—Alba ¿viste algo de esto? —preguntó con un susurro.
Alba negó vigorosamente con la cabeza.
—Vale. Espera aquí, voy a mirar.
—¡No! —pidió Alba.
—Solo voy a mirar por la ventana.
Gabriel se acercó con prudencia al ventanuco y lo vio inmediatamente, a pocos metros de donde él estaba. Era un hombre arrodillado en el suelo, con un fusil en las manos. Disparaba contra una brecha que se había abierto en el muro, por donde —ahora lo veía— intentaban cruzar los monstruos; pero le daba la espalda de manera que Gabriel retrocedió rápidamente hacia atrás con el temor de ser descubierto.
—Hay un hombre ahí —le dijo al oído, preso de la excitación—. Y la granada ha roto el muro ¡está disparando contra los monstruos!
—¿Un hombre? —preguntó Alba, con los ojos iluminados.
—Sí.
—Pues, ¡vamos a ayudar a la chica, Gaby!
—Pero, ¿cómo?
—Si el Hombre Malo está fuera, nosotros podemos subir.
Gabriel tragó el exceso de saliva que se había formado en su boca. Se daba cuenta de que finalmente, había un motivo para la peripecia de la granada, como parecía haberlo para todo lo demás. De nuevo se sintió como una marioneta, un títere en manos de algún destino que se le escapaba y sintió miedo; un miedo que le agarraba el pecho como una garra invisible y tiraba de él como si colgara de una soga. Sin embargo, vio un atisbo de determinación en los ojos de su hermana y eso le infundió renovados ánimos.
—Bueno, de acuerdo —accedió Gabriel.
Abrieron la puerta y se encontraron en una especie de salón diáfano bajo unas escaleras que ascendían al piso de arriba. Una luz trémula y dorada hacía cimbrear las sombras en un lado de la habitación que no podían ver, pero ambos supieron que se trataba de una chimenea. En frente de ellos se encontraba la puerta principal, abierta de par en par. La luz de la luna, de un azul brillante, bañaba toda la entrada.
—¡Arriba, Gaby! —dijo Alba, señalando las escaleras.
Subieron rápidamente sin hacer ruido, y descubrieron un largo pasillo sumido en penumbras, flanqueado por puertas. La única luz disponible llegaba de una ventana ubicada al final del corredor.
—¿Dónde está la chica? —susurró Gabriel, pero Alba no lo sabía. El muchacho hizo un cálculo, basándose en lo que la pequeña le había dicho cuando estaban en el jardín.
Ésa es la ventana, Gaby.
Se orientó, y probó una de las puertas.
En el exterior se escucharon dos disparos más. Amortiguados por la estructura de la casa, sin embargo, sonaron más bien como las campanadas de un reloj apremiante que repiquetea un réquiem por los difuntos.
* * *
Isabel vagaba por las tinieblas de sus recuerdos cuando la puerta se abrió con un chasquido. Atada a la cama dio un respingo y cerró las piernas de forma instintiva, recorrida por un calambre de pánico. Levantó la cabeza, y lo que vio era con toda probabilidad, lo último que hubiera esperado ver en un lugar como aquel.
Eran dos niños. Él parecía mayor, quizá doce años, pero ella no tendría más de nueve. Parecían asustados y desaliñados, y sus ropas estaban manchadas como si acabasen de sobrevivir a un terremoto. Ella llevaba un chándal en cuya parte delantera había bordado un pequeño gatito, y tenía una expresión desconcertante, dulce y triste a un mismo tiempo. Se quedó mirándolos sin decir nada, intentando encontrar una explicación para lo que veía. Si se trataba de prisioneros como ella, no sabía si podría soportarlo; gritaría hasta morir antes que ver a una niña como aquella sufrir algún daño.
Sin embargo, no entró nadie más en la habitación tras ellos.
—Desátala, Gaby, desátala —dijo la pequeña.
Gabriel estaba confuso. La mujer estaba atada a la cama con los brazos extendidos por encima de su cabeza, pero su cuerpo estaba desnudo. A la luz de la luna éste parecía brillar con luz propia; tan blanco era. El pantalón colgaba de uno de sus pies como una complicada madeja de telas. Ella flexionó sus piernas en un vano intento de cubrirse, y él leyó su miedo en su rostro de hermosas facciones. La coleta colgaba a un lado, por encima del brazo.
—S-sí —dijo, y se acercó a ella, dubitativo. —Voy a desatarla —explicó, señalando la cuerda.
—¿Quiénes sois? —preguntó Isabel, mientras Gabriel empezaba a trastear con los nudos.
—Yo me llamo Alba —dijo la niña, acercándose al pie de la cama. —Y mi hermano se llama Gaby.
—Gabriel —corrigió el muchacho.
—Pero, ¿de dónde habéis salido? —preguntó Isabel, todavía perpleja.
—¡Hemos venido a salvarte! —anunció la niña, y cuando una sonrisa iluminó su rostro infantil Isabel no pudo más y rompió a llorar. Gabriel se detuvo, sin saber qué hacer.
A salvarte. A salvarte.
