que están a su derecha. Y... eso es todo.
—¡Fantástico! —comentó Moses, estudiando el plano. —¿Qué son estas notas? —dijo, examinando los símbolos laterales que Dozer había dibujado.
—Bueno, son cosas interesantes que hemos encontrado en las viviendas. Allí siguen. Éste símbolo es de medicinas, éste de agua cuando la encontrábamos en grandes cantidades. Ni te imaginas las cosas que guarda la gente.
—Entiendo, vaya si habéis estado ocupados.
Dozer sonrió, arrancando un fulgor incandescente a la punta del cigarrillo.
—¿Cuál es tu plan, entonces? —preguntó, soltando una bocanada de humo dulce y sofocante.
Moses estudió el plano antes de contestar. Miraba alternativamente la hoja de papel y los bloques de viviendas que les rodeaban.
—Ese de ahí —dijo, señalando al más cercano. Era un edificio de ladrillo visto en forma de tríptico, con la parte central más alta. Las otras dos alas estaban giradas ligeramente hacia ella. —Ése es nuestro Álamo.
—¿Álamo?
Moses le dio una sonora palmada en la espalda.
—¡La batalla por la independencia de Texas, amigo! Seguro que viste la película de John Wayne al menos. Cuatro mil soldados del ejército mexicano contra una milicia de secesionistas texanos, en su mayoría colonos. Se atrincheraron en la misión de El Álamo, en lo que hoy es el estado de Texas, utilizando algunas casas de sus cercanías como los primeros bastiones en su defensa. Y eso, amigo mío, es lo que haremos nosotros.
Su sonrisa era ahora radiante, pero Dozer le miraba intentando todavía comprender.
—Vamos, piensa un poco. La última vez casi sucumbimos. Triunfamos, sí, pero de puro milagro. De hecho, creo que Dios puso unas cuantas Reinas Blancas en el tablero para compensar que el Rey Negro se había vuelto loco, ¿sabes lo que quiero decir?
—Nuestro sacerdote.
—Justo. La cosa acabó bien, pero también pudo haber salido... mal. Muy mal. Tú estabas en el hospital con las costillas trituradas, y seguro que te sentiste atrapado cuando esas cosas entraron allí.
—Oh, joder, sí —respondió brevemente. Se acordaba demasiado bien de aquellos momentos, fosilizados en su memoria como fotografías de gran nitidez.
—En el edificio principal fue igual. Estuvimos tan acorralados como tú. Tenías que haber visto a José disparando a los espectros en la escalera, sujetando un colchón para aguantar la horda de
zombis.
—Oh tío —dijo Dozer, riendo de repente. —Joder, sí. Si vieras cómo nos lo contaba cuando reunió valor para hablar de ello.
—Sí, en el recuerdo todo mejora, pero aquella noche la escalera era la única vía hacía la salida. Si no hubiéramos conseguido llegar abajo, todo habría acabado.
Dozer percibió el tono serio del marroquí y recuperó la compostura, apurando el cigarro con una última inhalación.
—Así que —continuó Moses— ese edificio de ahí es nuestro plan de evacuación, nuestro Álamo, un refugio donde poder volver la mirada si todo se tuerce.
—Entiendo —exclamó Dozer, pensativo.
—Quiero que trabajemos en eso. Quiero que el camino vaya directamente desde aquí, a ese edificio, por las alcantarillas. Cuando tengamos eso, más adelante, podríamos habilitar una de las viviendas como almacén y tener allí víveres, agua y armas.
—Uh... —exclamó Dozer, pensativo—, ¿todo eso merecerá la pena?