Necrópolis (10 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

—¡Alba, no! —chilló Gabriel, jadeando. Sabía que era un sitio peligroso y le habían advertido innumerables veces de que nunca, jamás, se le ocurriera jugar allí. Era un hueco enorme entre las casas y el suelo. Allí solo había enormes columnas de sujeción rodeadas de grava, restos de ladrillo, cemento y tierra, además de porquería y broza que el jardinero a veces arrojaba por el hueco. Pero su padre le había advertido que los cimientos eran profundos porque su casa estaba construida sobre una loma que descendía en pendiente, y que el hueco había sido rellenado con cascotes de obra para que nadie se cayese dentro. Y también había mencionado los
pozos.
Ominosa palabra que reverberaba en las mentes infantiles de los niños como si fueran bocas de cocodrilo a punto de morderles. Los
pozos
podían estar en cualquier lugar invisibles en la oscuridad, e incluso podían no ser vistos, estar al acecho bajo un montón de basura o sobre ladrillos aparentemente seguros. Los pozos eran profundos se les dijo, tan profundos que a veces comunicaban con procelosos ríos subterráneos que fluían por oscuras grutas, y que tras describir sinuosas vueltas y revueltas, desembocaban en secretos lagos donde moraban criaturas ciegas y hambrientas.

Alba había tenido angustiosas pesadillas. Su papá había dicho que si caías en uno de esos pozos, podías
Morir.
Alba tenía ahora ocho años y sabía perfectamente lo que era
Morir,
pero cuando era más pequeña, el papá de su amiga Beatriz había
Muerto
y Beatriz tuvo que irse del colegio y hasta cambiarse de casa, y Alba se cuidó mucho de andar por sitios con
pozos.

Sin embargo, cuando los muertos entraron en casa pudo
ver
otra vez. Primero sobrevino esa extraña sensación de que el cerebro se le hacía tarta de coco; es al menos como podía describirlo ella cuando era muy pequeña, y la expresión sobrevivió y permaneció en la familia. No era solo el olor, era como si dentro de su cabeza notase que el cerebro adquiría una textura efectivamente como la de una tarta de coco, un poco licuada y arenosa. Y entonces le sobrevenía la visión. Podía ser de unas semanas o unos pocos minutos más tarde, y siempre era breve, pero lo que
veía...
acababa ocurriendo. Siempre. No importaba lo que hiciese. Lo que veía no se podía cambiar.

Una vez, la pequeña Alba estaba jugando con una pequeña cocinita que tenía y, de repente, le sobrevino el olor a tarta de coco. Acto seguido, como si hubieran enchufado una vieja película con calidad VHS directamente a su cerebro vio a su tía Sara envuelta en un aparatoso accidente de coche. Lo veía todo como si estuviera mirando a través de una cámara instalada en el asiento del copiloto. Una cámara a menos fotogramas por segundo de los habituales. Veía la cabeza voltear a un lado y otro, veía cómo se golpeaba una y otra vez contra el volante y el cristal de la puerta, con los cabellos alocados y la sangre que manaba abundante. Veía los trocitos de cristal volando por toda la cabina. Y por fin, la vio morir, con la frente abierta y deformada por los moratones que habían ocultado sus ojos tras un montículo de carne hinchada.

Alba abandonó su trance con un grito tan agudo y penetrante que su madre dejó caer la sartén que tenía entre manos para salir corriendo a su encuentro. Iba gritando su nombre por el pasillo, sintiendo que una fuerte taquicardia nublaba su visión. Ya en el cuarto, se la encontró llorando desconsolada en el suelo. Solo pedía que la dejase hablar por teléfono con la tita Sara.
La tita Sara, mamá, déjame hablar con la tita Sara, mamá por favor...

Su madre le puso a la tita Sara al teléfono. Estaba en casa, al parecer, porque había acumulado bastantes días libres desde el principio del año y ahora se los estaba tomando todos en una cura de descanso hogareña. Alba se puso al aparato con un nuevo acceso de llanto y una sucesión de balbuceos suplicantes.

Por favor tita por favor no conduzcas más con el coche por favor tita por favor con el coche no, promételo tita, promételo vale tita vale por favor...

Su madre le quitó el teléfono y la consoló pasándole el brazo por encima de los hombros mientras hablaba con la tita brevemente.

No lo sé,
decía,
no sé que tiene, está llorando muchísimo, la pobre... sí... tranquila... no pasa nada... voy a hablar con ella, sí...

Cuando colgó el teléfono, se fueron juntas a la cocina. Su madre le preparó una taza de Cola Cao caliente con azúcar pero Alba, aún balbuceante y sin poder cerrar el grifo de las lágrimas bebió apenas un par de sorbos. Por fin, poco a poco consiguió desgranar la horrible visión que había tenido. Su madre la miraba lívida. Aún no habían tenido muchas experiencias con el don de Alba, si es que era un don, pero la niña desde luego era especial, eso lo sabían en el colegio como lo habían sabido en el jardín de infancia y cualquier persona que hubiera pasado tiempo suficiente con ella.