Quiso parar para no asustarlos, pero no pudo; las lágrimas caían como manantiales por sus mejillas escocidas, pero al mismo tiempo, sentía que con cada una de ellas se liberaba las miserias contenidas en su interior, como el agua de un río que arrastra la porquería acumulada en tiempos de sequía.
Alba se acercó a ella y le puso una mano en la cara conmovida por su llanto. Era pequeña y caliente, e Isabel la apretó contra su brazo agradecida. Poco a poco, recuperó el control y consiguió contener el llanto; y mientras Gabriel se afanaba por soltar el nudo, cerró los ojos y disfrutó del tacto de su mano, del cariño que le transmitía, de su inocencia. No había desconfianza porque se trataba de niños, precisamente. No había visto ninguno en los tres meses que habían transcurrido desde que explotó la Pandemia
Zombi,
y aunque en ocasiones había pensado en ello, en el fondo de su corazón nunca esperó volver a verlos. En ocasiones, cuando yacía en la cama con Moses a su lado sí acariciaba la idea de tenerlos, aunque el mundo que la rodeaba le aterraba, y miraba al futuro con ojos soñadores, esperanzada con la vacuna que el doctor Rodríguez había desarrollado. Al menos agradecía que no hubiese niños que hubiesen vuelto a la vida como los adultos, porque éstos no resisten el coma
zombi
previo al proceso de resurrección. Nunca había tenido que enfrentarse a un espectro directamente, pero no creía haber podido sobrevivir si su vida hubiese dependido de tener que acabar con un niño.
Zombi
o no.
—Ya está —dijo Gabriel al cabo de un rato, soltando finalmente la última ligadura. Las cuerdas le habían dejado unas marcas profundas en la piel, y al liberar las manos, Isabel sintió un hormigueo en los dedos a medida que la sangre volvía a circular por ellos.
Tan pronto estuvo liberada se incorporó y recuperó su intimidad, ajustándose la camisa y subiéndose la ropa interior y el pantalón. Un gesto pequeño y cotidiano, pero que en esos momentos agradeció sobremanera.
—Pero —dijo entonces, secándose las lágrimas con la manga—, ¿de dónde salís vosotros?
—Hemos venido de muy lejos, para salvarte —dijo Gabriel mientras Alba, a su lado, asentía con vehemencia.
—¿Solos? —preguntó Isabel, atónita.
—Sí —dijo Gabriel.
—¡Y con un perro anti-zombies! —explicó Alba, abriendo mucho los brazos.
—Es difícil de explicar —continuó Gabriel. —Pero ahora tenemos que irnos, ese hombre puede volver en cualquier momento.
—Esos bastardos —dijo Isabel, apretando los dientes y sintiendo que un torrente de odio se abría paso en sus entrañas contaminándolo todo.
—Vámonos —pidió Alba.
Isabel saltó de la cama poniéndose en pie. Al principio experimentó un ligero mareo: llevaba desde esa mañana sin probar bocado y había estado sometida a grandes tensiones. Pero después sacudió la cabeza y se centró en la tarea que tenía por delante. No quería venganza, solo escapar de allí y volver con Moses, volver a casa.
—Volvamos al sótano, creo que será lo mejor —dijo Gabriel. Y salieron por la puerta al pasillo. Antes de abandonar la estancia, Isabel dedicó una última mirada a la lujosa cama equipada con un precioso dosel de cuento de hadas. La cama que la perseguiría en pesadillas en todos los años que le quedaban por vivir. La cama donde con seguridad habría muerto de no ser por aquellos niños.
Se fue, y cerró la puerta tras de sí.
* * *
Theodor, aprovechando la maleza y los setos del jardín, se movía con extraordinario sigilo buscando alguna pista que le permitiera disparar. Ahora sabía que definitivamente, había algo o alguien moviéndose de un lado a otro; había vuelto a sentir la fricción de las ramas, solo brevemente a algunos metros a su derecha. Sin embargo no se atrevió a disparar; podría tratarse de una conocida técnica de distracción para que él revelara su posición.
Algo no le cuadraba, no obstante. Si habían atacado el muro desde fuera, ¿por qué habían acudido antes los
zombis?
Si había alguien esperando fuera, ¿no habrían atacado los espectros antes a éstos?, y por último, si se trataba de un ataque ¿por qué no intentaban entrar por la puerta principal ahora que habían conseguido desviar la atención hacia la brecha? Sin embargo no perdía de vista el sendero de entrada, e incluso la verja, distante, y allí no se movía nada.
De tanto en cuando, Reza disparaba vigilando el hueco en el muro. Tendrían que asegurarse de que no quedaba ningún espectro en la zona. Sabían que había grupos en algunas de las casas cercanas, los veían pasar detrás de las ventanas sumidos en la oscuridad de las habitaciones, pero los dejaron allí por si algún día querían arrastrar algún espécimen a casa. Había tanta diversión en un cuerpo vivo que no puede morir.
Frssss.
