Gabriel miró alrededor desesperado, buscando la forma gigantesca del perro por todas partes. No se veía por ningún lado, así que giró hacia el sendero que subía suavemente hacia el monte. Estaba oscuro y el sendero lleno de piedras de gran tamaño, pero sabía que no podía detenerse.
Detrás de ellos corría el Hombre Andrajoso describiendo un trote irregular. Aunque parecía que mantenía una pierna a la zaga ligeramente más tiesa que la otra, corría todavía a buen ritmo. Cuando Gabriel miró por encima del hombro para tratar de determinar con cuánta ventaja contaba, vio sus dientes apretados en su rostro encolerizado. Apenas les separaban diez metros.
—¡CORRE, CORRE! —gritó Gabriel, pero su hermana no podía escucharle concentrada como estaba en volar casi literalmente por encima del camino, arrastrada por el brazo. La presión le hacía daño, desde luego, y le parecía que en cualquier momento se daría de bruces contra el suelo, pero movía las piernas a toda velocidad mientras gritaba, como si con ello pudiera imprimir aún más dinamismo a sus pies.
Miró hacia atrás otra vez pero el loco no estaba más lejos, seguía al acecho con terrible terquedad, resoplando y gruñendo como una vieja máquina de vapor a punto de estallar.
—¡GABY... NO... PUEDO! —chilló Alba con las lágrimas inundando sus mejillas. Y entonces se desplomó, cayendo al suelo boca abajo y levantando una nube de polvo. Gabriel, todavía sujetándola por el brazo tiró de ella con todas sus fuerzas, pero solo consiguió arrastrarla por el suelo de tierra. Mientras tanto, el Hombre Andrajoso ganaba terreno a gran velocidad, la oscuridad le impedía verlo pero respiraba pesadamente y de su boca abierta salían despedidos espesos hilachos de saliva.
—¡ALBA! —sollozó Gabriel, tirando del brazo de su hermana con ambas manos pero sin conseguir incorporarla.
Ya estaba aquí.
* * *
¡CO-RRE CO-RRE!
Gulich, que había estado ensimismado siguiendo un prometedor rastro levantó la cabeza con las orejas erguidas. ¡Era la voz del AMO, sin duda! Se giró en la dirección de la que venía el sonido detrás de la loma que acababa de cruzar. Emitió un sonido lastimero, pues sabía que el olor delicioso que perfumaba la tierra era del todo reciente. No sabía de qué se trataba, aunque estaba seguro de haberlo olido antes con pequeñas variaciones, olía a pelaje, a carne joven... un conejo quizás.
Pegó el hocico al suelo como para saborear de nuevo el olor y se relamió, en preparación quizá de la imagen de la
carne
que se esbozaba en riguroso blanco y negro, en su mente. Comenzó entonces a trotar de nuevo, dejándose llevar por la persistencia de las sustancias olorosas que siguen emitiendo partículas identificables durante mucho tiempo, y que su finísimo olfato desgranaba como el contenido de un mensaje escrito en un libro, feromona a feromona, palabra por palabra.
¡GABY NO PUEDO!
Se volvió de nuevo, ahora sobresaltado. Era el AMO cachorro el que gritaba ahora, sí, pero había algo en su voz que se había infiltrado en su pequeño cerebro como una aguja dolorosa; una descarga eléctrica de alerta. Sin embargo el HAMBRE era tanta, casi podía sentir ya la presa entre sus fauces. Por fin, se perdió en la oscuridad de la noche.
* * *
—¡Maldito desagradecido, maldito ladrón! —gritaba el Hombre Andrajoso mientras agarraba a Gabriel por el brazo. Alba se había sentado en el suelo de tierra, pero permanecía quieta con los ojos muy abiertos y frotándose las rodillas doloridas con ambas manos.
—¡Suélteme! —exclamó Gabriel, intentando librarse de la mano que se cerraba como una tenaza alrededor de su brazo. Pero el Hombre Andrajoso lo zarandeaba como quería; la diferencia entre ellos era demasiado grande.
¡El atizador!
pensó el niño con desesperación. Si al menos lo hubiera traído consigo. Pero en ese momento el loco cogió con la otra mano el brazo de Alba y la obligó a levantarse. La pequeña, saliendo del trance en el que estaba sumida, profirió un grito aterrador.
Y entonces, a modo de respuesta o como si fuera un eco tenebroso de algún lugar indeterminado les llegó el sonido inconfundible de un alarido en la distancia. El Hombre Andrajoso levantó la cabeza, su rostro consumido por un rictus de horror, sabía perfectamente lo que eso significaba. Gabriel se paralizó, súbitamente recorrido por un lacerante espasmo de terror. Entonces les llegó el sonido de otro grito desde un punto diferente, esta vez más grave y desgarrador que se prolongó durante varios segundos.
—No... no... ¡no! —dijo el Hombre Andrajoso, tirando con violencia de los niños. Un estallido de dolor de un cegador blanco resplandeciente pareció nacer de la muñeca de Gabriel, quien giró el brazo como pudo para no ofrecer resistencia.
