Anduvieron todavía un buen rato perdidos, intentando encontrar el estudio de la emisora. Una de las estancias contenía varias cámaras de un tamaño gigantesco, cubiertas por lonas de tela. Sus cabezas móviles enfocando el suelo les hacía parecer ingenios mecánicos dormitando en la penumbra. Finalmente, en mitad de un corredor encontraron una puerta que decía escuetamente: ESTUDIO A. Dentro, encontraron una pequeña sala de espera iluminada por unos neones en el techo.
—¡Es esto! —exclamó Aranda, mirando a través del cristal que había en una de las paredes. Allí vieron dos habitaciones comunicadas a su vez por un panel de vidrio de media altura. Se trataba de la tradicional estructura de emisora de radio; en una de las salas predominaba una mesa grande llena de micrófonos —conectados a un aparato central— y en la otra había una consola enorme llena de controles, varios micrófonos que colgaban de un gancho móvil, y una mesa adicional con varias pantallas planas emplazadas a lo largo de una estructura metálica.
—Es esto, tío —repitió Sombra, con las palmas de ambas manos apoyadas en la vidriera.
Entraron en la habitación que olía a cerrado, y se sintieron a la vez abrumados y excitados por la cantidad de controles y ordenadores que tenían delante. Cuatro torres de PC se encontraban bajo la mesa con las pantallas y una quinta parecía controlar el panel principal.
—Parece complicado que te cagas —dijo Sombra.
—Encendedlo todo, a ver qué pasa —dijo Aranda.
Pusieron en marcha los ordenadores, que cobraron vida con el característico ruido del ventilador y un par de pitidos. Las pantallas se encendieron casi en el mismo momento resplandeciendo brevemente y mostrando información del sistema operativo. Jukkar conectó también la mesa de mezclas. Varias luces se encendieron parpadeantes, hasta que se estabilizaron con un reconfortante color verde.
A medida que los ordenadores arrancaban sin incidencias, la sonrisa de los tres hombres se fue acentuando; una inesperada sensación de triunfo se abría camino en sus corazones y se encontraron echándose los brazos al cuello y dándose palmadas en los hombros y las espaldas. Juan había tenido serias dudas sobre conseguir su propósito, pero empezaba a pensar que quizá, contra todo pronóstico, todo fuera a funcionar. Mientras los aparatos completaban el arranque, Sombra localizó otro interruptor cerca de la pared, y al pulsarlo, los micrófonos crepitaron brevemente. Los engranajes giraban.
Pero justo cuando saboreaban ya las mieles del triunfo, las pantallas volvieron a parpadear y regresaron con un fundido suave, mostrando una caja de diálogo donde se leía:
Nombre de Usuario
y debajo
Contraseña.
—No puede ser —susurró Aranda, con la vista fija en el pequeño cursor parpadeante. ¿Así era como acababa todo? El
súmmum
de la tecnología humana, un compendio de conocimientos que eran individualmente grandes logros en sí mismos, les cerraba las puertas de la comunicación elemental: la transmisión de un simple mensaje.
—Pero es terrible —comentó Jukkar, pasándose una mano por la barbilla donde empezaba a despuntar una incipiente barba.
Aranda cogió el teclado con ambas manos y se lo acercó, escribiendo algunos caracteres y pulsando
Intro.
El ordenador respondió inmediatamente.
NOMBRE DE USUARIO O CONTRASEÑA INCORRECTOS.
—¿Qué pasa? —preguntó Sombra leyendo las terminales.
Juan, con el ratón en la mano, pulsaba en los botones de
Aceptar
y
Cancelar
alternativamente mientras la consola repetía con sorna el mismo mensaje, una y otra vez.
—Ah, ¡qué fastidioso! —bramó Juan, arrojando el ratón a un lado. —Mirad por todas partes, en los cajones, en alguna etiqueta adhesiva pegada a los ordenadores, quizá tengan la contraseña apuntada por ahí.
Se pusieron manos a la obra en aquél mismo momento revolviéndolo todo. Sombra se subió a la mesa para mirar detrás de las pantallas, y Juan se agachó para buscar alguna nota pegada bajo el tablero. En un momento dado, Jukkar se acercó a un pequeño dispositivo que habían pasado por alto y lo miró durante un rato con cierta fascinación.
—¡Pero claro! —dijo—. ¡Es fantástica!
—¿Lo ha encontrado? —preguntó Aranda, esperanzado.
—¿Cómo? Ah, nonono, es... ¡es esto, mire!
Se acercaron a ver el aparato que Jukkar les señalaba, una rudimentaria caja negra con varios diales, botones y medidores de frecuencias de algún tipo.
