El zombi se relajó y se quedó inmóvil, destartalado. Un humo blanco y denso resbaló de sus ropas y empezó a elevarse, perezoso, en el aire. El cortocircuito le había frito el cerebro.
En el lado opuesto, Aranda sujetaba a la mujer con ambos brazos. Ésta se debatía con tremenda violencia luchando por escapar de la presa que la atenazaba. Juan respiraba con extrema rapidez, por la boca, jadeante.
Sombra se incorporó empapado en sangre y se miró las manos manchadas. Era
sangre,
pensaba con febril excitación, sangre de esas cosas infectadas. Juan tuvo que llamarlo a gritos para recuperarlo de su estado de shock.
aaaarceelooo... maaarcEELOOO... A-YU-DA-MEE
Pestañeó, súbitamente sobresaltado. Giró la cabeza y vio a Juan, haciendo grandes esfuerzos por mantener a aquella mujer apartada de Jukkar. Su boca estaba abierta hasta un extremo imposible, y sus dientes resaltaban entre el color rojo brillante de la sangre. Aún le costó unos segundos escapar de aquella visión que despertaba una cautivadora fascinación en él. Por fin, se acercó al profesor que se había refugiado en sus propios brazos y gritaba una y otra vez la misma palabra:
¡äiti!, ¡äiti!
y le agarró de la mano. Tiró de él hasta ponerlo a su espalda y preparó la ametralladora.
Juan, incapaz ya de sujetarla por más tiempo la empujó hacia delante y allí fue acribillada por una nueva ráfaga. Esta vez la salva le recorrió el pecho, le destrozó el cuello y siguió subiendo hasta la cabeza que se deformó completamente: la boca se hundió hacia dentro y volaron dientes y trozos de labio; la nariz desapareció cercenada por un agujero atroz del que brotó un obsceno chorro, y los ojos bellamente redondeados, que una vez enamoraron al hombre que más tarde sería padre de sus hijos, se perdieron en medio de una masa de carne y pestañas.
El cuerpo resbaló por la pared y cayó al suelo flexionándose por las rodillas. Un zapato de tacón de ciento treinta euros, comprado dos días antes de la Pandemia, resbaló del pie y quedó inerte, colgando de los pequeños dedos.
Juan se inclinó sobre sí mismo apoyando las manos sobre las rodillas. La cabeza le daba vueltas, el aire le faltaba y notaba el corazón latiendo a toda marcha como si fuera a escapársele del pecho.
¿Y
si hubieran sido más?
le preguntó su mente,
¿y si hubiesen sido seis, o diez?
Ahora se daba cuenta de cuán inocente había sido. Cuán descuidado. Pese a su particular don había podido hacer bien poco y Sombra no era Dozer. No era José, Susana o Uriguen. No se sobrevive a un ataque
zombi
armado con una ametralladora a menos que tengas experiencia con ella, que cuentes con el retroceso y su fastidiosa tendencia a desnivelarse verticalmente. Y Jukkar, en semejante trance, era tan útil como un taburete pintado de flores.
—¿Estáis bien? —preguntó, sin mirar a nadie.
—Hostia —dijo Sombra, dando pasos hacia atrás en un intento de alejarse del cadáver. Aún le apuntaba con manos temblorosas, como si temiese que fuera a levantarse en cualquier momento.
Juan sintió un nuevo ramalazo de inquietud; de pronto había caído en la cuenta de que la habitación estaba en silencio. Ya no se escuchaba el ruido de la emisora. El teniente Romero no estaba ya con ellos.
Se incorporó con agilidad, y observó con creciente horror el estado en el que había quedado la mesa con la estación de onda corta. El aparato estaba tirado en el suelo con parte de una pantalla hundida en su chapa. Uno de los laterales había reventado y dentro asomaban sus componentes electrónicos, inertes como un cadáver. La caja del micrófono asomaba por debajo de la pierna del zombi, manchada con algunas gotas de sangre.
