No. Así es como te cogen. Sales corriendo y vas atrayendo la atención de todos ellos. Y ellos corren más que tú. Corren más, y no se cansan. Nunca se cansan.
Esta vez no podía rendirse, pensó. En su mente aparecían mil escenas agolpadas, y en todas ella aparecía Alba. Tenía que pensar en su hermana. Ella sola no podría conseguirlo.
Fru, frú.
Gabriel miró alrededor, buscando algo que pudiera usar o algún lugar donde esconderse, pero el espacio era en verdad muy reducido, así que esa posibilidad estaba fuera de lugar. Se mantuvo en el centro del pasillo, así, si aparecía por uno u otro lado tendría tiempo de dar la vuelta al estante.
Pero entonces, del otro lado de la sala le llegó el sonido ensordecedor de un estrépito de mil demonios. Era como el ruido en cascada de un millón de latas de conserva cayendo en confuso tropel. Gabriel dio un respingo, esa cosa debía de haber derribado al menos tres baldas completas.
Dios mío... va a atraer a muchos más... oh Dios mío por favor...
Miraba ahora con obstinación el túnel de la entrada, sin perder de vista su izquierda y su derecha. Eran tres flancos, y eso provocaba que su ansiedad fuera en aumento. Casi podía imaginar a dos de esas cosas apareciendo en la entrada, ligeramente encorvados y con sus cuellos muy estirados, en manifiesta actitud de cazadores. Si eso terminaba de ocurrir, estaba perdido. Sabía que tenía que actuar con rapidez, pero ¿qué hacer?
El
zombi
lanzó un grito ronco, breve pero intenso; tenía como un deje de interrogación.
El gruñido al menos, junto a la explosión de adrenalina que experimentaba le animó a moverse, a dar la vuelta a uno de los estantes, despacio, sin perder nunca la referencia del acceso al túnel. Respiraba por la boca sí, pero incluso entonces sus inhalaciones eran profundas y cortas, como si jadeara.
Al doblar la esquina se encontró al espectro de frente. Cerca. Demasiado cerca.
Gabriel chilló sobresaltado. El espectro le miraba como hipnotizado, con los ojos velados por una bruma blancuzca. Su piel estaba surcada por un centenar de venas varicosas, rojizas y abultadas, entonces agitó la cabeza como sacudido por espasmos, levantando y bajando los hombros como si estuviera sufriendo un feroz caso de epilepsia.
Para Gabriel eso fue suficiente, alargó la mano y cogió lo primero que pudo con intención de arrojárselo al rostro, resultó ser una lata de espárragos. Le golpeó en la mejilla izquierda levantándole la piel y dejando una marca blancuzca. Siguió lanzándole cosas, un par de latas más, unos paquetes de café envasados al vacío pero demasiado livianos, rebotaron como si fueran tacos de corcho blanco. El espectro levantó las manos y tenía las venas del cuello tensas como cables de acero, Gabriel lo sentía... se abalanzaría sobre él en cualquier momento.
Siguió tirándole cosas cada vez con más fuerza, mientras retrocedía con pasos cortos y dubitativos. En un momento dado, sus manos dieron con un paquete de harina que salió despedido hacia el
zombi.
El paquete le estalló en la cara y reventó como si hubiera sido diseñado para ello. Se llenó todo de una nube de polvo blanco y cuando el polvo se dispersó, Gabriel observó atónito que el espectro se había llenado todo el rostro, desde las cejas hasta la barbilla.
Sus ojos,
pensó,
¡sus ojos están cubiertos de harina!
El espectro parecía girar sobre sí mismo agitando los brazos en el aire como lo haría un invidente. Estaba efectivamente ciego, y no parecía hacer ningún intento por pestañear o quitarse el polvo blanco de los ojos con las manos, un simple gesto que le habría devuelto la visión. Avanzó hacia el estante y le dio un fuerte empellón, las latas y el resto de los productos se estremecieron en sus baldas y un par de ellas cayeron al suelo.
