Necrópolis (18 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

—¿Cuándo? —preguntó el muchacho, mirándola con ojos despavoridos y una incipiente sensación de aplastamiento en el vientre.

—Ayer, cuando cenábamos sopa.

Gabriel movió la lengua para hablar pero se dio cuenta de que la boca se le había secado.

—¿Estás segura?

La niña asintió con un enérgico movimiento de cabeza. Lo había visto, desde luego. Sus visiones eran tan nítidas que parecía que estaba viendo una película, si bien una antigua en un televisor analógico. Pero no había brumas místicas, rostros borrosos o interpretaciones ambiguas que realizar. Aquella escena era inconfundible. Sí, había pasado.

Para Gabriel aquello era un jarro de agua fría, y la forma en la que su hermana se lo había contado (casi veinte horas después, de hecho) le daba a entender que también ella se daba cuenta de lo que significaba.

Significaba que a partir de ahora ya no estaban a salvo, que el futuro era incierto. Que la próxima vez que Bob El Ahogado decidiera salir de su piscina particular con la cabeza sujeta por los cabellos en su mano crispada, no aparecería ningún
perrito bueno
a salvarles, y que probablemente, un bote de harina tampoco sería suficiente. La próxima vez.

Un escalofrío recorrió su espalda.

—Pero Gulich cuidará de nosotros —soltó Alba. Le había quitado una tapa a su galleta y lamía con deleite el chocolate. A su lado, el mastín movió el rabo brevemente.

* * *

Pasaron varios días, días amables sin sobresaltos ni sustos. Descansaban y jugaban en la hierba, haciendo piruetas, jugando al Veo-Veo, siempre cerca del escondite aunque más relajados ahora que tenían al gigantesco Gulich con ellos. El Sol prodigaba su calor desde primeras horas de la mañana hasta que se retiraba, temprano, a eso de las seis. Entonces caía la noche, la temperatura descendía unos cuantos grados y los tres se retiraban al escondite. Gabriel bendecía la verja que cerraba el complejo cada noche, hacía un buen trabajo manteniendo a esas cosas lejos.

Al cuarto día, Gabriel se empeñó en intentar entrenar a Gulich para que obedeciera órdenes de ataque con unos resultados nefastos.
¡Ataca, ataca Gulich, ataca!
decía constantemente, pero el perro bien inclinaba la cabeza y correteaba a su alrededor divertido, o se tumbaba en el suelo moviendo los ojos y las orejas en todas direcciones.

—Perro idiota —decía Gabriel enfadado. Pero Gulich daba vueltas sobre sí mismo, como si en su fuero interno supiera exactamente lo que el niño quería y él fuese ya demasiado viejo y supiese demasiado como para pasar por aquello, otra vez.

Alba los observaba con ojos chispeantes. Qué lejos quedaba ya su aventura en la piscina; ni siquiera había tenido
Sueños Malos
porque, a pesar de su fuerte olor, dormía cerca del perrito. Alba se sabía
especial,
pero no hacía falta serlo mucho para darse cuenta de que el perrito no consentiría jamás que nadie les hiciese daño. Ella lo había visto saltar sobre aquél espantajo estúpido y lo había mandado directamente al fondo, donde ya no se atrevería a asomar nunca más. Y además

... ta de co?

Gabriel le estaba enseñando a ser un perro policía, uno de esos que obedece órdenes y se sienta cuando le dices que se siente, y

¿¿tarta de co...??

Alba interrumpió su propia línea de pensamientos y se incorporó, un poco asustada. ¿Acaso no olía a
tarta de coco
? Le parecía que sí, aunque era difícil decirlo porque el aire aquella mañana olía a hierba fresca y al agua casi pantanosa donde su espantajo se pudría, esta vez sin remisión.

Oh mamá... aquí viene.

Venía desde el fondo de su mente, acelerando como un deportivo en manos de un adolescente lleno de testosterona. Ahí estaba también esa sensación repugnante de que todo el cerebro se le licuaba y permanecía como una pasta arenosa que ella asociaba a la
tarta de coco.
Era como si pudiera ver el caudal de imágenes deslizándose hacia ella por un túnel de alta velocidad, un tumultuoso caudal de brillantes imágenes y vivos colores en mareante sucesión. Solo que esta vez, venía más rápido que nunca.

Se preparó para recibir la visión.

¡... má... tarta de coco, tarta de CO-CO!

¡BANG!

* * *

El cartel pendía de una sola cadena, y por lo tanto, se mecía torpemente de un lado a otro. En él quedaban unas pocas letras intactas, que se leían como EUQ... ARRAC. Brillaban con tonos anaranjados, quizá debido a las intensa llamaradas que lamían con avidez el edificio del que colgaban.

El humo era denso, impenetrable y preñado de oscuras estrías. Diminutas brasas incandescentes vagaban por todas partes llevadas caprichosamente de un lado a otro por acción de las bolsas de aire. Por doquier había espectros que corrían de un lado a otro, totalmente fuera de sí. De vez en cuando, por acción del calor, estallaba una ventana y los cristales salían despedidos, furiosos, llenando el aire de destellos luminosos. Prendidos en el aire había también gritos que se mezclaban con la horrible caterva de sonidos guturales que los zombis conjuraban.

