No tardaron mucho en llegar al recodo del camino. Antes de desaparecer tras él, Gabriel echó un último vistazo al perro. En la distancia, bañado por el tinte azul que la luna confería a la escena, Gulich no parecía ya tan amenazador, apenas una sombra encogida sobre sí misma. Parecía que velara la casa, que por fuera parecía anodina y anónima, una de tantas; sus paredes blancas no denunciaban la locura que reinaba en su interior.
Tanto mejor, pensó Gabriel. Sabía que el Hombre Andrajoso no saldría con semejante cancerbero.
* * *
Caminaron a oscuras durante al menos una hora, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Cruzaron el puente sobre la autovía, un río de asfalto que parecía refulgir con la claridad sobrenatural que reinaba aquella noche y se adentraron al fin en la zona despoblada y montañosa.
¿Hacia dónde?
había preguntado Gabriel, pero Alba no supo decirlo, de manera que cogieron un camino quebrado que bordeaba una espectacular colina, se adentraba montaña adentro, y luego volvía dejando un barranco a su derecha, un kilómetro más al oeste.
El viento empezó entonces a soplar con fuerza y les susurraba notas discordantes en los oídos. Alba tropezaba en la oscuridad cada vez con más frecuencia y su hermano supo que empezaba a acusar el cansancio. No se habían alejado mucho todavía, pero de noche el campo parecía más grande y ambos tenían la sensación de que habían dejado la Casa de la Locura en el extremo opuesto del planeta, así que convinieron dormir un poco.
—¿Y Gulich? —preguntó Alba, soñolienta.
—Mañana aparecerá. Ya lo verás.
Gabriel localizó una vieja ruina de una antigua casa de labradores, algo en realidad muy común en aquel paisaje. El techo hacía tiempo que había desaparecido y tan solo parte de los muros de piedra gruesa permanecían en pie. Era suficiente sin embargo para mantener el viento apartado, y allí se acurrucaron el uno contra el otro cubiertos por las mantas que traían en la mochila.
Ni siquiera el frío horrible y húmedo fue capaz de mantenerlos despiertos un minuto más.
* * *
A las cuatro y cuarto de la mañana Gabriel despertó con las mejillas y el cuello helados, por un ruido fuerte detrás del muro. Por unos breves instantes se quedó paralizado, intentando imaginar el origen del mismo. Encogió los pies en un acto reflejo, pero lo hizo despacio para no producir ningún sonido. Alba estaba hecha un pequeño ovillo a su lado con las manos y la cabeza ocultas en su regazo. Por fin, por el hueco donde una vez hubo una puerta, apareció una sombra inmensa que producía un ruido jadeante y extraño que a Gabriel le trajo imágenes macabras de un espíritu delgado y vaporoso. Resultó ser Gulich, con el hocico pegado al suelo que había venido siguiendo el rastro.
Apenas vio a los niños, el perro movió el rabo a modo de saludo y se tumbó junto a ellos.
Buen perro,
pensó Gabriel, pero apenas esas palabras se habían formado en su mente el recuerdo detestable del Hombre Andrajoso le sobrevino y cayó de nuevo en el sopor de un sueño inquieto y agitado como aguas tumultuosas.
* * *
Despertaron un poco antes del amanecer, cuando el cielo era otra vez celeste y el Sol empezaba a anunciar su inminente llegada tras las colinas que habían recorrido durante la noche. Lo primero que vio Alba al abrir los ojos fue a Gulich, que se había enroscado alrededor de ellos en un intento, quizá, de darles calor.
—¡Gulich! —exclamó rodeando su lomo con sus brazos. El perro dio un respingo y giró la cabeza con las fauces abiertas, pero al ver a la pequeña volvió a dejarla caer y se prestó a las carantoñas con los ojos cerrados.
Gabriel bostezó pesadamente, pero incluso amodorrado como estaba celebró ver la sonrisa dibujada en los labios de su hermana; luego miró hacia arriba, y allí descubrió un cielo límpido y despejado sin un rastro de nubes. Tenía todavía el cuerpo frío y se alegró de que, en poco tiempo, el Sol los calentaría de nuevo.
El desayuno consistió en más galletas con chocolate y un zumo energético que compartieron entre los dos. No dio para mucho porque era apenas un envase pequeño, pero suficiente para que ambos pudieran tragar el pan de la galleta. Intentaron ofrecerle algo a Gulich, pero permaneció quieto y sin mostrar interés.
—¿Estará enfermo? —preguntó Alba, extrañada.
—No creo. ¿Sabes lo que pienso? Creo que Gulich anoche cazó algo, y por eso no quiere comer —opinó Gabriel.
—¡Ah, como una ardilla o un ciervo!
Gabriel rió.
—Por ejemplo —dijo.
Los primeros rayos comenzaban ahora a llegarles aún muy apagados, pero ya capaces de hacerles sentir un cambio en la temperatura. Sin embargo era la sola luz dorada del amanecer la que les infundía renovados ánimos y hacía que el buen humor manase de nuevo.