—¡No, por favor! —exclamó, sintiéndose transportado contra su voluntad.
—¡VIENEN! —soltó el loco empezando a trotar de vuelta a la casa cargando con un niño en cada mano. Miraba atrás a cada poco, temiendo que en cualquier momento la oscuridad engendrara unos ojos blancos llenos de odio.
—¡Corred, CORRED!
Cuando los estremecedores berridos volvieron a escucharse mucho más cerca, Gabriel empezó a mover las piernas como atendiendo un acto reflejo. Su cerebro se debatía sin solución, el Hombre Andrajoso era malo y ni siquiera se atrevía a imaginar lo que les sucedería a él y a su hermana una vez se hubiera comido al perro
(niños buenos, tan tan buenos)
pero los monstruos eran todavía peor, sabía muy bien lo que les hacían a las personas. Sentía que quizá, ahora que el loco estaba concentrado en correr a la velocidad suficiente para llegar a la casa podría dar un inesperado tirón y verse libre, pero entonces, ¿qué pasaría con Alba? Imaginó una escena en la que el Andrajoso se adentraba en la casa con ella en brazos y cerraba la puerta tras de sí, dejándole a él en la oscuridad y el frío nocturnos a merced de los monstruos que se acercaban, lentos pero inexorables.
Por fin, a escasos metros de la puerta atendiendo un súbito arrebato Gabriel se decidió. Era posible que los monstruos les cogieran, pero también era posible que no, el campo era grande y había salidas posibles en todas direcciones. Y si se metían dentro... bueno, si se metían dentro estaban condenados de todas maneras. De forma que apretó el puño y con los ojos cerrados tiró con todas las fuerzas. Como esperaba, experimentó un trallazo de dolor que ascendió hasta el hombro, pero la mano del loco estaba sudorosa y consiguió liberarse.
Para su sorpresa, su captor le dedicó apenas una mirada de desconcierto y no hizo intento alguno por volver a atraparlo, continuó avanzando arrastrando a Alba hacia el umbral. Gabriel se tiró entonces al suelo y cogió a su hermana de las caderas. En esos pocos segundos de confusión, el muchacho tuvo todavía tiempo de fijarse en la expresión extraña de su hermana: ausente, como si no estuviera realmente allí.
El Hombre Andrajoso resopló pesadamente intentando todavía tirar de la niña con el peso extra de su hermano, pero de algún lugar cercano llegó entonces el gruñido bronco e inconfundible de los muertos, y desistió.
—¡Fuera, FUERA, FUERA! —gritó a la oscuridad, y tras cerrar la puerta con un golpe sordo desapareció en el interior.
Gabriel se quedó inmóvil esperando, con la frente cubierta de un sudor frío. Ni siquiera se atrevía a mirar atrás, allí donde los muertos sin duda evolucionaban hacia ellos, con las manos extendidas y las bocas abiertas, inmundas y hediondas.
Buscó la mirada de Alba pero su hermana no estaba allí. Estaba en otro lugar, inmersa en algún mundo privado construido con emergencia para escapar de la realidad. Un jardín maravilloso lleno de flores, probablemente. Sabía que no podría cargarla, no con el corazón latiendo aceleradamente como lo hacía ahora, no con los brazos doloridos y laxos después de la cantidad de adrenalina que los había recorrido momentos antes. Así que se arrastró sobre ella, con los ojos bañados en lágrimas y el labio inferior tembloroso cubriéndola con su cuerpo.
Y entonces un gruñido cercano, acuoso y atroz, le sobresaltó.
Ya están aquí,
pensó,
como dijo el loco. Ya están aquí.
Cerró los ojos y abrazó el cuerpo inerte de su hermana.
—Está bien —dijo Dozer, asegurándose de que la linterna anclada a su fusil estaba en perfectas condiciones— mejor que hagamos esto rápido.
Encendieron las linternas y se prepararon para avanzar por el pasillo. Aún con el estruendoso clamor lejano de los espectros, los estertores de muerte del barco llegaban hasta sus oídos: hierros que protestaban desde algún lugar chirriando de forma ominosa en la oscuridad, planchas a lo largo de la herida línea de flotación que terminaban reventando y producían un crujido terrible.
Caminaron por el pasillo, inclinado como todo el barco unos catorce grados. Cada pocos metros había instaladas unas pequeñas luces de emergencia, y constataron sorprendidos que todavía eran capaces de arrojar una pálida luz anaranjada sobre la escena. Eso les ayudaba a ver mejor, cosa que interiormente todos celebraron.
—Buscad la primera salida que veáis hacia arriba... —dijo Dozer— las barcas de emergencia estarán en cubierta.
—¡El Capitán Obvio ataca de nuevo! —exclamó José. Sin embargo, el ambiente tétrico que les rodeaba no animó a nadie a reír la broma.
Cuando doblaron la esquina del pasillo que venían siguiendo sin embargo, el aire volvió a enrarecerse, preñado del olor dulce y sofocante que conocían ya tan bien. Susana fue la primera en ajustarse la mascarilla que habían traído desde Carranque, y los demás la imitaron.