De pronto, una estela de humo surcó el aire a una velocidad endiablada y se estrelló contra el edificio que ardía. Hubo una explosión atronadora que lanzó cascotes y trozos de cemento del tamaño de un coche a medio kilómetro de distancia. Uno de los trozos, envuelto en una fulgurante bola de fuego, cayó encima de un numeroso grupo de zombis que corrían y los arrastró, dejando una hilera de sangre y trozos de carne de más de cincuenta metros.

Pero del hueco herido del edificio surgieron figuras, envueltas en el humo de la explosión. Se tambaleaban como conmocionadas, agarrándose en las paredes en un intento de mantenerse en pie. "¡Corredores!", gritó alguien entonces entre las toses y lamentos de los supervivientes, y efectivamente, desde el lado opuesto un grupo numeroso de espectros avanzaba hacia ellos corriendo como posesos, los brazos volaban en ángulos inverosímiles como si con ello pudieran darse más ímpetu en la carrera y las piernas parecían a punto de quebrarse.

Se abalanzaron sobre ellos perdiéndose en la humareda y llenándolo todo de llantos y gritos histéricos, gritos de profundo horror como no los había conocido Málaga desde tiempos ancestrales, tiempos de barbarie en los que el padre mataba al hijo y el hijo al hermano.

Pero de donde menos se esperaba surgieron varias figuras, personas que se alejaban del edificio en llamas aprovechando la confusión. Corrieron desde una puerta lateral hasta el hueco de una alcantarilla y allí se perdieron antes de que ningún espectro pudiera verlos.

* * *

¡BANG!

Alba sacudió la cabeza hacia atrás, como si la hubieran golpeado en la frente. Parpadeó brevemente intentando asimilar todo lo que había visto, ahora incluso la luz del Sol la cegaba como si se hubiera acostumbrado a la oscuridad de la noche. Sin duda, la experiencia esta vez había sido más larga de lo normal... e intensa, muy intensa, imágenes llenas de indecible horror y de sufrimiento. Como quiera que los gritos aún parecían resonar en su cabeza, Alba sacudió la cabeza con fuerza para quitárselos de encima.

—Gaby —llamó con voz lastimosa.

Gabriel se volvió a mirarla. De pronto, por su aspecto, la pequeña le pareció convaleciente de una enfermedad innombrable.

—Van a morir todos, Gaby. Y rompió a llorar.

13. Revelaciones en el umbral de la muerte

—No se mueva, joder, o juro por Dios que le reviento.

Aranda dio un respingo al escuchar la voz detrás de él, grave, colérica y llena de inflexiones marcadas por una suerte de rabia contenida. Había estado tan ensimismado con el montón de informes, documentos y memorandos de órdenes que había perdido la noción del tiempo y del lugar en el que se encontraba.

Lentamente dejó caer el papel que estaba examinando y levantó ambas manos. Estaba sentado en el suelo con las piernas recogidas, como en una posición de yoga.

—Por favor, yo... —empezó a decir.

—¡Silencio! —chilló la voz, interrumpiéndole.

—Vale... muy bien... vale...

Aún con la súbita sensación de miedo que le atenazaba el estómago le sobrevino un fugaz recuerdo de cuando emergió por las alcantarillas en Carranque por primera vez, hacía ya más tiempo del que creía, y Dozer le encañonó con su rifle.

Pero algo le decía que ahora no iba a salir tan bien parado.

—Gírese despacio.

Aranda lo hizo, y se encontró con un hombre de cierta edad, vestido con un sucio uniforme del Ejército de Tierra. En su rostro brillaban unos pequeños ojos grises encendidos abiertos como platos, su cara estaba surcada por pequeños restos de heridas cicatrizadas que asomaban como latigazos a través de su barba cenicienta y descuidada. En la mano llevaba una pistola con la que le apuntaba.

El hombre pareció estudiarle por unos momentos.

—¿Quién es usted? —le increpó.

—Solo... solo soy un superviviente, señor.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó el soldado.

—He venido en una moto.

El soldado soltó un bufido.

—Ha venido en moto... —dijo, y entonces sus ojos comenzaron a danzar entre él y la puerta de la tienda, como si temiera que alguien más pudiera entrar en cualquier momento.

—¿Quién más ha venido con usted?

—No hay nadie más.

Pero el soldado se llevó un dedo a la boca, indicándole que guardara silencio.


Ssssshh...

Sin dejar de apuntarle, reculó hasta la entrada, con los ojos despavoridos. Aranda observó que su frente estaba perlada con una miríada de micro gotas de sudor. Una vez allí retiró la cortina apenas unos centímetros, lo suficiente para echar un breve vistazo al exterior. Luego, volvió a su posición original.

—Una... moto... —dijo lentamente mientras sonreía con cierta amargura —¿una... moto? —la pistola temblaba en su mano— he visto como esas cosas volcaban camiones cargados con hombres, ¿y usted... usted dice que ha venido en una moto?