—La emisora —dijo con un hilo de voz.
Jukkar, de nuevo con la tez roja como un indio americano, dejó escapar una exclamación de consternación.
—Joder —dijo Sombra en voz baja.
—No importa —dijo Juan, usando una modulación átona, sin inflexiones. De repente, se sentía muy cansado. —Encontraré otra. Debe de haber un centenar de sitios en Málaga donde hacerme con una, y yo puedo buscar en todos ellos. Vámonos. Vámonos ya de aquí, antes de que surjan más complicaciones.
—¿A dónde? —preguntó Sombra, sin poder dejar de mirar el montón de hierros, pantallas de plasma rotas y cables.
—A Carranque, claro. A casa. Allí estaremos a salvo. Solo tenemos que cruzar el río, es un minuto andando, y desaparecemos en el subsuelo por las alcantarillas. Allí no nos verán.
—Las alcantarillas —repitió Sombra, como ido.
—Sí. Las alcantarillas. Vámonos. Aquí huele a sangre y a muerte ¡Vámonos ya!
—No es posible —dijo José, sintiendo que unas lágrimas ardientes velaban su visión.
Se había asomado por uno de los accesos de alcantarilla que daba directamente a las pistas, y se enfrentó a la visión imposible del edificio de Carranque trocado en una ruina humeante. Lenguas de fuego que se agitaban como estandartes al viento despuntaban todavía en lugares dispersos. Nada quedaba en pie.
—¿Qué pasa? —preguntó Susana desde abajo, pero en el fondo de su corazón ya lo sospechaba. Había visto las columnas de humo desde la cubierta del
Clipper Breeze,
y el olor a cenizas y a fuego impregnaba el aire. Pero José saltó al exterior como una exhalación sin decir nada.
Cuando Susana se asomó a la superficie, la visión de las ruinas retorcidas la superó totalmente. Todavía estaba aturdida por la muerte de Dozer y Uriguen, y aquel infierno de pesadilla terminó por hundir la daga del dolor en su corazón. Se cubrió la boca con una mano mientras negaba obcecadamente. Sus ojos, todavía enrojecidos por el llanto, volvieron a anegarse en lágrimas.
—No, por favor, no.
José estaba de pie, con las piernas abiertas y ambas manos en la cabeza bañado por la luz anaranjada del incendio. También él tuvo que abandonar su hogar cuando la Pandemia
Zombi
estalló, pero incluso entonces, no experimentó ni la mitad del dolor que empezaba a abrirse paso a través de su misma alma.
Cuando pasó el
shock
inicial, José se dio cuenta de que las pistas habían sido invadidas por los
zombis.
Vagaban a su alrededor, con su andar pesaroso, inadvertidos de su presencia. Tomó su fusil y empezó a disparar contra ellos, preso de una rabia ciega. Los disparos silbaron entre los espectros, perdiéndose sin lograr su objetivo; algunos, sin embargo, impactaron en los cuerpos y los hicieron sacudirse como si fueran partícipes de algún baile tribal.
—¡Hijos de puta! —gritaba José, vaciando el cargador con tanta rapidez como podía. Su cara estaba roja y las venas sobresalían en su cuello. —¡Zombis de los cojones!
Susana, mientras tanto había salido al exterior un tanto mecánicamente, casi sin proponérselo; no podía apartar la vista de la terrible destrucción que tenía delante. Uno de los
zombis
se había acercado demasiado al fuego y caminaba con el lateral de la chaqueta envuelto en llamas, que iban consumiéndolo poco a poco.
—¿No queda nadie? —preguntó con voz lastimera más para sí misma que como pregunta.
José seguía desgranando balas, disparando desde la cadera. Era más por el hecho de desfogar la tensión que le inundaba que por eliminar la amenaza de los zombis. Ni siquiera miraba atrás como sabía muy bien que era el protocolo básico, y desde luego no apuntaba a sus cabezas. Se contentaba con verlos bamboleantes a medida que las balas rasgaban su carne muerta y se internaban en sus cuerpos.