Se giró con rapidez alertado de nuevo por aquel siniestro sonido. Escuchó, intentando captar cualquier pista que le permitiera descubrir qué estaba pasando. A poca distancia, Reza se había acercado a la brecha intentando obtener una visión más amplia de la carretera y el exterior de la casa. Lo que vio no le gustó demasiado: dos docenas de
zombis
avanzaban por la carretera en dirección a la casa, tropezando unos con otros con su desgarbado andar. La luna dibujaba sombras alargadas debajo de ellos, y perfilaba sus siniestras formas.
Se volvió para informar a Theodor, pero no estaba a la vista.
Theodor tenía otros problemas. Había avanzado con extrema cautela, lamentando que el suelo estuviera sembrado de césped porque esa circunstancia le impedía seguir cualquier rastro de huellas. Y justo cuando estaba ya a punto de regresar a la casa con el plan de espiar desde las ventanas del piso de arriba, se encontró cara a cara con lo que había estado buscando. Era un perro, pero uno enorme, con el lomo ligeramente encorvado y las patas adelantadas en actitud amenazante. En las sombras de la noche su pelaje era oscuro, y sus dientes parecían refulgir con luz propia. Gruñía, como el viejo motor de un coche al ralentí.
Theodor se quedó inmóvil, sin atreverse aún a desplazar los brazos para apuntarle con el rifle. Acto seguido bajó la vista al suelo, para mostrar que no representaba una amenaza; nunca había visto a un animal atacar sin motivos, así que empezó a mover la mano muy despacio, como a cámara lenta, mientras evitaba cruzar su mirada. Consiguió colocar la mano en el rifle, y ya estaba girándolo hacia él cuando sin poder evitarlo, lo miró a los ojos.
Un breve instante, pero fue suficiente.
El perro se abalanzó sobre él con una rapidez sobrenatural y lo derribó hacia atrás. El rifle se disparó, pero la bala salió despedida y se incrustó en el tronco de un árbol que crecía a veinte metros dejando un agujero limpio y profundo. Cuando consiguió agarrarle la cabeza, sintió su aliento fétido y caliente en la cara; sus fauces buscaban su carne, sacudiéndose en el aire. Lo veía todo como fotografías estáticas en rápida sucesión, como una película a la que le faltaran fotogramas. No le dio tiempo a ser consciente de ello, pero su cuerpo exudaba feromonas y adrenalina que abofeteaban el hocico del animal y lo excitaban de forma salvaje.
Por fin, el animal hizo presa en su brazo. Los dientes se hundieron en la carne, desgarrando los tejidos y liberando la sangre que manó abundante. El sabor fue como una descarga eléctrica; ciego por la excitación y el líquido cálido que inundaba su boca, apretó las mandíbulas con tremenda fuerza haciendo crujir el hueso. Theodor gritó, súbitamente recorrido por una oleada de dolor lacerante. Cuando el perro sacudió su enorme cabeza con una violencia frenética el umbral del dolor ascendió a cotas que nunca había conocido. Se sintió transportado, empujado a una bruma blanca que le impedía incluso escuchar. La carne se desgarró resbalando limpiamente del hueso, y un fino chorro de sangre brotó de la herida con una potencia inesperada, manchando los arbustos y el césped con un ruido opaco.
El animal sacudió nuevamente la cabeza y perdió la presa, pero el brazo quedó colgando por un jirón de carne, con el hueso a la vista. La mano, inerte y bamboleante, era un pingajo aberrante. Theodor gritaba, en un tono tan agudo que casi parecía el de una mujer, y empezó a sacudirse como si estuviera siendo golpeado por furiosos rayos. El perro resbaló hacia atrás alcanzado por los embates, y su presa reculó tan rápido como pudo utilizando los codos.
Otra vez su atacante dirigió sus fauces hacia delante, ciego de excitación y mordiendo con saña en la zona que tenía más próxima: la entrepierna. Los dientes se hundieron en la tela del pantalón y más allá, ejerciendo una fuerte presión que hizo brotar la sangre rápidamente. Theodor se vio lanzado a las simas más profundas del suplicio y cayó hacia atrás, con la boca abierta pero muda, incapaz de proferir ya ningún sonido más.
Reza apareció entonces atraído por los gritos. Se encontró la brutal escena de bruces y no lo dudó un instante.
—Perro asqueroso —dijo mientras disparaba.
La bala le alcanzó en mitad de la cabeza y la desplazó como si la hubieran golpeado con un mazo perforando su cerebro animal de punta a punta. Su cuerpo se sacudió con un espasmo terrible y se desmadejó, cayendo contra el suelo con las patas extendidas. Así se quedó, inmóvil y muerto, con la boca enorme manchada de sangre.
Reza se acercó a Theodor, y vio el brazo desgarrado que colgaba hacia atrás. La entrepierna era lo peor. Una mancha oscura crecía en el pantalón con una rapidez inusitada. Chasqueó la lengua.
—Ayúdame —pidió Theodor, mirándole con ojos desorbitados. Respiraba por la boca dando bocanadas rápidas y cortas, como las de una parturienta alumbrando un hijo. Su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración.
Reza miró brevemente alrededor, para asegurarse que no había nadie más cerca.