Su madre, sin embargo, intentó aparentar normalidad. Le quitó importancia al asunto. Le dijo que a veces uno cree ver cosas que en realidad no son sino pasajes mentales, productos de la imaginación que no tienen mayor importancia. La convenció para llevarla de vuelta al salón y tumbarse en el sofá con una mantita por encima, y una buena película de dibujos animados en el DVD. Le puso la película de Bob Esponja y ella se tranquilizó visiblemente.

Pero su madre no se había quedado en absoluto tranquila. Sentía una enorme presión tras los ojos, una inquietud que sin duda germinaba poderosa en su interior. Cogió el teléfono y marcó apresuradamente el número de su hermana, pero no le atendió ella, sino una compañera de piso.

Lo siento, querida, pero Sara acaba de salir. Ha dicho que su sobrina estaba llorando y decía cosas raras, y ha salido a verla.

Le hizo una sola pregunta.

¿Qué?...
—fue la respuesta—
sí, claro que ha cogido el coche... hay como veinti...

Pero le colgó sin esperar a que le contara ninguna otra cosa. Pasó los siguientes veinte minutos caminando angustiada por todo el salón. En la tele, Bob Esponja y Patricio caminaban resueltos por una carretera submarina con algas pegadas en el mostacho a modo de bigotes.

Iba a la cocina, volvía, miraba por la ventana, se sentaba en una silla... luego en otra. El tiempo pasaba arrastrándose. Demasiado tiempo, además. Demasiado para cubrir la distancia que les separaba.

Por fin, una hora y media después, sonó el teléfono. En el identificador de llamadas ponía: SARA MÓVIL.

¿Sara?
—preguntó, con un hilo de voz y la boca seca.

Buenas noches... perdone que la moleste, señora... soy Raúl Gómez de la Guardia Civil, ¿es usted familiar de Sara Hernández?

La oscuridad se la tragó.

* * *

Así supo Alba que las escenas que veía cuando el cerebro se le
ponía como una tarta de coco
no podían cambiarse. Era como un escaparate de una tienda cara. Se podía mirar, pero no cambiar nada.

Y aquél día, mientras sus padres eran devorados por los muertos, la pequeña los vio a ella y a su hermano en el hueco de los cimientos del pequeño edificio, rodeados de algunos enseres que luego irían sacando de su propia casa y de las casas vecinas, ocultos de los muertos, tomando algo en un cuenco caliente al calor de una cocinilla de gas. Y así era como estaban aquella noche, casi dos meses después.

—Está bien —accedió Gabriel, en su habitual tono bajo. Nunca hablaban muy alto. —Tómate toda la sopa, y jugaremos a las cartas.

Alba sonrió. Tenía sólo ocho años, pero su sonrisa era luminosa y sincera. En la oscuridad de su agujero roto tan solo por la tenue luz del camping gas, Gabriel también sonrió.

A la mañana siguiente el día amaneció despejado y cálido. El sol brillaba en lo alto sin ninguna nube que hiciera sombra, y en los árboles, el verde estallaba tras tantos días de lluvia y frío. El césped, sin nadie que lo cuidara, era una jungla de matojos y malas hierbas, y los parterres crecían desaforados. La próxima primavera prometía ser exuberante.

—Máfaro se moriría si viera esto así —comentó Alba asomada por el agujero.

—Lázaro. El jardinero se llamaba Lázaro —corrigió Gabriel, quien hacía recuento de víveres en el interior.

—Bueno... Me pregunto cómo acabó tu Láfaro —dijo entonces la pequeña.

Gabriel seguía ocupado estudiando el equipo de que disponían, en especial bombonas de gas y comida. Se habían estado abasteciendo en varios supermercados de la zona. Ni siquiera tenían que irse muy lejos, o salir a las calles de la urbanización, bajaban hasta la calle comercial utilizando el río que lindaba con los terrenos privados de su comunidad y que estaba apenas a cincuenta metros de donde se ocultaban. Se trataba de un pequeño camino de servicio junto a un río raquítico que otrora se utilizaba para enviar el alcantarillado de varias comunidades al mar. Gabriel no sabía por qué, pero nunca había encontrado
zombis
allí. Quizá era porque nunca había visto a nadie por esos lugares, ni siquiera antes de que ocurriera todo, sin gente no había
zombis.

—Gaby —llamó Alba, de nuevo.

—Quéeee —contestó, arrastrando mucho la sílaba como correspondía a un hermano mayor.

—Anoche no te dije una cosa.

—¿Ah, sí? —comentó Gabriel. Era obvio que estaba demasiado enfrascado en su inventario como para prestar atención a las ocurrencias de su hermana.

—Sí —contestó, un poco desafiante porque se daba perfecta cuenta de que no le prestaba atención.

