A la mierda.
—Hagámoslo —dijo con voz temblorosa.
—Quédate aquí —contestó Antonio— voy yo primero, me meto dentro, pongo el barril en pie y esperamos a ver qué pasa. No vengas hasta que te haga una señal, ¿vale? Voy a moverme primero, a ver si el movimiento del barril les llama la atención.
—Por Dios, tiene que ser muy
muy
despacio... —dijo Álvaro, pasándose la lengua por el labio inferior.
—Claro.
Pero Antonio se preparaba ya para salir asomándose un poco más para mirar a ambos lados. El
zombi
más cercano estaba como a unos veinte metros pero les daba la espalda, arrastrando los pies como un octogenario privado de su andador. Entonces, inesperadamente, dio una corta carrera y se lanzó dentro del barril. Ponerlo derecho fue también más fácil de lo que Álvaro se había imaginado y en apenas un par de segundos, el barril se enderezó y su hermano desapareció debajo.
Silencio. Álvaro parecía aguantar la respiración.
Se asomó a su vez por el marco de la puerta para ver si había alguna reacción en los
zombis.
Nada. Ninguna.
Experimentó entonces una excitación sin precedentes. Vaya si estaba funcionando, ¿por qué no lo habían intentado antes? Podían haber buscado otro restaurante, o una tienda, o un kiosco con bollería. Se imaginó hincándole el diente a un dulce de chocolate con fresas y su estómago que yacía en su interior plegado pared con pared, pareció sacudirse brevemente.
Dentro del barril, Antonio escudriñaba el exterior por las pequeñas rendijas que había entre tabla y tabla con el corazón palpitante. Bendijo en silencio el diseño puramente ornamental de aquellas mesas, o de lo contrario habría tenido que moverse a ciegas. Esperaba pues, rezando para que toda su peripecia hasta meterse en el barril hubiese pasado desapercibida.
Contó mentalmente hasta veinte, y como quiera que todo seguía en silencio, probó a empujar el barril lentamente en una dirección.
Brmmmmm.
Paró inmediatamente, horrorizado. El barril había hecho un ruido enorme al arrastrarse por el asfalto. El pánico ascendió desde algún punto indeterminado, como trepa el fuego por un pinar seco y demasiado poblado. De repente sentía que el espacio que le quedaba ahí dentro era ridículo, demasiado angosto como para que pudiese siquiera respirar, pero a medida que pasaban los segundos y comprobaba que, una vez más, ningún
zombi
había sido atraído empezó a sosegarse. Su respiración volvía a su ritmo normal y su corazón apagó todas las pequeñas luces de Emergencia.
Poco a poco, empujando despacio, consiguió desplazarse medio metro. Era hora de llamar a su hermano.
Lo hizo asomando una mano por debajo, Álvaro la vio al vuelo y corrió hacia él. Entre los dos fue relativamente sencillo levantar el barril y meterse juntos.
—Para esto era que perdimos tanto peso —susurró Álvaro cuando se vio pegado a su hermano; el espacio era realmente reducido y la respiración de ambos resonaba como soplidos de elefante en un vagón de transporte. Antonio rió el comentario y las dentaduras perfectas de ambos, con forma de sonrisa, resaltaron en la penumbra del barril.
Así avanzaron, acuclillados y pegados como hermanos siameses, ganando centímetro a centímetro a los
zombis,
deslizándose entre ellos y dejándolos atrás. Cada minuto que pasaban empujando despacio intensificaba su emoción; ni el hambre, ni las picaduras de chinches y pulgas, ni el recuerdo omnipresente de las miserias pasadas podían empañar aquel logro. De vez en cuando se miraban sonriendo.
¡Sargento, atienda usted a esos hombres!
se imaginaba Antonio.
¡Señor, sí señor!
—
Muy bien, hijo de perra sarnosa, y asegúrese de que le dan un buen plato de jamón, patatas, una ensalada y dos o tres solomillos.
—
¡Sus órdenes, mi capitán!
Una hora y media más tarde, con la espalda rota por la postura y el esfuerzo, llegaban a una especie de plaza o avenida diáfana. El cable del globo aerostático pendía de una especie de construcción central recubierta de sacos de ese color verde militar característico. Los dos hermanos movían sus cabezas a un lado y a otro intentando ver más. No había gente, pero sí una buena cantidad de cadáveres en el suelo, por todas partes. De hecho, veían muy complicado poder avanzar más.
De repente, un ruido en el aire.
Fwwwwwp.
Seguido de un golpe seco.
Los dos hermanos se miraron, sus caras eran la sombra de la duda.
Fwwwwwp. Thumb.
—¿Qué cojones...? —susurró Álvaro.
Antonio miraba por la rendija. Estaba observando uno de los
zombis
más cercanos cuando de repente se sacudió como si le hubieran golpeado con una maza invisible; su cabeza estalló por un lado, completamente reventada...
Fwwwwwp.
... y luego cayó desmadejado al suelo.
Thumb.