—¿Por dónde iremos? —preguntó entonces Gabriel. Era algo que había rondado por su cabeza mientras caminaban a oscuras la última noche, pero por algún motivo todavía se resistía a formularla en voz alta. De alguna forma, el carácter sobrenatural de las visiones de su hermana le superaba, y se sorprendió por la manera tan natural que había surgido.
Alba levantó la vista y miró el montículo que tenían delante.
—Por ahí, claro —dijo, encogiéndose de hombros.
—¿Has soñado algo esta noche?
La pequeña pareció dedicar unos instantes a intentar recordar entrecerrando los ojos, pero después de un rato negó con la cabeza con un gesto rápido.
Gabriel asintió.
—¿Quieres más galletas? —preguntó.
—No —dijo Alba, mirando divertida a su perro, que estiraba las patas y bostezaba, perezoso, bajo el Sol de la mañana.
—Pues entonces, vámonos. A donde quiera que sea.
* * *
Aunque el viento era todavía frío cuando el camino les llevaba a lo alto de una loma, el Sol y el ejercicio les mantenía confortablemente calientes. La lluvia abundante que habían tenido las semanas anteriores había colmado las faldas de las colinas de pasto, y cuando el camino descendía y zigzagueaba por un valle tenían la oportunidad de ver incluso árboles, que proporcionaban buena sombra. No había ni rastro de muertos por ningún lado, ni siquiera cadáveres, lo que les hacía sentirse como embarcados en una excursión campestre más que en una huida buscando la supervivencia.
A eso de las doce del mediodía encontraron un edificio gris y en apariencia abandonado, cuya fachada estaba cruzada por gruesas tuberías que se hundían en la Tierra. No tenía ventanas excepto por unos diminutos tragaluces en la parte superior, lo que a Gabriel le hizo pensar en un aljibe. Y tenía razón; se colaron por la parte de atrás a través de una hendidura en apariencia demasiado pequeña para un adulto, y encontraron una cisterna enorme con una escalera que llevaba a una pasarela alrededor. Allí, aunque el agua tenía un sabor a hierro viejo, llenaron sus botellas y bebieron en abundancia; incluso Gulich parecía no tener fin y lamió el agua que se fugaba por una tubería averiada.
Después de una fugaz comida llegaron al linde de un nuevo campo de golf, el Santa María Golf. Cruzaron su longitud, de nuevo sin ver síntomas de la Pandemia
Zombi
excepto por un coche eléctrico de los que usan los golfistas que estaba tirado en mitad del campo. El mastín encontró unos rastros de agujeros pequeños entre el césped, que exhibía una tierra de color oscuro en apariencia muy fértil, y revoloteaba de un lado para otro olisqueando con visible excitación.
—¿Qué son esos agujeros, Gaby? —preguntó Alba.
—Creo que podrían ser topos —contestó Gabriel.
—¿Topos? ¡Vaya! —dijo la niña, muy impresionada. —¿Y Gulich quiere comérselos?
—Creo que Gulich es un buen cazador. Creo que podría comerse casi cualquier cosa que pueda encontrar.
Alba pareció pensar en eso un rato mientras miraban cómo el perro hundía el hocico en los agujeros y resoplaba.
—¿Son bonitos los topos? —preguntó Alba.
Pero Gabriel se encogió de hombros, los únicos topos que había visto estaban retratados por los hábiles lápices de los artistas de los dibujos animados, y no pensaba que tuvieran mucho que ver.
Al llegar al otro extremo del campo divisaron un edificio en la distancia, pero la parte superior parecía haber sido arrasada por las llamas y eso le confería una apariencia en extremo tenebrosa; dos de sus ventanas eran oscuras como portales abiertos a mundos desconocidos donde la noche amenazaba, por lo que decidieron no acercarse. Cuando abandonaron por fin las praderas ajardinadas del campo de golf y regresaron al monte eran ya las cuatro y media.
Anduvieron todavía un buen rato siguiendo un sendero que discurría con terquedad hacia el oeste, salvando un terreno quebrado y pasando por la falda de colinas y promontorios. Después de un rato, Gulich, que se había subido a unas rocas dispuestas en la base de una pequeña montaña, empezó a ladrar mirando hacia el sur.
Gabriel se sobresaltó. Había estado preguntándose qué harían si se encontraban con los monstruos en ese lugar, pero se tranquilizaba diciéndose que Gulich, probablemente, sabría ocuparse de ellos. Lo había demostrado al menos un par de veces, aunque algo le decía que si había sobrevivido tanto probablemente era algo a lo que ya había tenido que hacer frente en el pasado.
—¿Qué pasa, Gulich? —preguntó Alba. Ladraba con los cuartos traseros más levantados que la cabeza, como si fuese a saltar hacia adelante de un momento a otro.