Ésta es la oportunidad, Gaby… ésta es...
—se decía a sí mismo.
El muchacho cogió la bolsa de plástico del suelo y dio unos pasos hacia la salida, muy despacio al principio pero recuperando el paso normal al final. A medida que llegaba a la salida y su corazón se hinchaba del aire puro de la vida Gabriel miró por última vez al estúpido espectro cubierto de harina que daba tumbos contra los estantes. Esa visión le infundió renovados ánimos y dibujó una sonrisa en su rostro de niño que empieza a dejar de serlo. Se les podía vencer. Se les podía vencer.
* * *
Alba se había incorporado, daba largos tragos de aire que le insuflaban nuevas energías, oxigenar su organismo de nuevo le hacía sentirse mucho mejor. Su vestido estaba empapado, así que oyendo un viejo eco materno
(no te quedes con el bañador mojado, Alba, es Malísimo)
se lo quitó y lo dejó en el suelo, hecho un guiñapo.
Bob El Ahogado sí que había sido
Malísimo,
pero aquél perro se había ocupado de él. Podía habérsela comido, ya no había nadie que regañara a los perros malos pensó, pero en cambio le había salvado. Se acercó a él, un felpudo inmundo lleno de mugre y empapado desde el hocico hasta la punta del rabo, respirando como si se tratara de un viejo motor al ralentí.
—Hola, perrito —dijo la niña tímidamente.
El mastín metió la lengua en la boca, la movió como si la tuviera seca y volvió a su respiración esforzada.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber.
El perro levantó las cejas brevemente.
Alba estornudó para su sorpresa. Miró sus pequeños pies y, mientras hacía subir y bajar los dedos, se dio cuenta de que todo el suelo estaba empapado y que ella estaba prácticamente
desnuda,
y eso suponía resfriados de los buenos.
—Perrito, no te vayas, ¡voy a traerte algo!
Salió corriendo hacia el escondite sin olvidar mirar atrás, por si Bob El Ahogado estaba espiando desde la piscina con sus ojos asomando por encima de la superficie. Pero no había nada, ella no había visto muy bien lo que había pasado pero creía que Bob ya nunca abandonaría el arrullo de las aguas estancadas del recinto.
Buen perro, perro bonito.
Una vez en el escondite, Alba se puso ropas secas de su montón. Un pantalón de chándal y una sudadera de manga larga con un mensaje que decía: TENGO UN A+ EN IR DE COMPRAS. También cogió una lata de salchichas pequeñas con esas anillas de
abre fácil
y salió de nuevo a toda prisa, tenía miedo de que el perrito se escapase. Pero no fue así, el mastín seguía en el mismo sitio conservando las pocas energías que le quedaban. Estaba más cansado de lo que había pensado, sus últimas comidas no habían sido muy abundantes y la pelea lo había dejado exhausto, pero al menos había salvado al AMO, si es que realmente era un AMO. No tenía más que esperar y lo sabría.
Por fin, el AMO apareció de nuevo. Bajaba las escaleras trotando y llevaba una COSA en la mano. Olfateó brevemente en esa dirección, pero aún tenía el intenso aroma del agua sucia y de su enemigo bloqueando su fino olfato y tampoco es que le interesara demasiado. Por fin, el AMO se arrodilló junto a él y trasteó con esa COSA un rato. Estaba ahora lo suficiente cerca para olerlo pero no parecía tener un aroma definido, así que no...
¡Tack!
De repente, ¡cómo se llenó el aire de ese aroma a COMER! Un olor intenso, tan fuerte que por un segundo lo llenó absolutamente todo, imposible pensar en ninguna otra cosa que en COMER. Surgió de pronto de esa COSA que llevaba el AMO. Un poco repelente al principio, como una bofetada de atención, pero después el aroma se desgranó y se volvió delicioso. Hizo un esfuerzo por levantarse, pasándose la lengua por toda la boca, estaba salivando a una velocidad de vértigo.
