—Ya está —dijo ella— ya está.
Pero José continuó todavía un rato más hasta que también él cejó en el empeño. Resoplaba pesadamente, exhausto por la emoción y el esfuerzo. Los gritos y alaridos de los
zombis
quedaban ahora lejos, y el ruido del agua golpeando mansamente las paredes de la barca llegó hasta sus oídos, reparador como el sonido de una suave música.
Y entonces, de nuevo sin aviso previo, se buscaron y se abrazaron con una fuerza desmedida, como si pudieran mitigar el dolor apretándose el uno contra el otro. Permanecieron así llorando en silencio, mecidos por las rítmicas olas y compartiendo su dolor durante algunos minutos. A medida que la oscuridad ganaba terreno, unas gaviotas cantaron brevemente como despidiendo los últimos vestigios de luz, y en sus corazones la tristeza se mezcló furiosamente con la rabia, la desesperanza y la perplejidad, un amargo crisol que hacía temblar todos los cimientos de sus almas.
La noche cayó, fría y húmeda, y los encontró a ambos todavía fundidos en un abrazo. No habían intercambiado ni una sola palabra; no hacía falta. Finalmente, fue José el que se separó de ella. Se aclaró la garganta con un ronco carraspeo antes de hablar.
—Volvamos a casa. Volvamos.
Y Susana, sin saber que el lugar que había llamado hogar en los últimos meses ya no existía, asintió en silencio.
Cuando tras muchas horas inconsciente abrió los ojos de nuevo, se sobresaltó al instante. El techo era alto, y las molduras tenían talladas en sus bordes finísimas filigranas. En el centro, por encima de ella, había una hermosa lámpara dorada llena de pequeños cristales que hacían que la luz centellease sutilmente, pero la veía a través de una especie de tela traslúcida que parecía una suerte de gasa con la textura de la seda. Era el dosel de la cama en la que estaba tendida, cubierta con blancos de seiscientos hilos.
Se incorporó, sobresaltada, y la suntuosa estancia en la que estaba se abrió ante ella. La habitación era espaciosa y de estilo imperial; todos los muebles eran antiguos, en particular un fascinante buró de caoba con detalles en piel y acero. Justo encima había un enorme tapiz que representaba una escena de la Mitología griega en la que Ariadna recorría los pasillos del laberinto de Minos. Los suelos eran de mármol blanco
Macael,
recorridos por una cenefa oscura que bordeaba la estancia, y en las ventanas colgaban cortinas de café pintadas a mano, de
Bougeois.
Pero, ¿dónde estaba? Había estado trabajando en el huerto después de dar un paseo con Moses, de eso estaba segura, pero ¿y después? Se miró las manos y las olisqueó furtivamente. Los guantes de trabajo habían desaparecido, pero todavía podía percibir el olor a tierra húmeda y fértil. No se equivocaba.
Bajó de la cama experimentando una extraña sensación de estar involucrada en alguna clase de sueño. Era como si todo el horror
zombi
se hubiese alejado. La estancia era en verdad muy bella, y las luces indirectas que provenían de unas lujosas lámparas de
Tiffany
le daban una luz cálida y de algún modo hogareña.
Probó la puerta con la incertidumbre de si la encontraría cerrada o abierta, pero para su alivio, el picaporte giró y salió a un corredor que seguía la línea de elegancia de la habitación. Una esplendorosa alfombra verde recorría el pasillo, y las paredes estaban decoradas con lienzos de escenas de cacerías. Ahora percibía algo más, un murmullo de voces que llegaban amortiguadas desde alguna parte al final del pasillo.
Agudizó el oído, pero ni reconoció las voces ni consiguió entender lo que decían. Eran graves, perfectamente moduladas, carentes de los pronunciados altibajos propios de la gente con la que solía rodearse. Después de un rato a la escucha, decidió que no hablaban español. Quizá inglés, quizá otro idioma extranjero.
Avanzó despacio por el pasillo con el sonido de sus pasos amortiguados por la lujosa alfombra. Semejante refinamiento solo lo había conocido en hoteles, y se preguntó si no se habrían trasladado a uno de ellos. Pero, ¿por qué? Nunca había tenido una laguna en su mente como aquella y la sensación era del todo desconcertante. ¿Encontraría abajo a Moses y Aranda organizando el nuevo asentamiento, encontraría a otras personas?
Avanzó hasta el final del corredor y se encontró en la parte superior de unas altas escaleras. La balaustrada parecía ricamente tallada en madera, con acabados de impresionante finura que representaban figuras humanas y también motivos florales. Abajo, un enorme salón diáfano se extendía ante ella; y en el centro, cómodamente instalados en grandes butacas de piel, había dos hombres saboreando unas bebidas en grandes copas de cristal.
Su confusión iba en aumento, ¿quiénes eran aquellos hombres? Uno tenía la cabeza rapada pero sus facciones eran hermosas y serenas; el otro, más mayor, le recordó inmediatamente a un galán con el pelo canoso pulcramente peinado hacia atrás. Fumaba con cierta parsimonia un espléndido habano cuyo humo dibujaba caprichosas formas en el aire. Ambos vestían elegantemente, como si formaran parte de una escena de una película, tal vez en la recepción de un hotel de Gran Lujo.
