Necrópolis (62 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

¡Traición!
pensaba Isidro, invadido por una rabia enloquecedora. Sus ojos estaban despavoridos. Levantó las manos e intentó agarrar la cabeza de su captor, pero no tuvo tiempo. José llegó hasta él y le sujetó los brazos.

—¡Deprisa! —gritó Moses, quien cada vez tenía más dificultades para contrarrestar sus alocados movimientos de culebra. —¡Qué fuerte es!

Parecían bailar en círculos a medida que el padre se sacudía intentando liberarse. Con cada acometida, José tenía que reunir fuerzas para volver a agarrarle. El padre Isidro siseaba, espurreando una baba densa y blancuzca. Susana, presa de excitación buscaba un punto en el que poder asestarle un culatazo con el rifle, pero todavía no había encontrado el momento.

Inesperadamente, Isidro consiguió liberar una mano y agarrar a José por el brazo. Sus dedos eran como cinceles de hierro cerrándose alrededor de su carne y despertando un dolor superlativo. José intentó gritar, llevado a las puertas de un dolor que no creía siquiera existir. Sin poder evitarlo, soltó el otro brazo del sacerdote y éste lanzó ambas manos hacia su cuello con una rapidez fulgurante cerrando la tenaza en torno a él. La presión fue descomunal, y cuando creía que los tendones iban ya a ceder con un chasquido cogió sus manos con las suyas y tiró contrarrestando la fuerza de la presión.

Sin embargo Susana encontró entonces el punto que buscaba. Le puso el cañón en la mejilla, apretando su carne tirante y reseca hasta provocar una hendidura y apretó el gatillo.

El fogonazo abrasó la piel alrededor del cañón, pero no duró mucho. La bala penetró a una velocidad endiablada arrastrando el hueso a su paso. Toda la parte de la mandíbula se desprendió, rodeada de una lluvia de dientes y sangre que salieron despedidos por el lado opuesto hasta estrellarse contra la pared. Gritando por la impresión, José le soltó instintivamente retrocediendo un par de pasos.

Sin embargo, José caía al suelo de rodillas incapaz de sostenerse por más tiempo: su cara estaba roja, de un color vivo intenso, y el padre Isidro con la lengua asomando como un pene flaccido y amoratado le miraba todavía con odio.

—Fzzfgsstgg
—dijo, agitando la lengua que ahora se asemejaba más a un gusano abyecto, gordo e hinchado.

Susana, sacudida por el terror no lo dudó más. Le apuntó a la cabeza y disparó por segunda vez.

El impacto fue formidable: arrastró su cuerpo un metro a su derecha y lo derribó contra la pared, donde quedó postrado con la cabeza torcida y sus ojos blancos mirando hacia algún punto indeterminado. José cayó al suelo donde quedó a cuatro patas, libre por fin de la tenaza mortal. Tosía y jadeaba, intentando recuperar el aliento.

—¿Estás bien? —preguntó Susana.

—¡No! —exclamó.

—Se ha acabado —dijo Moses, mirando el cadáver del sacerdote con una mezcla de asco y fascinación.

—Sí. Se ha acabado —dijo Susana, ayudando a José a incorporarse.

José había recuperado el aliento, pero su cara seguía hinchada y surcada por venas y sus ojos estaban ligeramente abultados.

—Casi se nos escapa de las manos —dijo Susana entonces.

—¿Quién podía prever esto? Su fuerza...

—Era como la de un
zombi —
terminó ella.

—Sí. Quizá lo era. O algo parecido. Nadie sigue estrangulando a alguien cuando ha perdido toda la mandíbula, ha sido escalofriante.

—No sé cómo ha funcionado este loco plan.

—Puse los ojos en blanco. Se lo tragó —dijo Moses, con un esbozo de media sonrisa dibujada en su cara.

—Está bien, basta de esto. Vámonos abajo, ¡vamos con los otros!

—S-sí —exclamó José, respirando hondamente.

Pero antes de bajar Moses miró hacia atrás al cadáver del sacerdote, que ahora parecía mirarle directamente a los ojos.

—Eso es por el Cojo, hijo de puta —dijo en voz baja, y desapareció por las escaleras.

* * *

Aranda casi había terminado de exterminar a los
zombis
cuando Susana, José y Moses aparecieron desde la parte de atrás por la misma abertura que utilizaran Reza y Dustin después de causar la espantosa destrucción de Carranque.

Apenas lo vio, Isabel corrió hacia él. Moses la esperó anegado en lágrimas con los brazos abiertos. Se abrazaron intensamente, y él buscó los labios de ella y los apretó con firmeza con los suyos, y así permanecieron unos instantes, olvidados incluso de respirar.

—¡Estás viva! —exclamó Moses, sonriendo.

—¡Tú también! —miró sus ropas desgarradas, sus brazos manchados y la venda en la pierna.

—Dios mío, ¿estás bien?

—Estoy bien, estoy bien, pero ¿dónde has estado? Tenía tanto miedo.

—Ya te lo contaré —dijo, y una sombra cruzó sus ojos, pero luego volvió a abrazarlo y a sentir su corpachón y otra vez experimentó una súbita alegría.

