Era como en los tiempos del colegio, solo que a un nivel más atroz. Pasó toda su adolescencia en un internado alejado de su hogar porque su madre padecía terribles procesos de depresión. Nunca superó lo de su padre; él era cirujano y un día tuvo que atender a un hombre que había sido disparado en el hombro. Tenía SIDA. La bala no estaba muy profunda, y creyó que podría sacarla introduciendo los dedos. Pero la bala estaba reventada y sus bordes afilados como cuchillas. Algunos médicos lo llamaban una
Garra Negra,
pero su padre no lo conocía: se cortó y se contagió en el acto. Murió dos años más tarde consumido y ceniciento, en el mismo hospital donde había trabajado toda su vida.
Su madre nunca volvió a ser la misma; se marchitó y se apagó como una flor que nace temprana y es sorprendida por el frío. Marcelo fue internado, y creció taciturno y afectado por una pena demasiado honda como para poder siquiera entenderla. El colegio le superó, los dos primeros años al menos; luego aprendió a manejarse, a actuar, granjeándose la amistad de las personas equivocadas —los tipos duros, los que te estampaban la cara contra la pared del pasillo cuando la testosterona armaba su particular revolución un día sí y otro también.
La vida lo condujo por callejones anónimos, de un trabajo a otro. Los años pasaban deprisa, anodinos. La vida normal murió el día que los
zombis
empezaron a ser cada vez más numerosos en las calles. La infección se propagaba atendiendo una clara progresión geométrica: todos los que morían volvían a la vida y se unían a las filas de los atacantes. La Policía y la Guardia Civil se vieron del todo superados; los cargadores se acababan, y las contiendas cuerpo a cuerpo acababan invariablemente con la victoria de los muertos. Las calles se llenaron de gritos, el asfalto de sangre, y el cielo de humo y fuego.
El tráfico se colapsó completamente en pocas horas y los accesos a las autovías se llenaron de vehículos; la mayoría bloqueados, algunos siniestrados. El día clave en el que Málaga cayó, Marcelo regresaba de Torremolinos. Nunca tuvo una posibilidad real de volver a la ciudad. Para entonces ya sabían de la Pandemia, por supuesto, porque todos los medios no hablaban de otra cosa desde hacía días. Las noticias se agolpaban, se desmentían, la señal de las emisiones se perdía inesperadamente y cuando volvía mostraba un ángulo torcido del suelo, sin nadie que operara ya la cámara. En las últimas dieciocho horas se dijeron cosas como
"Buenos Aires no responde", "Lima ha caído"
o
"Río de Janeiro es pasto de las llamas"
ya con cierta languidez indiferente. Incluso se habían dado casos en la ciudad en días anteriores, pero era la primera vez que los malagueños eran expulsados de sus casas, que los muertos corrían por las calles ensangrentados y enfurecidos.
En la entrada a Málaga, a la altura del cruce del aeropuerto, la gente se bajaba de los coches comentando entre sí:
¡los muertos, los muertos están por todas partes! ¡Málaga, han tomado Málaga!
La confusión y el terror que se dibujaba en sus caras era espeluznante. Una madre pasó corriendo a su lado con una niña pequeña en los brazos, y Marcelo, con un nudo en el pecho, supo que no tendrían ninguna oportunidad. Te podías esconder, pero los muertos no tenían necesidades básicas y los vivos sí; si no tenías suerte, tarde o temprano el hambre o la sed te hacían salir, y no se sobrevive en una ciudad llena de muertos vivientes. Era el principio de las normas del asedio, y eran crueles.
Se corrió la voz de que la gente estaba huyendo hacia el mar en cualquier bañera que pudiera flotar, así que él y otros muchos decidieron ir al aeropuerto que quedaba a poca distancia.
¿Dónde está el Ejército?
preguntaban unos mientras caminaban hacia la terminal; una interminable procesión de personas con los corazones encogidos y mirando temerosos a todos lados.
El Ejército ha cerrado la ciudad,
decían otros. Efectivamente, el sonido lejano pero inconfundible de las ráfagas de ametralladora les llegaba traído por el viento, desde algún punto indeterminado.
¡Están disparando contra civiles!
decía el rumor que estaba en boca de todos.
¡Al aeropuerto, nos rescatarán en el aeropuerto!
Pero no acudió nadie.
El trayecto hacia Canal Sur no fue tan accidentado como esperaban. Caminaban despacio entre los edificios atentos a todos los rincones, pero el número de
zombis
por allí era escaso; los polígonos cerraron sus puertas antes de que todo se fuera a pique y eso propició que no hubiera mucha gente por la zona. Cuando encontraban uno era en un estado de aletargamiento profundo, y les bastaba con pasar agazapados por detrás de los coches cuando los había. En otras ocasiones, Aranda los empujaba hasta un callejón, fuera de la vista, y eso era suficiente.
La cosa cambió cuando quisieron regresar a la autopista, a la altura del cruce del aeropuerto. El tráfico colapsaba todos los viales y los muertos se paseaban entre los vehículos como celosos guardianes de sus otrora posesiones materiales. Observaron durante un tiempo agazapados tras una esquina, y decidieron que no podían pasar por allí.