—¡Los están disparando! —susurró Antonio tras unir las últimas piezas del puzzle, con los ojos abiertos de par en par.
—¿A quién? —preguntó Álvaro, sin comprender.
—A los
zombis,
con un silenciador, así no se enfurecen... ¡brillante!
Fwwwwwp. Thumb.
Aquél fue el último.
Antonio y Álvaro esperaron, sin saber muy bien qué hacer. Por fin, escucharon una voz a no mucha distancia.
—¡El del barril!
Empezaron a levantar el barril, despacio primero, hasta que comprobaron que no había ningún muerto alrededor. Ningún muerto de pie al menos, ya que el suelo estaba sembrado de cadáveres. A unos veinte metros por delante antes del búnker de sacos, había un hombre de pie, vestido con un traje como el de uno de esos agentes especiales que tantas veces habían visto en las películas. Llevaba grandes gafas de cristal y un casco militar. Les apuntaba con un rifle.
—¡Eh
,
oiga! —dijo Antonio, terminando de retirar el barril. —¡Somos supervivientes, somos supervivientes!
—¡Salgan de ahí! —dijo entonces.
Era curioso, pensaba Álvaro. Aquél hombre tenía un acento
guiri,
quizá los ingleses, o los americanos, habían llegado para ayudar a combatir a los
zombis.
Quizá...
Antonio se puso de pie, levantando las manos. Había esperado que salieran más soldados armados. Aunque quizá estaban escondidos. Claro, eso era, estaban ocultos, apuntándoles con sus armas por si la cosa se ponía fea.
—¿Hay alguno más? —preguntó el soldado con su remarcado acento extranjero.
—Alguno más —repitió Antonio, un poco aturdido. —No, no, solo nosotros dos.
—¿Solo vosotros dos? ¿No hay nadie más en refugio?
—No, ¡nadie más! Nosotros dos solos.
—¿Ninguna mujer? —preguntó el soldado de nuevo, dando pequeños pasos hacia su dirección.
Álvaro le miró.
¿Ninguna mujer?
se repetía en su mente.
¿Qué coño de pregunta era esa?
—No —respondió Antonio con una media sonrisa, sin comprender realmente— ninguna mujer.
El soldado levantó su rifle y disparó dos veces.
Fwwwwwp. Fwwwwwp.
Antonio y Álvaro cayeron al suelo con un agujero sangrante en mitad de sus frentes. La parte de atrás de sus cabezas había explotado expulsando sangre y cerebro a borbotones. Cayeron uno junto al otro, con los ojos abiertos y las manos cruzadas como si hubieran querido cogerse antes de morir.
* * *
Reza estaba furioso. Su plan no estaba funcionando como había imaginado. Éstos eran los terceros que sacaba de sus agujeros con el truco del globo aerostático; lo había encontrado hacía semanas en uno de los camiones que había en la carretera entre Marbella y Estepona, un estúpido vestigio abandonado del "glorioso" Ejército español. Pero la única mujer que había venido parecía sacada directamente de los campos de concentración nazi, demasiado delgada y fea como para llevarla ante el grupo de caza. Un disparo la quitó de en medio, como a todos los otros.
No tenía muy claro qué hacer a continuación. Podía esperar un poco más, desde luego, porque personalmente tenía tiempo todavía, no
confiaba
en que Bluma fuese capaz de encontrar su propio culo con una linterna. Pero sin embargo ahora tenía muy claro que Marbella estaba muerta. Quizá era hora de ir a la capital, a Málaga. Si habían podido resistir a los muertos vivientes, sería allí, donde había un mayor número de unidades de Protección Civil.
Sí. Eso haría. Iría a Málaga.
Distraídamente, empujó la mano de Antonio con la bota y se alejó despacio.
El enorme mastín sin nombre descansaba ahora muy cerca del escondite, tumbado sobre el césped y dejando que el Sol tibio del invierno secase su pelambrera. Alba y Gabriel estaban a su lado, maravillados por su tamaño. La pequeña ya le había contado a su hermano la tenebrosa experiencia con la piscina y Bob El Ahogado y cómo
"el perrito"
la había salvado. Gabriel se había puesto furioso de veras; Alba no recordaba que su hermano se hubiera enfadado tanto con ella desde mucho antes de
Aquella Noche,
pero después, el mastín había captado toda su atención y Alba dejó atrás el incidente con esa maravillosa capacidad de recuperación que solo los niños tienen.
—Qué sucio está —observó Alba.
—Está asqueroso, a saber dónde habrá estado. Menos mal que nos queda champú —contestó Gabriel echando casi todo el bote sobre la enorme panza. El perro sin nombre sacudió brevemente la pata al sentir el frío líquido, pero mantuvo la cabeza tumbada. Sabía que los AMOS iban a cuidarlo un poco y era posible que no le gustase, pero tenía que ser un BUEN PERRO, como antes, hacía más tiempo del que podía recordar, y estarse QUIETO.
