Necrópolis (61 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Encontraron una tapa de alcantarilla mucho antes de lo que había previsto, todavía lejos de las figuras espectrales que se veían junto a los edificios entregados a sus erráticos paseos. Allí los túneles eran angostos y hediondos, y hubo que convencer a Alba con mil milongas para que entrara en ellos. Todavía somnolienta, accedió de mala gana entre protestas y sollozos.

Estaba muy oscuro, pero de tanto en cuanto una rejilla o una entrada de aguas a pie de acera les permitían avanzar un trecho a buen paso. Isabel tenía una excelente orientación, y caminaron un poco hacia el nordeste y luego hacia el norte. A medida que se acercaba a Carranque estaba más y más nerviosa, pues su corazón albergaba todavía una duda esencial sobre cómo pudieron secuestrarla en el mismo huerto. Su imaginación le traicionaba conjurando imágenes en las que Moses trataba de impedir el secuestro y era abatido por una rápida ráfaga de disparos. Lo veía bailar al son de las andanadas, y lo veía caer al suelo, ensangrentado, donde se estrellaba con un sonido acuoso.

Cuando acababan de pasar por un cruce de túneles de bastante anchura, se detuvo en seco. Alba se chocó con sus piernas.

—¿Qué pasa? —preguntó la pequeña.


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—dijo Isabel, imperativa, poniéndole una mano en la boca. Tenía la cabeza inclinada como para percibir mejor los sonidos. Creía haber oído algo, un ruido amortiguado que parecía venir de algún punto alrededor.

Entonces empezaron a escucharlo, un ruido todavía lejano pero que iba en crescendo aumentando su intensidad. Alba, a quien la oscuridad del túnel había tenido en vilo todo el tiempo, se agarró instintivamente a las piernas de Isabel. En seguida estuvo segura de qué se trataba: eran pasos, ¡pasos que se acercaban!

Su primera reacción fue pensar en
zombis;
espectros que recorrían los túneles inmundos, pálidos como la cera de una vela. Pero los pasos eran rápidos y uniformes no arrastrados y pesarosos, de modo que, en su interior, se permitió albergar un destello de esperanza. Su mente se volvió hacia el Escuadrón, habituados a rondar aquellos túneles inmundos.

—¿Hola? —se aventuró a decir entonces.

Los pasos se detuvieron.

Instantes eternos. Los puños de Alba se cerraban en torno a su pierna.

—¿Hola? —respondió una voz, que les llegó cargada con el eco aciago de los corredores.

—¿Quién es? —preguntó entonces.

—Parece que viene de allí —dijo una voz en la distancia.

—¿José? —preguntó de nuevo.

Escucharon un ruido amortiguado, como un
click,
y el túnel se iluminó de repente con una luz tenue y fantasmagórica. Se acercaba.

Entonces, desde el ramal de su izquierda, apareció un hombre portando un mechero en la mano. Al principio no lo reconoció, porque su rostro estaba distorsionado por las sombras alargadas de la llama, pero cuando sus facciones se volvieron familiares y conocidas, saltó hacia él con una exclamación de alegría.

—¡Juan! —exclamó, con una sonrisa radiante.

—¡Uf! ¿Isabel? pero ¡qué susto me has dado!

Se abrazaron en la oscuridad porque el mechero se había apagado al recibirla entre sus brazos, y ella sintió otra vez el cálido escozor en sus ojos.

Cuando Aranda encendió de nuevo el mechero para poder verla, sus ojos estaban acuosos y brillantes.

—Vaya tonta estoy hecha —dijo riendo, pero las vivencias del último día habían hecho estragos en sus nervios y la mano le temblaba cuando se enjuagó con el dorso.

—Isabel, ¿estás bien? —preguntó Juan, preocupado. Entonces vio a Alba que había avanzado para pegarse de nuevo a las piernas de ella. Abrió mucho los ojos.

—¡Pero bueno! ¿Qué tienes ahí?

—¡Oh! Mira, ésta es Alba, y éste de aquí, Gabriel.

Juan acercó el mechero para verles las caras, y al descubrir sus caras infantiles teñidas por la luz cálida y temblorosa, le embargó una emoción que no pudo determinar. No había pensado en ellos, pero volver a ver niños en aquel mundo de muertos era como ver el campo yermo que se cubre de flores cuando llega la primavera. Creía que el futuro estaba en encontrar otros supervivientes, pero la verdadera esperanza la tenía delante. Lo vio en los ojos chispeantes de la pequeña, y en la expresión inteligente de él.

—Fantástico —dijo con una sonrisa. —Pero ¿qué...?

—Es una larga historia, Juan. Muy larga —replicó ella—. Pero estos niños me salvaron la vida. ¿Podemos esperar a llegar a casa para contártela?

—Claro —dijo dubitativo— pero, ¿estáis bien?

—Muy bien. Ahora sí.

—Yo también tengo cosas que contar, mira.

Se dio la vuelta y dejó que la llama iluminara a dos hombres que le esperaban detrás. Uno era joven, y portaba una ametralladora colgando del cuello por un cinto. El otro tenía el pelo canoso y parecía mayor.