Isabel se acercó tímidamente al pie de la escalera sin poder decidir si dejarse ver. Si al menos recordase algo. Tan pronto lo hizo, el hombre del habano reparó en ella y se puso en pie de un ágil salto. El otro hombre lo imitó.
Isabel sintió una inesperada ola de calor, y sus mejillas se sonrojaron casi al instante. Ni siquiera cuando el mundo todavía funcionaba había sabido cómo comportarse en esos ambientes, mucho menos ahora que tenía que lidiar con inquietantes lagunas mentales. La opulencia le hacía bloquearse y encerrarse en su cascarón, como si de alguna forma íntima y secreta, se sintiese poco merecedora de esos ambientes de súper lujo y gente adinerada.
—¡Ah! La preciosa damisela ha despertado, ¡lo celebro! —exclamó el hombre canoso levantando su copa hacia ella. —¿Querría bajar y acompañarnos, por favor?
Isabel dudó unos instantes, pero descendió por las escaleras hacia ellos. El hombre fue a esperarla junto al último escalón, sonriente.
—Buenas noches —dijo tomándole la mano para besarla. Su voz era cálida y grave a la vez. Ahora que lo tenía delante, Isabel se sorprendió pensando que el hombre tenía un innegable atractivo pese a su edad, aderezado por su acento extranjero y lo sensual de su voz.
—Buenas noches... —contestó Isabel tímidamente. —Yo... no sé dónde estoy.
—Ah,
meine geliebte Frau
¿no recuerda usted nada?
—A... a decir verdad no —contestó Isabel.
El hombre canoso levantó una ceja mientras entrecerraba los ojos; la suave sonrisa que había mantenido hasta el momento se acentuó.
—Pero esto es inesperado, ¡y delicioso! —dijo desviando una breve mirada furtiva hacia el otro hombre, quien ahora la miraba con suspicacia.
¿Delicioso?,
pensó Isabel confundida. No era la palabra que esperaba escuchar tras anunciar que tenía problemas para recordar cosas.
Inesperado, más bien,
se dijo,
o incluso terrible. Un gesto de preocupación, quizá. ¿Pero una sonrisa? Mo me habría puesto la mano en la frente y habría mirado si me había dado algún golpe.
De pronto el pensamiento arrancó un destello vago e impreciso en su memoria, como un estallido luminoso, y la sensación de caer hacia delante de bruces contra el suelo. ¿Dónde estaba, antes de eso? En el huerto, trabajando con las manos y embriagada por el aroma de la tierra fértil y ligeramente húmeda por el rocío de la mañana. Entonces, ¿qué le había ocurrido?
—¿Dónde estoy? —preguntó al fin.
—Está usted en nuestra casa. Es nuestra invitada.
—Pero, ¿cómo he llegado aquí, dónde están los demás?
El hombre canoso hizo un gesto impreciso con las manos.
—
Zu schnell
—dijo suavemente, sin aflojar la sonrisa— demasiado rápido, ¿no cree? permítame presentarnos primero. Mi nombre es Theodor, y mi amigo aquí detrás es Reza.
Reza asintió brevemente a modo de saludo, pero no dijo nada.
—Hay otros amigos que se reunirán con nosotros, más tarde —continuó Theodor— lamentablemente, están ocupados en estos momentos.
—Oh —exclamó Isabel esperanzada— ¿mis amigos, de Carranque?
Theodor sonrió y apuró su vaso dejando el líquido en la boca unos instantes antes de tragarlo.
—En realidad, no. Lo siento —dijo al fin. —A decir verdad, nuestro amigo ha ido a avisar a otros amigos de que nuestro pequeño juego, ha acabado. Con la victoria de Reza, debo añadir.
—No entiendo —musitó Isabel. Reza había ido acercándose desde el sofá poco a poco, a medida que Theodor hablaba.
—No hay nada que entender —dijo Theodor suavemente, sin abandonar su cautivadora sonrisa en ningún momento— ¿le apetece a usted cenar? Sería un placer que nos acompañara.
La cabeza de Isabel daba vueltas. Mientras intentaba comprender a aquellos hombres que parecían actuar y vivir como si el mundo siguiese rodando sin muertos vivientes poblando las calles de sus ciudades, una parte de sí misma intentaba comprender la situación, por sus palabras en vano. La referencia al juego y al ganador, el hecho
¿delicioso?
de sus lagunas mentales, el recuerdo inaprensible de haber sufrido una especie de golpe mientras trabajaba. Movía las piezas en su cabeza con grandes esfuerzos, y la imagen resultante empezaba a parecerle cada vez más inquietante.
—Pero ¿dónde están mis amigos? —preguntó de nuevo descubriendo que la voz empezaba a temblar.
Theodor había sacado un colorido paquete de cigarrillos
Afri Rot
de su bolsillo y estaba encendiendo uno. Otra vez sus gestos le parecieron en extremo elegantes y refinados, y su forma pausada de expulsar el humo le recordó a un galán de Hollywood en las viejas películas de los años cincuenta.