—No nos queda apenas agua —dijo Gabriel, más para sí mismo que para su hermana.

—Oh, oh.

—Ni caldo de pollo, solo hay sopa de tomate y de setas.

—¡Qué asco!

—Habrá que ir a la tienda.

—¡Pero Gaby, anoche no te dije una cosa!

—¿Qué cosa,
chulita
?

preguntó Gabriel. A veces la llamaba así porque era muy resabiada para su edad.

—¡No me llames así!

—Vale,
chulita.

Alba cruzó los brazos y arrugó la nariz, súbitamente enfadada. Gabriel ni siquiera había reparado en el malestar de su hermana, estaba demasiado pendiente de sus cuentas y listas. Desde
Aquella Noche,
él se había ocupado de todo eso. Intentaba que las comidas fueran lo más parecidas a los menús que ponía su madre porque había aprendido que no se podía vivir exclusivamente de cosas como patatas en bolsa o barras de chocolate, las que acabaron por aborrecer. También se había procurado un botiquín completo con tiritas, aspirinas... y hasta un jarabe antitusivo. Poco a poco habían ido recuperando cosas de su casa y ya puestos, de las casas vecinas; un día vieron pasar al Sr. Thorpe con su pelo blanco tremolando al viento por la calle de fuera del recinto. Tenía la cabeza colgando a un lado con una herida infernal en el cuello y le faltaba un brazo, el hueso asomaba como el mástil de un barco que se está hundiendo. Entonces aprendieron que los vecinos no estaban allí por la misma razón que sus padres, y ya nunca volverían.

Gabriel había construido un refugio con mantas y edredones. Los había de excelente calidad, enormes y esponjosos, y ésos los usaban como parapeto del viento. También había abierto otros tres agujeros por si algún día una de aquellas cosas los veía y conseguía colarse por el agujero. Y por último, había hecho un refugio camuflado a base de pegar ladrillos y montones de tierra a unas mantas. Si se colocaban la manta por encima quedaban totalmente camuflados con el entorno, especialmente con la penumbra que reinaba en aquel lugar.

—Bueno, mejor que vaya ahora mismo —anunció Gabriel, no sin cierta pesadumbre.

Alba hizo un ademán como si fuese a decir algo, pero después cambió de idea y volvió a cerrar la boca.

—Ya sabes —dijo Gabriel— no hagas ningún ruido mientras estoy fuera.

Pero Alba se limitó a mirarle ceñuda, y no dijo nada.

Gabriel detectó algo en su hermana, pero estaba acostumbrado a sus desaires y enfados por motivos que, casi siempre, se le escapaban. Suponía que solía ser por cosas que, en circunstancias normales, habrían acabado en un
"mamáaaaaaa"
entonado como si fuera una sirena durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, pero ya no había ninguna mamá ni tampoco un papá, así que en esos casos se limitaba a pensar
"¿qué os pasa a las mujeres?"
para luego dejar que todo el asunto se le fuera de la cabeza. Ésa, al menos, es una clara prerrogativa de los niños.

Se colgó su pequeña mochila a la espalda y salió por el agujero sin mediar palabra.

8. Alba en el jardín, Gabriel en la tienda

En las raras ocasiones en las que su hermano no estaba, Alba se entretenía secretamente en el jardín. Había multitud de flores y arbustos creciendo salvajes en el amplio espacio comunitario dividido en tres bancales enormes, el de en medio hospedaba una piscina que se había puesto verde y llenado de hojarasca y porquería diversa traída por el viento a lo largo de los meses.

Alba sentía una fascinación especial por las plantas. Tenía prohibido salir del escondite (como ella lo llamaba) por motivos que eran obvios, pero además porque el césped había amanecido algunas mañanas completamente revuelto. Su hermano había dicho que eran jabalíes que escarbaban buscando trufas y sabrosas raíces. Decía que bajaban por la vaguada de partes más altas de la urbanización donde los chalets se espaciaban cada vez más hasta dar al monte, y decía también que los jabalíes eran
muy peligrosos.
Alba estaba muy cansada de que todo fuera
muy peligroso
desde
Aquella Noche.

Las plantas eran hermosas. Las había grandes y amarillas que colgaban hacia abajo como si fuesen campanas, y las había rojas y enormes con unos tubos alargados en su centro llenos de una especie de polvo amarillo. El contraste entre esos colores le resultaba sumamente evocativo. También había unas plantas de un color naranja brillante, con unas protuberancias alrededor que les hacía parecer un apetecible fruto.

Los insectos entretenían a la pequeña, pequeños escarabajos que corrían con determinación de un lado a otro con alguna importante tarea en mente; hormigas que arrastraban trozos de hojas y otras menudencias que ni siquiera podía identificar, grandes libélulas voladoras que pasaban erráticas zumbando entre los macizos de flores. Era el mundo de lo pequeño lo que alegraba sus ojos infantiles ahora que el mundo de los mayores había acabado.

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