Regresaron entonces por entre las estrechas callejuelas del Polígono Villa Rosa, caminando por las aceras cubiertas de basura, papeles y plásticos que el viento había ido acumulando pacientemente. Diez minutos más tarde llegaban por fin a las puertas del aparcamiento de Canal Sur. Curiosamente, la verja de entrada estaba abierta.
El olor los atacó tan pronto pusieron el pie en la entrada. Era como si los mismísimos vapores del Infierno se hubieran apropiado del edificio, contaminándolo todo. Sombra vomitó parte del estofado de la cena y todavía se estremeció unas cuantas veces castigado por fuertes arcadas. Jukkar era el que menos acusaba la pestilencia, gracias a los años que había pasado trabajando con cadáveres debido a su trabajo.
—¡Hostia puta! —soltó Sombra, sujetándose el estómago con una mano.
—Cuidado —dijo Aranda— mal olor igual a cadáveres. Cadáveres, igual a
zombis.
—¿Crees que aquí podré usar mi arma? —preguntó Sombra, pasándose una manga por la boca.
—Como último recurso. No creo que pueda retener una horda de muertos si salen de esas habitaciones y pasillos. Pero quizá pueda hacer algo si los encontramos poco a poco.
—La hostia —soltó Sombra con sencillez.
—Pero, ¿electricidad? —comentó Jukkar.
—Precisamente estos sitios disponen de generadores de emergencia que responden inmediatamente a un corte, imagina que se va la luz en mitad de un programa de televisión —dijo Aranda.
—Vale —dijo Sombra, pensativo— pero, ¿qué pasa con los repetidores? Están enganchados a la red eléctrica, ¿crees que quizá funcionen con energía solar?
—Ésa es mi esperanza —contestó Aranda. —Pero busquemos primero los generadores, ¿dónde deberían estar?
—No creo que estén fuera, busquemos en algún sótano o sala de mantenimiento.
Se decidieron a tomar el único camino plausible, un pasillo distribuidor lo bastante ancho para que los tres caminaran en línea. El suelo de mármol devolvía el eco de sus pasos a medida que avanzaban, y aunque nadie lo dijo, todos lamentaron no haber tenido la precaución de incluir una linterna en los bolsillos.
Tras un recodo encontraron un salón distribuidor de dos alturas, iluminado gracias a la luz de la luna que se filtraba por una amplia claraboya circular en el techo. Aranda observó que no había ningún indicio de Pandemia, ni cristales rotos, ni rastros de sangre o muebles desplazados. Había aprendido a fijarse en esas cosas para reconocer cuándo un sitio era seguro o no. Además, el olor no era ahora tan desagradable; o habían dejado atrás la causa que lo provocaba o bien su sentido del olfato no podía ya absorber tanto aire insalubre.
También hallaron unas escaleras que nacían desde el distribuidor. Había una cadenita que cruzaba el hueco de lado a lado, y allí pendía un cartel con un simple mensaje: ÁREA DE SERVICIO PROHIBIDO EL PASO.
—Que me jodan si no debe ser esto —comentó Sombra.
Aranda pasó primero, por lo que pudieran encontrar. Accedieron así a un pasillo donde difícilmente podían ver algo. Jukkar chocó contra algo que produjo un ruido inquietante, y sin ser conscientes de ello todos mantuvieron la respiración a la espera de lo que el sonido podría traer a continuación. No ocurrió nada, no obstante y gracias al tacto, Sombra anunció que habían chocado simplemente con un cubo de fregar y su palo.
La oscuridad era asfixiante, casi palpable. Tanteaban las paredes con las manos y otra vez se les unió el ruido grave y pesado de la agitada respiración de Jukkar.
—Nunca daremos con eso —protestó Sombra— podría estar aquí mismo y no... ¡oh, coño!
—¿Qué pasa? —preguntó Aranda, recorriendo la oscuridad con los ojos ciegos.
—Joder, ¿seré estúpido?
Tras unos breves instantes escucharon un ruido como el de una rueca oxidada, y en algún punto se produjo una llama que pareció colgar en mitad de la oscuridad. Sus rostros se hicieron visibles.
—¿Tenías un mechero, tío? —preguntó Aranda.
—Joder, se me había olvidado. Antes fumaba, hasta que el tabaco se agotó en el aeropuerto. No duró mucho a decir verdad. Fumaba
Sombra,
por cierto. Casi dos paquetes diarios. Ahora ya sabes por qué me llaman así.
—¡Oh, bueno! —rió Jukkar.
Supieron entonces que estaban en mitad de un rudimentario pasillo. Por encima de sus cabezas pasaban varias tuberías, y a ambos lados había puertas sin hoja que conducían a unas pequeñas habitaciones. En una de ellas encontraron unas viejas máquinas de las que salían más tuberías, pero no tenían aspecto de ser generadores eléctricos. La otra sala tenía estantes llenos de productos de limpieza, cajas de algo que parecía papel, rollos de papel higiénico y botes de pintura.