—Isabel, el profesor Jukkar y Marcelo, aunque le llaman Sombra.

Intercambiaron apretones de manos y unas palabras amables, y en sus bocas brillaron las sonrisas. Isabel se alegraba de estar de nuevo entre adultos, aunque la mayoría fueran desconocidos. Cuando reanudaron el viaje dejó que Juan fuera primero, y experimentó una sensación de alivio al ceder la carga de responsabilidad que le había tocado con los pequeños.

A Juan los túneles le traían recuerdos que no había vuelto a recorrer desde que hizo ese mismo trayecto, hacía mucho tiempo, cuando encontró Carranque por casualidad. Sin embargo, pronto empezó a relatar la peripecia en los estudios de Canal Sur y su conversación con el teniente Romero. Isabel escuchaba fascinada la historia; finalmente había una esperanza para todos ellos, la reconquista del ser humano de toda la parafernalia estructural que habían construido, poco a poco, a lo largo de los últimos tres mil años.

Aunque Sombra hizo escasas aportaciones a la conversación, Jukkar se entregó a la tarea de teorizar sobre la importancia de analizar el estado del virus Necrosum que tanto Aranda como el padre Isidro llevaban latentes en la sangre. Hablaron de la posibilidad de que el ser humano pudiera, al fin, caminar entre los muertos. Las tareas de limpieza y recuperación de las ciudades se volverían rutinarias.

Y así caminaron por los subsuelos de la ciudad, bajo los muertos ignorantes en las calles vacías de que sus presas se arrastraban bajo ellos.

Y caminaban felices, por cierto, sintiendo que estaban a las puertas de un nuevo comienzo.

Hasta que llegaron a casa.

Isabel subió primero porque esperaban encontrar las viejas y conocidas pistas, y quizá también a Dozer y su equipo dedicados a sus entrenamientos, o a algún otro miembro de la comunidad dando un paseo a primera hora de la mañana, antes de comenzar los trabajos.

Pero mientras retiraba la tapa, Isabel volvió a experimentar una profunda inquietud.

¿Cómo me secuestraron, cómo?

Y cuando se enfrentó a la espantosa imagen del edificio convertido en una ruina humeante, con débiles columnas de cemento despuntando entre los escombros como esculturas deformes de algún artista abstracto, sus preguntas quedaron contundentemente resueltas.

—No... nononono... ¡NO!

Aranda se sobresaltó y agarró los hierros de la escalera de mano para subir tras ella. Pero Isabel no había salido del todo y le impedía pasar, o ver cualquier cosa. Sin embargo todavía olía a humo, y recordó el incidente de la brecha con una preocupación creciente.

—¿Qué pasa? Isabel, ¡¿qué pasa?!

Isabel terminó de subir a la superficie con las manos apretadas contra el pecho. Estaba ligeramente encorvada, como si le atenazara un profundo dolor.

Juan asomó la cabeza, y lo vio. Su asombro era tal, que abrió la boca para decir algo solo para descubrir que no podía articular palabra. No quedaba nada. La estructura principal había sido demolida, y parte de ésta se había colapsado sobre el ala del comedor que ahora aparecía arrasada con solo parte del muro principal en pie. Por todas partes había cascotes de gran tamaño esparcidos por los alrededores. De repente, parecía que había pasado fuera más de mil años, y que ahora volvía a un lugar deslavazado y castigado por el paso del tiempo.

Y había
zombis.
Varias docenas de ellos vagando por todo el perímetro.

—¿Qué... qué ha pasado? —logró decir, saliendo fuera.

Isabel quiso explicarle. Ahora entendía. Pero una infinita amargura la tenía sometida, y con lágrimas en los ojos negó con la cabeza. Sombra emergió a su lado, hipnotizado por la terrible destrucción a la que se enfrentaba.

—No tuve que haberme ido —dijo, mirando los cadáveres que había alrededor. —¡No tuve que haberme ido!

Cogió la ametralladora del cuello de Sombra.

—Dile a Jukkar que se quede con los niños, que no suban.

Y entonces avanzó hacia los
zombis
disparándoles. Su puntería no era buena, pero podía acercarse a ellos tanto como era necesario para asegurarse un disparo limpio en plena cabeza. No se paraba a mirar atrás cuando caían al suelo convertidos en los cadáveres inertes que siempre debieron ser; avanzaba de uno a otro ejecutándoles, deteniendo la vida sobrenatural que sus cerebros infectados con Necrosum, les proporcionaba.

Y aunque no era un hombre de armas, encontraba una infinita satisfacción en ello.

* * *

Susana se despertó sobresaltada. ¡Eran disparos! José, que había pasado la noche vigilando, ya corría hacia el balcón cuando ella se incorporaba sobre el sofá en el que había quedado dormida. Moses abría los ojos en ese mismo momento con la ropa empapada en sudor. Había tenido sueños terribles en los que Isabel se alejaba corriendo por un túnel oscuro cargando con su pierna cercenada y podrida de gangrena.