Estaba cansado de muerte.
* * *
El Padre Isidro estaba examinando el arma que le arrebató a Branko, sentado en el suelo, junto a su cadáver. Ya había paseado por la casa y comprobado que no quedaba nadie con vida, y ahora los muertos pasaban a su lado, yendo de un lado para otro profiriendo guturales gruñidos. Solo quedaban dos balas en el cargador, pero aunque esperaba que ya no le sirvieran, lo cierto era que Dios no le había llamado a su lado. Nada había cambiado. Eso lo hacía pensar que todavía podían quedar ratas, ocultas en alguna parte. Quizá su trabajo no había terminado.
Entonces escuchó los disparos.
Se puso en pie de un salto, como un espantajo alto y delgado que sale de una caja. El fuego no se había apagado del todo y el humo flotaba todavía por la casa, pero podía ver bastante bien.
¡Disparos! Eran las ratas sin duda alguna. Enseñó los dientes perfectos. Los sonidos le llegaron en rápida sucesión.
Corrió hacia la terraza y se asomó al pequeño balcón mirando alrededor con enfervorizada ansia. Los vio rápidamente, un hombre y una mujer que abandonaban las alcantarillas y disparaban contra sus ejércitos.
Las alcantarillas,
se dijo mordiéndose la lengua sin sentir dolor. ¿Sus tretas no tendrían fin?
Apuntó con cuidado, empuñando el arma con ambas manos. Su pulso era excelente, gracias a Dios por los pequeños favores, así que se aseguró de tenerlos centrados en la mirilla y apretó el gatillo.
* * *
Fue Susana la que percibió el impacto en el suelo. Produjo un ruido crujiente e hizo saltar pequeños trozos de pavimento. No tuvo ninguna duda; si algo había visto en los últimos meses eran disparos de bala contra todo tipo de superficies.
Retrocedió un par de pasos, pasándose una manga por los ojos para enjuagar las lágrimas.
—¡José! —llamó, pero éste seguía nublado por el arrebato de ira, gritando y disparando sin tregua.
—¡JOSÉ!
José se volvió encendido de cólera. Sus ojos estaban enrojecidos y reflejaban una tensión inconmensurable. Susana no recordaba haberle visto nunca esa expresión.
—¡Nos están disparando!
De pronto se escuchó un disparo lejano y José retrocedió dos pasos, como si le hubieran empujado. Susana gritó creyéndole alcanzado, pero José recuperó el equilibrio y se llevó la mano al hombro.
—¿Qué cojo....? —dijo examinándose el brazo. La tela se había rasgado y la sangre empezaba a mancharla. Instintivamente arrancó el trozo de la camiseta para examinarla, pero descubrió que era superficial, apenas un rasguño; el disparo le había pasado rozando.
—¡Allí! —exclamó entonces Susana que mientras tanto había estado buscando alrededor. José miró en la dirección que señalaba, y allí, asomado a uno de los balcones del edificio más cercano vio una figura conocida con ambas manos apoyadas contra la barandilla. Del interior de la vivienda salía una pequeña cantidad de humo oscuro.
—Dios mío —dijo Susana—. ¡Es Isidro!
—¡Ese hijo de puta! —bramó José dejando que algunas partículas de saliva escaparan de su boca. Sin perder un segundo le apuntó con el rifle y disparó. Un único tiro, pero le alcanzó en mitad del pecho. El golpe fue tremendo, y el padre Isidro trastabilló hacia atrás con los brazos extendidos, y se estrelló contra el cristal de la vidriera desapareciendo de su vista.
—¡Le has dado! —dijo Susana con entusiasmo.
—¡Sí! —dijo José. —En pleno pecho, si sobrevive a eso me como un cargador.