Alba observó entusiasmada cómo el perro devoraba con un ansia atroz la lata de salchichas. Le había costado un poco abrirla, claro, pero apenas lo consiguió el perro se había incorporado como si le hubieran puesto pilas a su viejo motor. ¡Qué hambre tenía! Devoró todo el contenido de la lata en unos pocos segundos y aún así continuó lamiendo con su lengua enorme no solo cada uno de los bordes sino también la tapa, que había quedado enroscada sobre sí misma a un lado.
—¡Muy bien, perrito! —dijo Alba, dando saltos sobre sí misma con una sonrisa radiante. —¿Quieres más, eh, quieres?
El mastín soltó un bufido y se acercó a la niña colocando su frente contra su pecho, sumiso. Alba lo acarició, aunque estaba empapado y no fue una experiencia tan agradable como había pensado, pero aún así se sentía feliz de que el perro se hubiera acercado a ella. Era como si ahora fuese suyo, aunque uno de los dos se veía desproporcionadamente grande, o pequeño, junto al otro.
—Alba —dijo una voz de repente, llamando su atención. Alba levantó la vista. Era Gaby, cargando con una bolsa de plásticos y la pequeña mochila a la espalda, que había vuelto de la tienda.
—¡Mira Gaby! ¡MIRA! —dijo Alba radiante acariciando la cabeza del perro por arriba, detrás de las orejas, alrededor del hocico.
—¿De dónde ha salido ese...? —quería decir perro, pero la palabra que en realidad revoloteaba por su cabeza era más parecida a caballo, o elefante.
—¡Es un perro
anti-zombies,
Gaby! —exclamó Alba, encendida por la ilusión y abriendo mucho los brazos.
Gaby dejó caer la bolsa al suelo.
—Atiza...
Al caer la noche, el grupo de caza se encontraba de nuevo en la mansión, que funcionaba ahora como una especie de cuartel general o punto seguro. Era lo bastante espaciosa para todos ellos y estaba debidamente protegida por un alto muro. La verja de salida era tan sólida como para resistir la embestida de un coche, tanto más de un puñado de espectros con las articulaciones podridas. Y tenían por supuesto electricidad, así como un enorme sótano lleno de provisiones.
Una formalidad, desde luego, se sentían muy capaces de
ir de compras
cuando quisiesen y donde quisiesen. Marbella estaba a sus pies.
Bluma se preparaba algo de beber en el minibar. Vaso grande de cristal, cubitos de hielo y una generosa porción de whisky. No cualquier cosa, por supuesto, sino un
Macallan Fine & Rare Collection
de 1939 que su colega había comprado en Nueva York hacía dos años por algo más de unos diez mil dólares americanos la botella.
Esas cosas importaban ya poco, por cierto. Daba exactamente lo mismo conducir un coche que costase un millón de euros o vivir en el mismísimo Reichstag; nada de eso traía ya estatus social porque el maldito estatus social se había ido a tomar por el culo, así de simple. Ahora sólo había una cosa que importase, vivir un día más. Cada día, un día más.
La nueva situación le había hecho rejuvenecer cinco años al menos. Se levantaba por las mañanas con una sola idea en la cabeza, coger su arma y enfrentarse a algún reto, correr riesgos, sentir la adrenalina bombeando, los músculos tensos. Disparar. Disparar. Antes de la Pandemia
Zombi,
todas las otras cosas le habían acabado aburriendo hasta las lágrimas, pero tenía que ocuparse de ellas para que la máquina del dinero siguiese funcionando. Negocios, tratos, gordos cabrones con mujeres-trofeo a los que tenía que soportar. Llamadas, llamadas, llamadas. Ahora todo eso se había acabado, lo maravilloso del dinero no era todas las cosas que podías comprar o los sitios que podías visitar, era la
libertad
de hacer lo que te venía en gana en el momento que te apeteciese. Como los
zombis.