Vieron a Aranda, perfectamente reconocible gracias a su cabellera negra recogida con una cola, disparando a los
zombis
con algún tipo de arma en las pistas. A poca distancia estaba Isabel, en compañía de un hombre al que no consiguieron reconocer.

—¡El Séptimo de Caballería! —exclamó José, lleno de júbilo pese al cansancio.

—¡Juan! —gritó Susana, llevándose ambas manos a la boca para conducir mejor el sonido.

Pero los disparos eran fuertes y frecuentes, y no la escucharon.

—Moses, ¡deberías venir a ver esto!

Moses se acercó a ellos cojeando. La pierna le dolía, aunque Susana la había limpiado y vendado fuertemente con unos trapos limpios antes de acostarse.

Cuando vio a Isabel sintió un alivio infinito, y el dolor desapareció de su mente.

—Dios mío, gracias a Dios, gracias —dijo, con la barbilla temblorosa por la emoción. José le dio una palmada en la espalda.

Probaron a llamarles de nuevo, pero los muertos habían hecho crecer en tono su letanía azuzados por los sonidos de los disparos, y tampoco esta vez consiguieron hacerse oír.

—No importa —dijo Moses, con los ojos llenos de Isabel—. ¡Vamos con ellos! A este paso, Juan habrá limpiado Carranque en pocos minutos. ¡Bendito sea!

Se dirigieron entonces hacia la puerta, pero cuando Susana cruzó el umbral la madera del marco estalló con una violencia brutal cerca de su cabeza. El sonido de un disparo reverberó por todo el rellano, rebotando por paredes y techos.

Susana apenas tuvo tiempo de lanzarse hacia atrás, con el corazón encogido.

—¡Hostia! —exclamó José, cogiéndola por las axilas.

Un nuevo disparo explotó cerca de la pared, arrancando un trozo de yeso que se pulverizó en una fina nube.

—Cuidado —dijo Susana— atrás, ¡atrás!

—Tiene que ser ese hijo de puta —soltó José, apretando los dientes.

—Isidro, sí —dijo Susana, ceñuda.

—Y solo funciona un rifle, ¡coño! —dijo José, mirándose las manos desnudas y sintiéndose impotente sin su arma.

Pero en ese momento Moses se desgarró la pechera del mono de trabajo. José y Susana lo miraron, sorprendidos.

—Tengo un plan —dijo, con el semblante serio.

* * *

El padre Isidro experimentaba ahora una excitación como no la había conocido ni en los días amables de su juventud. Había fallado, sí, pero tenía aún trece balas en el cargador y apuntaba a la puerta sujetando su arma con ambas manos.

Ni siquiera tenía que bajar los brazos para descansar. Llevaba horas así, testigo silencioso de la luz que iba aclarando la oscuridad a medida que el día avanzaba, impertérrito. Había descubierto que su cuerpo ni siquiera sentía la necesidad de pestañear: podía prestar toda su atención a la madriguera de las ratas.

Entonces escuchó un grito, un grito de mujer procedente del interior de la vivienda. A éste le siguió otro, esta vez de un hombre; un grito desgarrador que encerraba todos los matices del pánico. Hubo dos disparos más y el padre Isidro se encontró sumido en un torbellino de pensamientos relámpago. ¿Qué estaba pasando, estaban peleando, las ratas? ¿Alguna rencilla quizá entre sus espíritus corruptos, no era así como acaban los impíos? ¿Acaso el mal no engendra al mal?

Hubo un tercer disparo más y otro grito, esta vez más largo y apagado que terminó desapareciendo ahogado en sí mismo.

Y después, silencio.

Esperó concentrando todos sus sentidos en captar algo, algún sonido que le permitiera obtener más pistas sobre lo que estaba pasando. Casi cuando había decidido asomarse otra vez, escuchó un ruido arrastrado de pasos. La figura parsimoniosa y bamboleante de un hombre empezó a emerger por el umbral, con los brazos ligeramente extendidos. Su ropa estaba desgarrada, su boca y manos manchadas de sangre y sus ojos eran blancos.

¡Era uno de los suyos!

Oh, los designios del Señor eran inescrutables desde luego, pero aquello superaba sus más locos sueños. ¿Era así como acababa todo, con uno de sus soldados sorprendiendo a las ratas por la espalda? ¿Era posible que aquel peón del plan magistral de su Señor hubiese estado oculto en alguna parte de la casa y se hubiera reactivado por mor del disparo? Se levantó de su posición sonriendo con su perfecta dentadura, y avanzó hacia la puerta para espiar el interior.

Y cuando lo hizo, el
zombi
se giró de repente y le cogió por la espalda pasándole un brazo por el cuello. El padre Isidro no pudo reaccionar a tiempo, tan sorprendido estaba. Le cogió de la cabeza con la mano libre y tiró de él hacia atrás obligándole a curvarse. La pistola cayó al suelo, donde rebotó un par de veces y quedó inerte.

—¡Lo tengo! —gritó el
zombi.

Susana y José emergieron del interior, a la carrera.

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