—Es mejor que se olvide de eso —dijo al fin.
Ahora, los oídos de Isabel pulsaban con una especie de zumbido, como una alarma siniestra cuyo sonido llega desde alguna parte indeterminada. De repente, el lujo y el confort de la casa le oprimían el pecho y le robaban el mismo aire. Echó un vistazo a los altos techos revestidos con elegantes maderas oscuras como para buscar el oxígeno que de repente le faltaba; pero ahora las poderosas vigas le sugerían más el entarimado siniestro que se construye para ahorcar a los hombres con una soga.
—Yo... debo irme —dijo visiblemente nerviosa.
—Oh, eso sería una imprudencia. Aquí dentro está el mundo civilizado. Ahí fuera —hizo un gesto de desdén con la mano que resultó extrañamente femenino —no hay más que muerte. Pero eso ya lo sabe.
Otra vez volvió Isabel a formular la pregunta que más le angustiaba.
—¿Por qué dice que me olvide de mis amigos?
—Porque están muertos —soltó Reza quien hablaba ahora por primera vez.
Isabel recibió el comentario como un mazazo. Se quedó mirando el semblante serio y desvestido de emociones de Reza, esperando que en algún momento, sonriera como si todo hubiera sido una broma. Imaginó que alguna de las puertas en la habitación se abría de repente y de ahí salían Moses, y también Alberto, y Juan Aranda con el pelo largo y negro recogido en una coleta, y todos los demás, vestidos elegantemente y sonriendo. Pero no fue así.
Theodor puso los ojos en blanco con cierta exasperación, y dirigió a Reza unas palabras en alemán que no pudo entender. Éste, sin embargo, no contestó nada; su rostro continuaba siendo tan inescrutable como lo había sido hasta entonces.
—¿M-muertos? —se escuchó decir, perpleja.
Están muertos. El golpe en la cabeza. El juego. El juego.
El rugido del fuego en la chimenea llenaba el silencio que la pregunta había creado, ¿y no eran las sombras ahora más alargadas y contrastadas?
—¡Olvide su pequeño grupo de indigentes! —dijo Theodor, acercándose de nuevo a ella con una mano extendida. —Ahora tiene la oportunidad de vivir con nosotros como nunca soñó que lo haría ¡muchas mujeres habrían dejado todo lo que tenían por estar donde está usted!
Mujeres. Mujeres con nosotros. El juego. El juego.
Isabel retrocedió un par de pasos. Había grandes ventanas en la habitación que parecían dar a algún tipo de jardín privado y también divisó la puerta de salida. Se imaginó corriendo hacia allí, pero Reza tenía la presencia y el aspecto de un corredor olímpico, y supuso que le daría caza mucho antes de que consiguiese llegar hasta ella. Y si lo hacía, ¿no estaría cerrada con llave? y había aún otra cosa, ¿qué tipo de futuro la esperaba si llegaba más allá, en las calles llenas de vigilantes espectros?
—Quiero irme —dijo en un murmullo.
—Pero es usted nuestra invitada —replicó Theodor.
—Su prisionera.
—Mein Gott.
Ésa es una palabra llena de connotaciones desagradables —explicó Theodor ladino. —No tiene que ser así. Es lo que trato de explicarle.
De pronto, como si un hechizo hubiese expirado de repente su carisma desapareció. Por un instante, Isabel creyó entrever en su estudiada máscara una repugnante mueca lasciva, la punta de su lengua asomando por entre sus labios agrietados y húmedos; sus ojos brillantes cargados de lo que interpretó como deseo lujurioso. Entonces no quiso escuchar más. Se dio la vuelta y echó a correr hacia un recodo que nacía junto a las escaleras y giraba luego a la izquierda. Allí atravesó un pequeño pasillo, y al dar la vuelta a la esquina se encontró en una espaciosa cocina con varias isletas. Al otro lado había una puerta de cristal que daba al jardín, así que corrió entre éstas sin atreverse a mirar atrás. No bien hubo cruzado la mitad cuando se vio arrojada al suelo con contundente violencia. Se golpeó la nariz que empezó a sangrar de forma inmediata.
—¡NO! —chilló, pero unos fuertes brazos le rodeaban y no pudo moverse. Sentía el aliento de alguien en el cuello, caliente y fuerte. De repente se vio transportada por el aire hasta una posición vertical, y cuando giró la cabeza, vio a Reza a su espalda con una mueca de asco en su cara.
Intentó sacudirse utilizando las piernas, haciendo fuerza contra las paredes a medida que Reza la llevaba de vuelta al salón principal. Sin embargo, cuando conseguía oponer la más mínima resistencia, su captor apretaba el abrazo hasta dejarla sin respiración haciéndole sentir un fuerte dolor en el abdomen.
Sentía un pánico mordaz, mayor incluso que cuando se vio obligada a correr por las calles con Moses, Mary y el Cojo antes de acabar en Carranque, perseguida por una plétora de muertos vivientes. Al menos entonces la sensación de libertad y de velocidad le infundía un estado de esperanza que ahora le había sido privado.