A pocos metros, localizaron la causa de la pestilencia.
—Bueno... ahora ya sabemos —dijo Dozer.
A sus pies se encontraban los cadáveres de dos hombres de color tendidos boca abajo en el suelo. Uno de ellos tenía el cráneo convertido en una masa indescriptible de trozos de hueso y pulpa cerebral, como si alguien le hubiera golpeado con un pesado martillo; al segundo le habían separado la cabeza con algún objeto cortante y la sangre había manado abundante formando un charco que la luz mortecina de las linternas le daba el aspecto del plástico.
—Parece que alguien comprendió que la única forma de pararlos es dándoles en la cabeza —dijo José.
—En cualquier caso está claro que alguien sabe, o supo, manejarse con estas cosas —comentó Susana. —¿Veremos supervivientes?
—Quién sabe, de todas maneras pongamos todos los ojos en esto —exclamó Dozer.
Caminaron en silencio siguiendo el corredor, que era estrecho y de paredes metálicas. El aspecto era del todo funcional sin ningún elemento estético, varias tuberías seguían su línea cerca del techo. En algún momento se encontraron con una encrucijada, una bifurcación de la que nacían corredores en todas direcciones.
—¿Os habéis fijado? —preguntó José.
—¿En qué? —dijo Dozer.
—No hay ni un extintor en su sitio, faltan todos.
Iluminó las guías de sujeción de la pared desnudas para que los demás lo viesen.
—¿No hay ninguno? —quiso saber Susana.
José echó la mirada al pasillo que acababan de recorrer y negó con la cabeza.
—Probablemente no sea nada —comentó Dozer.
Continuaron de frente avanzando con prudencia. Cuando quisieron darse cuenta, el lejano murmullo de los espectros se había apagado completamente y se enfrentaban a la desapacible quietud del barco. Ninguno lo dijo, pero el aire traía un zumbido sordo demasiado sutil como para identificarlo.
Antes de localizar la escalera que ascendía a cubierta, encontraron nuevos indicios de horrores pasados. Rastros de sangre en paredes y suelo, y también una pistola sin balas en el cargador, una
Glock 26
subcompacta de las que pueden llevarse cómodamente en una tobillera. Uno de los rastros de sangre conducía a una puerta que estaba cerrada por dentro. El mamparo era de hierro y supieron de inmediato que nunca podrían forzarla.
Las escaleras les condujeron directamente al primer nivel de la superestructura, ya en cubierta. Allí, la inclinación del barco parecía mayor porque tenían la línea del horizonte marino a la vista y estaba definitivamente torcida con respecto a la cubierta. La estancia que tenían inmediatamente a la derecha parecía un comedor, o quizá una cafetería, pero presentaba un aspecto de total abandono con bandejas metálicas tiradas por todas partes, envases, cajas de cartón además de vasos, cubiertos y una buena colección de basura irreconocible. Algunos de los gruesos cristales, diseñados para resistir las embestidas de las olas más violentas, estaban agrietados y llenos de estrías como si alguien se hubiera ensañado con ellos.
—Cuidado aquí —advirtió Dozer— quizá quede alguien vivo, y si lo hay, puede que se parezca tanto a un muerto viviente que el primer instinto sea disparar. —Hizo entonces un gesto con una mano señalando ambos ojos con dos dedos. —Los ojos, fijaos en los ojos.
Susana asintió.
Entraron allí movidos más por la curiosidad que otra cosa, con los rifles preparados. No vieron absolutamente nada que pudieran llevarse a la boca. Los estantes estaban todos vacíos, y cada tarro, caja o cajón estaban abiertos y su contenido volcado en el suelo.
—¿Eso es sangre? —preguntó José, señalando unos rastros pegajosos adheridos al suelo de la cocina.
—Pudiera ser —contestó Dozer— pero es extraño.
Susana asintió.
—¿El qué? —preguntó José, cambiando la vista entre sus dos compañeros.
—Hay sangre en muchos sitios pero no hay cadáveres. Tampoco hay
zombis
ya que lo mencionamos.
—Ni supervivientes parece. Es como el
Mary Celeste
—comentó Susana, paseando la vista por la sala vacía. Los asientos, unos taburetes bajos sujetos al suelo junto a las mesas parecían devolverle la mirada con una expresión enigmática.
—Bueno —contestó José, pensativo— como decía mi abuela: "Por novedades no nos apresuremos, ya se harán viejas y las sabremos".
Decidieron seguir explorando las salas adyacentes. Efectivamente encontraron muchas más señales de lucha. Hallaron los camarotes de la tripulación y en algunas de las camas los somieres estaban desnudos, sin sábanas o mantas que las vistieran. En otras, los estantes estaban derribados y los libros y enseres personales esparcidos por el suelo. Los rastros resecos de sangre, que olía a herrumbre y a óxido, estaban por todas partes. En otro de los corredores casi se dieron de bruces con una improvisada barricada levantada a base de voluminosas cajas de embalaje, pesadas mesitas de noche de hierro y un par de taquillas.