Los niños se pusieron rápidamente manos a la obra y comenzaron a frotar y extender el champú, ambos tenían la nariz arrugada porque el animal desprendía un olor fortísimo.
—¡Qué bueno eres! —exclamó Alba encantada con el mastín, dándose cuenta en ese momento de que no sabía cómo dirigirse al perro.
—¿Cómo se llamará? —se preguntó en voz alta.
—Perro Anti Zombis... —dijo su hermano divertido.
—¡No, ese nombre es muy feo!
Gabriel se inclinó hacia su izquierda para verle la cara al perro, y se fijó en las manchas negras que bordeaban sus ojos, como un antifaz.
—¡Batman! —exclamó Gabriel, súbitamente inspirado.
—¡No, no, el perro es mío! —protestó Alba dando saltitos sobre sus rodillas, visiblemente disgustada con las ideas de su hermano. —¡Lo llamaré como yo quiera!
—Vale,
chulita.
Pero Alba maquinaba ya un nombre para el perrito gigante que le había salvado la vida; se concentraba en buscar alguno que fuera
realmente
bueno, alguno que hiciera que el perrito estuviera realmente contento.
Gabriel echó otro buen chorro de champú, esta vez cerca de la cabeza y continuó restregando con firmeza. No se había fijado hasta el momento, pero el perro tenía un collar marrón con puntas ribeteadas de metal. Allí, en la parte de abajo, se podía leer un nombre y un número de teléfono móvil.
—Creo que tu perro ya tiene un nombre —dijo Gabriel, esforzándose por leer la caligrafía. El nombre estaba escrito con pulcros caracteres, altos y delgados como patas de araña.
Alba esperaba con expectación, con espuma hasta los codos y la carita infantil iluminada por los ojos abiertos de par en par.
—Se llama... Gulich.
El mastín estiró las orejas cuando escuchó el nombre, ¿le había parecido que los AMOS habían dicho YO?
Alba arrugó la nariz, pero el nombre sonaba divertido y sonrió satisfecha.
¡Gulich, Gulich!
repetía contenta.
—¿Qué significa, Gulich? —preguntó Alba.
—Y yo qué sé, debe ser un perro
guiri.
Alba soltó una burbujeante y chisposa carcajada que hubiera contagiado al más pintado.
—¡Un perro
guiri!
—decía una y otra vez.
Gabriel sonreía.
Gulich ya no tenía ninguna duda. Los AMOS estaban contentos y hasta hablaban de YO. Eso tenía que ser bueno. Se estiró levemente mientras el champú hacía efecto en su pelaje marrón, dejando que las ensoñaciones de COMIDA llenaran su mente.
* * *
Unas horas más tarde, Gulich estaba sentado sobre sus cuartos traseros a las puertas del escondite. Le habían quitado todo el champú y el pelaje, espectacular, comenzaba a secar. También le habían dado otra lata de albóndigas en salsa y se la había tragado en un tiempo récord. Su lengua hacía viajes fugaces por toda la cara buscando restos de comida.
Gabriel había ido a mirar a la piscina para ver si podía averiguar qué había pasado con Bob El Ahogado, pero era como si el agua se hubiera tragado de nuevo su cuerpo descabezado. No había rastro de la mano ni de ninguna otra cosa. Gabriel no lo lamentaba.
Cuando volvió de vuelta con Alba, la niña se sentó a su lado con una galleta de chocolate en la mano. El muchacho, que ya empezaba a apuntar maneras y rasgos del gran hombre que sería algún día la estudió brevemente. Le había fascinado la frialdad con la que le había contado cómo se había caído a la piscina, cómo había tragado agua hasta casi ahogarse, cómo había creído que el gigantesco mastín iba a comérsela, y cómo Bob El Ahogado había tironeado de ella hacia abajo. Gabriel sabía que si eso llega a pasarle a su madre o a cualquier adulto que conociese, habría quedado trastornado para los restos.
Tra-la-rí, tra-la-rá.
Y eso hacía que ahora mirase a la pequeña con nuevos ojos. Era fuerte, pensaba con cierto orgullo, era fuerte la chulita.
—Gaby.
—¿Qué pasa?
—Esta mañana no te dije una cosa —dijo mirando el suelo.
—¿Qué cosa?
—Lo que vi… Lo que vi aquella noche.
Gabriel se puso tenso, aunque intentó no aparentarlo. Siempre había convivido con ese... particular talento, esa capacidad extraordinaria que tenía su hermana. No era miedo lo que sentía, pero su incapacidad para comprenderlo le superaba tanto que le merecía un respeto terrible. A sus padres les había pasado lo mismo. Cada vez que Alba decía que olía a
tarta de coco,
se ponían tensos como si alguien les hubiera enchufado una carga eléctrica en el trasero. No hablaban de ello, dejaban que pasara con una expresión extraña en el rostro y luego disimulaban torpemente haciendo bromas o proponiendo planes para el fin de semana.
—¿Qué pasa con eso? —preguntó al fin.
—Lo que vi, Gaby... ya ha pasado. Ya ha ocurrido.