Ahora todo era mucho más sencillo, más básico, más primordial; y esa simpleza hacía que la cabeza le diera vueltas, por fin podía concentrarse en una sola cosa, en
sobrevivir.
Bluma había disparado antes contra otros hombres y le era del todo indiferente si suplicaban antes de morir, si eran chinos o noruegos, si tenían familia o no. Les había visto orinarse encima y berrear como bebés y le había importado una mierda, era solo negocios, algo que era necesario hacer de tanto en cuanto para garantizar que el dinero siguiera llamando a la puerta. Para Bluma, la población mundial se dividía en dos tipos de personas: los que eran él, y los que no. Los que no eran él, estaban ahí para ser usados en sus planes personales, en su beneficio, para su disfrute personal. No eran algo cuyas afecciones, sentimientos y necesidades le incumbiesen lo más mínimo.
Apuró el vaso de whisky de un trago y dejó que bajase por su garganta intenso, casi abrasivo. Luego se sirvió otro para regresar al salón donde estaban los otros.
—Entonces... —dijo Bluma dejándose caer en el sofá junto a Guido—, ¿es oficial?
—Sí, es oficial —comentó Dustin ojeando sus notas. —Hay un empate entre Reza y tú, por puntos.
Bluma levantó el vaso en dirección a Reza quien estaba perfectamente sentado con su inmaculado jersey blanco de cuello vuelto, tan pulcro, tan prolijo. Pero él no bebía y no respondió a su gesto de manera alguna. Reza no le gustaba mucho a decir verdad, era demasiado estirado y su sentido del humor era nulo.
Un cabrón con suerte,
pensaba. Era la única forma de explicar sus increíbles tiempos en El Juego. Su puntería, su precisión, su inequívoca eficiencia en el combate. Pura suerte.
Era verdad que hasta entonces, el
cabrón con suerte
había sido el mejor en El Juego, pero parecía que eso iba a acabar más temprano que tarde. El empate le situaba en una posición que no pensaba alcanzar tan pronto, un hecho tan inesperado como bienvenido; el antagonista directo del Gran Reza, nada menos. Y empezaba a pensar que eso le fastidiaba bastante, o para decirlo con más exactitud, empezaba a pensar que se lo llevaban los mismísimos demonios.
Tanto peor para él,
aunque a veces creía que entre ambos, el aire mismo se electrificaba, y cuando eso ocurría buscaba sus ojos, pero éstos parecían inescrutables, distantes, fríos.
Menudo cabrón,
se dijo una vez más.
—Esto es excelente... —comentó Theodor con su acostumbrada parsimonia—, realmente interesante.
Theodor, el anfitrión, era el mayor de todos. Era también el propietario de la empresa de safaris en la que todos participaban, pero sobre todo había hecho fortuna con el negocio inmobiliario en la Costa del Sol. Había montado una franquicia que acabó aglutinando más de un centenar de oficinas por toda la provincia de Málaga, aplicando su modelo de funcionamiento y comisiones infladas que ya le generó unos grandes beneficios en Alemania. Así, durante años, sus agentes compraron, vendieron, volvieron a comprar y a revender una y otra vez los mismos inmuebles. Todo se vendía y cambiaba de manos en aquellos años, cada vez más gravados con comisiones y subidas de precio mensuales, y casi todo quedaba en manos de agentes comerciales, vendedores y compradores extranjeros. A estos últimos los traía en avión desde toda Europa para meterlos en tours de visita de pisos, y vaya si funcionaba. Cada operación de las más pequeñas podía generar entre diez y veinte mil euros, y en los últimos seis años aquellas operaciones llegaron a producirse hasta tres veces al día. La venta de villas y otras propiedades de gran lujo que solían producirse más o menos una vez cada cuatro o cinco meses, generaban unas comisiones de seis cifras.