—Es el Álamo, ¿cómo no lo pensamos antes?
—Sí ¡es verdad, quizá quede alguien en el edificio!
—No lo creo, con ese cabrón allí —dijo Susana funesta.
—¿Crees que ha sido él quien...?
—Quién si no —dijo Susana mirando ahora a los
zombis
que se le acercaban desde todas direcciones, tan rápidos como cada uno podía. —Pero movámonos, esos mierdas están ya casi encima.
José asintió.
—Al Álamo —dijo. —¡Por el parking!
Descendieron de nuevo a las alcantarillas y avanzaron a la carrera por los túneles hacia los sótanos del edificio. Estaba oscuro como boca de lobo, pero habían aprendido a orientarse gracias a sus incursiones por los edificios aledaños y no tardaron en llegar a su destino. Desde allí, cruzaron por el corredor y pasaron junto a la escalera cegada por los escombros en dirección a la brecha. Susana dio un respingo; tan solo aquella mañana esa misma escalera era parte de su hogar, y ahora estaba sepultada por toneladas de piedras y retorcidos hierros.
Desde ese punto extremaron las precauciones. Ninguno lo dijo, pero se sentían cojos y tuertos sin el grupo completo, y a pesar de la intensidad de los momentos que vivían una sombra de tristeza cruzó sus corazones. Para Susana, era como haber perdido los hermanos que nunca tuvo, y parte de su vida por añadidura. Tuvo que reinventarse a sí misma cuando la Pandemia comenzó, porque su otro yo, ahora lejano, no hubiera sobrevivido tal como era. Todo eso se lo dieron ellos, José, pero también Uriguen y Dozer. Ahora el camino que le quedara por recorrer, fuera mucho o poco, jamás sería el mismo.
En el parking había
zombis
como habían temido, pero no tantos como la primera vez. Alguien había retirado la furgoneta que el propio José había cruzado sobre la rampa de acceso. Trabajaron en equipo cubriéndose el uno al otro sin decir palabra. Solo los restallidos de los rifles y los gruñidos de los muertos rompían la lúgubre quietud de aquella tumba anónima que una vez fue parte de sus vidas.
Avanzaron hasta la furgoneta y José volvió a colocarla en su sitio haciéndole avanzar de nuevo los tres metros que faltaban para que topara con la pared.
—Vamos, arriba —dijo José al bajar de la cabina— y reza, por Dios, reza por que quede alguien.
Acabar con los espectros que deambulaban por el portal fue sencillo: los pasillos y la escalera eran estrechos y los encaraban de uno en uno. En la mayoría de los casos, empleaban una única bala que entraba limpiamente en sus cabezas y las hacían sacudirse como macabras maracas. En poco tiempo, se encontraban ya en el primer piso. Olía a humo, como casi todo, pero allí el olor era más intenso.
—Mira —dijo Susana en voz baja. —Esa puerta.
José miró en la dirección que le indicaba y le hizo un gesto para que esperase levantando su puño cerrado. Dentro había
zombis,
y también los restos aún humeantes de un aparatoso incendio. El techo y las paredes estaban negros por el hollín, y José pensó con el corazón encogido, que aquél no era el escenario donde encontraría a sus compañeros.
Hizo tres disparos, y los
zombis
cayeron pesadamente al suelo. Después, avanzó despacio por el recibidor en dirección al salón. No bien había entrado en él con el rifle por delante, cuando un golpe fuerte e inesperado en el cañón del arma le hizo soltarla. Acto seguido, una figura alta y delgada saltó desde su izquierda hasta ponerse delante. Su corazón se aceleró, sobresaltado. Demasiado tarde reconoció al padre Isidro en aquel rostro ceniciento, una calavera humana con los cabellos blancos pegados a la frente y despeinados en varias direcciones. Sus ojos blancos, que creía característicos de los muertos vivientes, parecían irradiar luz propia.