—Sí, es...

Pero otra vez se llevó el dedo a la boca.


Ssssshh...

Jesús, que Dios se apiade... está como una puta cabra,
pensaba Aranda. De pronto el soldado cambió su expresión fijándose en los papeles que Juan había apilado.

—¿Qué hacía ahí? —preguntó, visiblemente exaltado.

Juan sentía cómo el miedo se convertía poco a poco en puro pánico, consciente de que su raptor había echado a la vieja dama Cordura de la antesala de su cerebro para permitir que los duendes de la Locura danzaran a sus anchas. No había nadie tras esos ojos grises, y en ese mundo de anarquía mental los dedos no preguntaban dos veces a los jefes de arriba, sino que accionaban los gatillos a poco que les pareciera bien.

Aprovechó para ponerse en pie con un rápido movimiento. Si tenía alguna oportunidad, no sería en la posición del loto que conseguiría esquivar a la proverbial bala.

—¡QUÉ ESTABA USTED HACIENDO! —explotó el soldado. —¡Apártese! ¡Contra la pared!

—Oiga, ¡yo no he causado este destrozo!

Pero el soldado no le escuchó, se acercó a él con la velocidad de un rayo y le propinó un fuerte empujón, arrojándole contra la pared.

Solo que la pared era de lona, así que Aranda se detuvo por sus propios medios y permaneció junto a la tela. Cuando lo hubo hecho, cayó en la cuenta apesadumbrado de que mejor hubiera sido aprovechar el impulso para salir fuera, al exterior, donde los muertos vivientes campaban a sus anchas.
A ver si hubieras podido seguirme allí, hijo de puta, a ver qué te hubiera parecido,
pensaba el lado más cínico de su cabeza. Al menos ahora sabía que solo tenía que agacharse para escapar por debajo de la lona.

—¡Cállese, CÁLLESE! —le gritó el soldado. Parecía totalmente fuera de sí.

Aranda no dijo más. Se limitó a mantenerse de pie, con las rodillas flojas y las manos levantadas. Sabía que, en esos momentos, una sola palabra más podría provocar que acabara mandándole a dar vueltas con los
zombis.
Sentía la boca impregnada de un extraño regusto metálico, como si hubiera pasado la mañana chupando pilas.
De modo que a esto sabe el miedo, porque... Jesús, este tío está como una cabra. Como un rebaño de cabras.

—El sargento —decía ahora el soldado, pasándose una mano obsesivamente por la frente y dando pasos dubitativos en una y otra dirección. —No, el sargento no, el
Pincho,
sí, él sabe, lo dijo desde el primer puto día, el
Pincho.
Como las películas, el cabrón,
ja ja
—reía en un tono de voz neutro y frío, como todo su discurso— y la gente... ¡esa gente!

Cuando el soldado envuelto en las brumas de su propia locura bajó el arma en un momento de sus idas y venidas, Aranda decidió actuar. Giró sobre sí mismo y se acuclilló tan rápidamente como pudo, y desde ahí se lanzó hacia delante pasando por debajo de la lona de tela. La voltereta le salió bien y se encontró a sí mismo en la calle mirando directamente al Sol, tendido en el suelo sobre su costado. Un alarido estalló desde el interior de la tienda.

—¡NO!

Sonaron entonces varios disparos atronadores que hicieron cimbrear la lona verde. Aquel loco estaba disparando en la dirección en la que Aranda había estado unos pocos segundos antes, pero apuntaba demasiado alto. Con el corazón palpitando con fuerza en su pecho, Aranda reptó lejos de la tienda utilizando los codos y las piernas para darse impulso. Presa del pánico, todo lo que ahora veía era una cortina de color blanco.

La reacción de los espectros fue inmediata. Se sacudieron como si alguien los hubiera atizado con una vara verde, tensando los músculos de los brazos y el cuello. Uno de ellos abrió la boca instintivamente y dejó escapar un coágulo infecto que tenía la apariencia negra y viscosa del alquitrán. El cuarto disparo los impulsó en la dirección correcta, empezaron a correr hacia la tienda y atravesaron la lona de tela abriéndose camino con los brazos.

Juan se dio la vuelta sobrecogido. Sonaron un par de disparos más que, mezclados con los gritos del soldado consiguieron que diera un respingo. Su mente, que quería escapar de ese horror inesperado, se evadió hacia atrás en el tiempo, hacia atrás... hacia atrás. Por un brevísimo instante revivió los primeros días de la infección, cuando todo empezó a propagarse. Por entonces no disponía de armas contra los muertos, así que se enfrentó a escenas como la que estaba a punto de desarrollarse muchas más veces de las que se hubiera creído capaz de soportar. Se enfrentó a la pérdida de su familia, de sus vecinos, y eventualmente, de todo el Rincón de la Victoria, su pueblo natal. Pero ahora, mientras se incorporaba torpemente y luchaba por despejar el miedo que se le había metido en el cuerpo, se determinó a que eso no volviera a pasar, no por mucho que aquel pobre diablo hubiera intentado meterle cuatro balas en el cuerpo.

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