Después de un rato se encontraban todos reunidos. Los zombis habían sido expulsados de las pistas, uno a uno, y las verjas de la entrada aunque dobladas y arruinadas por efecto de la explosión, bloqueadas con grandes cascotes que arrastraron hasta allí. Habían recuperado parte de su hogar, aunque había sido destruido.

Isabel no contó su historia completa, tan solo la parte del rapto y de la valiente actuación de los niños. Por el momento, al menos, prefería guardársela para sí, pero entre los relatos que compartieron juntaron las piezas del puzzle que se había gestado a lo largo de la jornada. Habían sido solo veinticuatro horas, pero de las peores que habían vivido en toda su vida. La noticia de la caída de Uriguen y Dozer fue recibida con especial tristeza, y Susana volvió a sumirse en oscuros pensamientos, aunque no lloró; ya no le quedaban lágrimas.

Justo cuando Gabriel iba a hablarles del motivo que les había llevado a rescatar a Isabel, incluso temiendo que el extraño don de su hermana fuera recibido con suspicacia e incredulidad, escucharon un ruido extraño y lejano.

—¿Qué es eso? —preguntó Aranda, incorporándose.

—Parece... —dijo Moses sentado junto a Isabel.

Pero no tuvo que decirlo.

Desde el este llegaban, inconfundibles en el cielo azul, dos helicópteros de color verde oscuro.

Hubo expresiones de asombro y gritos de franco júbilo. Moses e Isabel se abrazaron y Alba los miraba con la boca abierta, como si estuviera asistiendo a la mismísima cabalgata de gala de algún parque de atracciones de Disney. Sombra y José empezaron a dar saltos, sacudiendo los brazos para hacerse ver. Pero no hacía falta: los helicópteros viajaban directamente hacia ellos.

Levantando grandes polvaredas los aparatos comenzaron el descenso en mitad de las pistas, a unos veinte metros de donde ellos estaban. Se cubrieron los ojos con los brazos, aunque en las sombras que éstos proyectaban sobre sus caras despuntaban las sonrisas luminosas.

Los primeros en descender fueron dos hombres vestidos con los uniformes del Ejército equipados con subfusiles, que avanzaron unos metros y se quedaron a cada lado, protegiendo el perímetro del helicóptero. Después bajó otro hombre, que se dirigió resueltamente hacia ellos.

Juan ya sabía quién era; lo había intuido desde el mismo momento que vio los helicópteros, al fin y al cabo, fue él mismo quien le reveló su posición.

—Buenos días —saludó el hombre al acercarse, levantando la voz para hacerse oír por encima del ruido de las hélices, que no se habían detenido—. ¿Están ustedes bien?

Hubo síes y comentarios mezclados; todos querían hablar a la vez presas de la excitación.

—Muy bien. ¿Alguno de ustedes es Juan Aranda? —preguntó.

—Soy yo —dijo Aranda, acercándose más a él. —Usted debe ser el teniente Romero.

—¡En efecto! ¿Cómo está usted? Es un placer verle por fin.

—¡Han venido!

—Sí, hemos venido. Cuando la comunicación se cortó, temimos lo peor. —Echó un vistazo furtivo a las ruinas humeantes que quedaban tras el grupo de supervivientes. —No demasiado tarde, espero.

—No es culpa suya —dijo Aranda, mudando su expresión a una más grave. —Hemos tenido algunos problemas. Nosotros somos los únicos que quedamos.

—Entiendo —dijo el teniente. —Lo siento. Me dijo usted que eran unos treinta.

—Sí. Pero...

—¿El sacerdote que me comentó, está vivo?

—No, ¡ha muerto! —dijo José.

—Oh. Eso es fastidioso. Teníamos un gran interés en él.

Sacó una pequeña libreta que tenía en el bolsillo de la camisa y, tras consultarla brevemente recorrió al grupo con la vista. Reparó en Jukkar inmediatamente.

—¡Usted es Jukkar! —dijo.

—¡Sí, sí, yo soy! —dijo Jukkar, adelantándose y saludando con la mano.

—Perfecto. Investigamos su nombre, los científicos que tenemos están deseando que se reúna usted con ellos.

—¡Sí, yo encantada de colaboración! —exclamó torpemente, súbitamente ruborizado.

—Perfecto —contestó el teniente, visiblemente complacido—. Hemos traído dos helicópteros, ¿están listos para venir con nosotros?

—Estamos listos, teniente —dijo Aranda, sonriendo.

Otra vez compartieron abrazos y gritos de alegría, y uno tras otro fueron subiendo al helicóptero, con los cabellos tremolando enloquecidos por el fuerte viento que despedían las hélices.

En un momento dado, el teniente cogió a Aranda del brazo.

—¡Tengo instrucciones de que usted venga en mi helicóptero, conmigo! —dijo entonces a voz en grito. El ruido de las aspas y el motor de los helicópteros era ensordecedor.

—¿Ah? ¡Está bien...! —contestó Aranda, acompañando al teniente.

José fue el último en subir.

—¡Tengan cuidado y abróchense bien los cinturones!