Sombra tenía que apagar la llama de vez en cuando porque el yesquero se sobrecalentaba y hacía que el pulgar le ardiese.
Finalmente, localizaron una habitación de gran tamaño justo cuando pensaban que el corredor de mantenimiento se agotaba. Allí vieron primero un enorme cuadro eléctrico distribuido en varios armarios con etiquetas cuidadosamente serigrafiadas: LUCES 3, LUCES 5, ANFI 4, CC A, CC B... pero todos los conmutadores parecían estar encendidos.
Luego, en el otro extremo de la sala, encontraron una máquina que Aranda reconoció inmediatamente porque se parecía muchísimo a los que tenían en Carranque.
—¡Es esto! —dijo.
—¡Hostia! —soltó Sombra. —Hoy todo sale bien.
Examinaron la máquina en apariencia simple. Sombra localizó la alimentación de combustible.
—Esto es lo que tenía que fallar —dijo con cierta amargura. —Está más seco que el cerebro de esos
zombis.
—Creo que cuando se fue la luz, esta cosa estuvo funcionando hasta el final —dijo Aranda.
—¿Crees que podríamos sacar combustible de los coches de ahí fuera? —preguntó Sombra.
Jukkar, que había estado dando vueltas por la sala aprovechando los momentos en los que la llama del mechero estaba encendida, los llamó desde uno de los laterales.
—¡Eso no será necesario! —exclamó. —¡Mirad! —y cuando fueron hasta él se encontraron con unos estantes llenos de garrafas de combustible; el líquido oscuro brillaba tras el plástico a la luz de la llama.
Llenaron el depósito completamente usando cinco garrafas de diez litros, y después no supieron qué más hacer. Fue Jukkar quien trasteando con un pequeño panel de mandos, consiguió arrancar la máquina. Ésta crepitó y vibró terriblemente, protestando tras tres meses de completa inactividad. El olor a quemado impregnó el aire casi al instante y por un momento pensaron que algo iba mal; pero luego la máquina descendió a un ritmo más suave y el olor pasó. Después de unos instantes, las bombillas del techo empezaron a arrojar una luz tenue, anaranjada, hasta que su intensidad fue creciendo poco a poco. La luz había vuelto.
—¡Magnífico! —aplaudió Jukkar. Aranda y Sombra también sonreían con los dientes resplandeciendo en la suave tiniebla dorada de la estancia.
Pero entonces les llegó el sonido nítido y espeluznante de un alarido, tan estridente y desgarrado que les heló la sangre en las venas; luego sobrevino un segundo, que se impuso al primero como si llegase de algún punto más cercano. Sombra dio un respingo, mientras los gritos se prolongaban en la distancia.
—Parece que hemos despertado a algunos colegas —dijo, sin apartar la vista del pasillo de entrada.
—Ahora es importante mantener la calma —pidió Aranda. —No son tan duros, pero juegan con la ventaja psicológica del terror. Así es como te cogen. Recordad que somos tres, estamos armados y tenemos una carta especial.
Asintieron y se dispusieron a abandonar los túneles de mantenimiento. Antes de salir al exterior, Aranda tomó el palo de la fregona y lo sopesó con ambas manos. Era de madera y probablemente contase con algunos años a su espalda a juzgar por las manchas oscuras en el mango; pero eso le gustó, porque las de plástico si bien eran más livianas, no eran tan resistentes.
—¿En serio vas a usar eso? —preguntó Sombra.
—¿Por qué no? —contestó Aranda, retirando el mocho. —No irán a por mí, así que puedo retenerlos con esto y puedo empujarlos.
Sombra se encogió de hombros, pero sostuvo su fusil ametrallador con ambas manos como para asegurarse de que al menos, contaran con un arma de verdad.
La sala con la gran claraboya en el techo estaba iluminada por las pequeñas luces de emergencia que se distribuían irregularmente por las paredes, cerca del techo. Eran en extremo tenues, pero suficientes para apartar las sombras de casi todos los rincones. La caja de plástico que las recubría tenía tonos verdosos que contagiaban la luz, tintándola; eso daba a la sala una apariencia fantasmagórica que les provocó una extraña sensación de desánimo.
En ese momento escucharon un atronador retumbar en el piso de arriba. Los cristales cimbrearon en sus guías, y Jukkar dejó escapar una exclamación de sorpresa en finlandés que nadie más entendió. Miraron el techo, instintivamente, pues el sonido parecía venir de algún lugar sobre sus cabezas.
—Eso ha sonado como si hubiesen derribado una estantería entera —comentó Sombra.
Pero continuaron avanzando, si bien más despacio de lo que lo habían hecho hasta ese momento. Cada esquina y cada puerta entreabierta suscitaban mil inquietudes, y de tanto en cuando les llegaba el sonido de algo que parecía una silla arrastrando sus patas por el suelo, o un cimbreo metálico, o un gruñido ronco, breve pero intenso. Aunque era Sombra quien llevaba el arma, Jukkar se pegaba tanto a la espalda de Aranda que parecía querer encaramarse sobre él.