Gabriel se acercó al borde del camino y no tardó mucho en verlo. Estaba allí abajo, de pie entre unos matorrales de aspecto polvoriento a apenas cincuenta metros de distancia. Su ropa, una especie de chaqueta de vestir de color blanco parecía de un color gris ceniciento; y también su cabeza había adquirido un tono negruzco, como requemada por las largas horas al Sol. Verlo allí sin hacer nada resultaba inquietantemente amenazador, como una bomba latente que puede estallar en cualquier momento. ¿Cuál sería su historia? se preguntó Gabriel, ¿llegó allí siendo un monstruo, o quizá murió solo en la quietud de las montañas y despertó a la luz del nuevo día convertido en el muerto andante sin ánima que conocía tan bien? Y allí, con las mejillas sonrosadas por la caminata, se preguntó casi por primera vez otras cosas: ¿de dónde habían salido, por qué los que morían volvían a la vida? ¿Qué eran esas cosas que habían hecho sucumbir el mundo que debía ser su legado?
En su imaginación, el
zombi
cobró vida pestañeando ante el estímulo directo de los ladridos del perro. Regresar a la consciencia y volver la cabeza para mirarle fue todo uno. Su mente lo dibujó dirigiendo sus pasos torpemente a través del terraplén, con los brazos extendidos y la cabeza ligeramente vuelta hacia atrás, balbuceando sonidos que nadie podría decir que fueran salidos de una garganta humana. Y al ponerse ellos en camino, ¿hasta cuándo los perseguiría? Probablemente para siempre. ¿Cuándo empezaría a reactivarse del todo y echar a correr? No sabría decirlo.
Sacudió la cabeza para quitarse esas ideas de encima y se acercó a su hermana.
—Vámonos —dijo.
—Pero, ¿qué pasa? —preguntó la pequeña.
—No pasa nada tontita, pero hay que irse.
Alba asintió.
* * *
Continuaron caminando durante toda la tarde, ya con bastantes menos ganas y energías que malgastar. En un momento dado, Gulich se ausentó durante al menos veinte minutos trotando con decisión loma arriba y perdiéndose entre unos arbustos resecos; Gabriel intuyó que el perro estaba procurándose comida por su cuenta.
El anochecer llegó con un cielo impresionante, lleno de nubes incendiadas por los últimos rayos que escapaban por el horizonte. Alba estaba fascinada por los tonos que iban del rosa del algodón de azúcar a un color rojo vibrante, como si a lo lejos las montañas fueran volcanes que escupían magma incandescente al cielo.
Gabriel, sin embargo, estaba más preocupado por encontrar un sitio donde dormir. Le preocupaban dos cosas esenciales, el viento y estar escondidos mientras dormían. Después de la experiencia del Hombre Andrajoso creía muy difícil que volviera a confiar en el primer adulto que pasase. Finalmente encontraron una hendidura al pie del sendero donde podrían guarecerse, siempre y cuando el viento no soplara desde septentrión bajando por la cañada.
La cena fue escasa, y ninguno de los dos encontró ya las barritas energéticas tan apetecibles, mucho menos con chocolate. Gabriel se dijo que si volvían a encontrarse una casa intentaría aventurarse en el interior en busca de latas de comida. Las de melocotones en almíbar y la mermelada de arándanos rojos eran sus favoritas, y las consumieron hasta acabar las existencias en la tienda de Calahonda. Le preocupaba que enfermaran de algún modo, y las palabras de su madre revoloteaban en su cabeza: "Os
vais a poner malos de comer tanto chocolate".
No quería ni pensar en que Alba cayese enferma, pero suponía que aún sería peor si él mismo sucumbía, ¿qué podría hacer Alba por él, acabaría Gulich volviendo, tras una larga ausencia, con una bolsa en la boca con los medicamentos adecuados? En la creciente oscuridad de la noche, rió para sí con cierta ironía y se quedó profundamente dormido.
* * *
Al día siguiente se despertaron más tarde. Era el día en el que Aranda cogía su moto y comenzaba su viaje rumbo a los estudios de Canal Sur, el mismo día en el que Carranque sucumbiría ante el ataque despiadado de Reza.
La noche fue dura; despertaban a cada poco por el frío que les calaba los huesos. Gabriel cedió su ropa de abrigo a su hermana y se apretó contra el pelaje de Gulich muy a su pesar, porque el perro empezaba a oler a demonios de nuevo. Sin embargo no hubo alaridos en la lejanía ni pisadas furtivas alrededor y cuando la noche se retiró expulsada por el Sol de la mañana, Gabriel celebró eso al menos.
Después de tomar algo de desayuno, se pusieron en marcha de nuevo. Alba protestó todo lo que pudo diciendo que le dolían los pies y que estaba cansada, pero no dijo nada de volver a casa. Sabía que tenían que continuar, aunque no sabía dónde ni para qué.
Al cabo de un rato descubrieron que el camino los llevaba demasiado hacia el norte. Alba, que llevaba callada bastante tiempo se detuvo de repente.
—Gaby —dijo entonces.
Gabriel se giró sobre sus pies todavía con las manos en los bolsillos.
—Venga, pesada —dijo— ya descansaremos dentro de un rato, si encontramos un sitio con sombra, ¿vale?
Pero Alba negó con la cabeza.