Los helicópteros eran de transporte de tropas, y la parte de atrás estaba abierta sin puertas.

Cuando despegaron, todos sonreían y se miraban con gestos felices, pero cuando los helicópteros viraron para girar tuvieron los restos de Carranque a la vista y la sonrisa se congeló en sus rostros. Nadie dijo nada, pero todos se despidieron de los compañeros caídos. Era lo que habían esperado tanto tiempo, y era terriblemente injusto que tras vivir escalofriantes episodios de supervivencia individual y resistir durante tres meses, les hubiesen rescatado un día después de perecer.

José había dejado su mochila en el suelo, a sus pies, pero con tan mala fortuna que al escorar el helicóptero, la mochila resbaló por su superficie y se precipitó al vacío.

En plena caída, la mochila se abrió desparramando su contenido. Entre los diversos objetos que parecían revolotear en el aire, el Diario del Capitán Diez cayó volteándose sobre sí mismo hasta chocar contra el suelo de la pista donde rebotó contra el suelo hasta tres veces y se quedó abierto, junto a uno de los cadáveres de los
zombis.
Una suave brisa se levantó de pronto e hizo pasar las páginas perezosamente, hasta que perdió fuerza y se paró.

Allí se leía:

7 de Diciembre

Hemos conseguido escuchar noticias a través de la emisora de onda corta del barco, que se había descompuesto varios días atrás. La dicha duró poco. Después de un rato dejó de funcionar otra vez y no pudimos echarla a andar. Sin embargo, las noticias han minado todos nuestros ánimos. Nos han dicho que desconfiemos de la ayuda de los militares, si alguna vez recibimos ayuda. Ahora ya sé por qué nadie responde en ninguna parte ¿por qué tiene que ser así el ser humano? Me parece horrible e inexplicable. Dicen que están buscando desesperadamente una cura y que por eso no están enviando ayuda a las ciudades, porque no tienen capacidad para alimentar y cuidar de los grupos de supervivientes que quedan. La población civil es desdeñable. Eso lo explica todo. Malditos bastardos. Si alguna vez llegamos a alguna parte, ¿qué encontraremos? Una maldita necrópolis. Eso es lo que encontraremos: una Necrópolis.

FIN

AGRADECIMIENTOS

Hay un buen número de amigos y familiares a los que he recurrido para escribir este libro, y merecen que los recuerde aquí brevemente.

Mi familia ha hecho que la aventura de publicar un libro se convierta en una experiencia tan dulce como pueda uno imaginar, por todo el apoyo que me han brindado en repetidas ocasiones. A todos ellos les debo el coraje de haberme involucrado en la creación de este libro, y para ellos va dedicado. No hay palabras para agradecer a mi mujer, Desirée, lectora cero de esta obra y sufridora de multitud de elucubraciones sobre el desarrollo de la novela. Te quiero,
mor.

Marcos Pérez proporcionó valiosa información sobre diferentes aspectos armamentísticos sobre los que tenía dudas. Antonio Ramos me brindó un plano del puerto de Málaga para ver si era posible que un barco como el
Clipper Breeze
pudiera llegar tan adentro y chocar contra el muelle. Athman puso en boca de Uriguen todo su conocimiento sobre muros de hormigón y sus características. Ángel Villán sugirió que para esta continuación podría usar un grupo de extranjeros aburridos que se dedicaran a cazar
zombis
con armas de alta tecnología, y de esa semilla surgió el Grupo de Caza. Sergio Kinea se tomó el trabajo de revisar las primeras galeradas en busca de erratas, de las que tuvo a bien localizar algunas; en pago de este servicio uno de los personajes de este libro lleva su nombre. David Sánchez se tomó un trabajo ímprobo en recopilar material sobre explosivos, armas, lanzacohetes y su munición, y describirlas de una forma tal que casi pude oler la pólvora: sus kilométricos mensajes privados llenos de fotografías, esquemas y diagramas merecen ser agradecidos aquí. Víctor José Sayabera publicó la idea original de la resistencia en Valencia de las Torres en un post en un foro que he utilizado en el primer capítulo. Gracias especiales a todos los grandes amigos de somosleyenda.com, mi casa en Internet, por el soporte moral continuo recibido en miles de mensajes cariñosos de ánimo que alegraban mis días de producción. Ángel Gómez, de Radioaficionados, tuvo la paciencia de explicarme cómo funciona una radio de onda corta para el capítulo en Canal Sur, amén de una docena de anécdotas que luego puse en boca de Jukkar. De Reinhard Bonnke tomé sus estudios sobre su Dios Flamígero, que sirvieron para los discursos del padre Isidro. Un saludo cariñoso va también para los compañeros de Nocte, la Asociación de Escritores de Terror, por todos los ánimos y consejos. También debo agradecer a Vicente, Sandro, Álvaro Fuentes y Alicia Pulido todo el trabajo que se han tomado para que Los Caminantes tuviera el éxito que ha tenido, y que ha propiciado esta segunda parte. Un entusiasta abrazo va para ellos. Por último, todo mi agradecimiento va para Fernando Martínez Gimeno y David Jasso, por sus trabajos en la corrección del libro, y sus comentarios.

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