—¿Es una radio? —aventuró Juan.
—¿Cómo no pensar en esto? —comentó Jukkar, sentándose en la silla que tenía delante preso de una repentina excitación.
—Es emisora, onda corta, ¿entiende? Yo usa mucho esto cuando trabajo en Noruega, hace muchos años, estudiando bacterias en el hielo. Yo sabía que emisoras de radio suelen tener una para comunicar entre ellas, ¡pero había olvidado! puede que podamos escuchar bandas de emergencia si hay una, si aún funciona.
—Coño —dijo Sombra entonces—. ¡Es verdad! Yo tenía un colega que era un fiebre de estas cosas, estaba siempre hablando de comunicaciones aeronáuticas internacionales y emisoras clandestinas, había unas que emitían todo el rato una serie de números que nadie sabía para qué servían. Incluso podía escuchar satélites rusos y norteamericanos en órbita baja.
—¿En serio? —preguntó Aranda, fascinado.
—¡Sí, sí! Onda corta muy potente —dijo Jukkar mientras se ponía los auriculares y acercaba el micrófono. —Recordad Segunda Guerra Mundial, el
Deutscher Europa Sender,
propaganda nazi que enviaban a América desde Austria, todos cinco continentes invadidos, ah, y el espectacular
Deutschlandsender
de quinienta kilovatios. ¿Recuerda Chernobyl? Cuando yo trabaja en mi país yo supe de incidente treinta horas antes, usando ordenador con radio de onda corta y agencia TASS, también primera guerra del golfo en Iraq, yo supe unas horas antes, oh, y la Interpol era buen compañero de soledad con emisiones de busca y captura.
—Un momento —pidió Aranda, superado por el inesperado torrente de información. De repente había olvidado el problema de la contraseña.
—¿Está diciendo que podemos hablar con el mundo entero, profesor?
—Yo piensa que ahora más que nunca. Todo depende de antena, ¡pero estamos nosotros en sitio mejor para eso! No hay tanta interferencia. Y miren este equipo hermoso, escáner con búsqueda automática, multibanda. ¡Veamos!
Permanecieron en silencio, expectantes, mientras Jukkar operaba los diales con la mano izquierda apretando el auricular contra la oreja. De tanto en cuando pulsaba algún botón y volvía a accionar las ruedas hacia uno y otro lado. La aguja pasaba con monótona parsimonia por todos los registros de la frecuencia mientras iba hablando por el micrófono:
¿Hola, hay alguien?
y a menudo utilizaba las siglas CQ.
—¿Funciona profesor? —quiso saber Aranda.
—Yo piensa que sí, pero hace mucho tiempo, y este aparato muy complicado, muy moderno —dijo, apesadumbrado.
—Pruebe las bandas de emergencia. Protección Civil, Cruz Roja... cualquier organismo de seguridad —dijo Aranda.
Jukkar asintió con la cabeza.
—Yo recuerda canal de emergencias es el nueve en CB para Europa, pero parece que muerto ahora. Yo prueba con el diecinueve, de carretera.
—¿Y las militares? —preguntó Sombra.
—Mayor parte de tráfico militar sensible es cripto... codificada, o enviada por satélites, pero todavía muchas transmisiones pueden ser escuchadas.
De pronto enmudeció, y tras unos segundos ladeó la cabeza como si hubiera captado algo. Aranda y Sombra, a ambos lados se congelaron, como si al moverse temieran interrumpir la conexión. Estaba en la banda de 20 metros, perfecta para contactos lejanos, en la frecuencia del centro de actividad de emergencia mundial.
—¿Hola? —preguntó al micrófono.
—¿Le responden? —quiso saber Aranda. Pero Jukkar estaba concentrado en el sonido crepitante y lleno de artefactos, intentando recuperar la señal que creía haber captado por un breve instante.
—Me ha parecido que yo escucha algo —dijo Jukkar despacio. —Si yo pudiera hacer sonido en alto.
Pulsó un interruptor en la consola y la habitación se llenó de un ruido arrastrado, cortado a intervalos regulares por pequeños episodios de silencio. En ocasiones, el sonido se asemejaba al que produce un tren cuando se arrastra por la vía muerta en una estación antes de detenerse; en otras, les llegaba el estrépito tumultuoso propio de los televisores analógicos sin señal. Y de pronto, en mitad de la confusión, escucharon algo.
—
... ita ... lante ... vor...
—Dios mío —soltó Aranda, llevándose la mano a la boca.
Jukkar pulsó un par de botones en el escáner.
—Quizá demasiada potencia —dijo.
Escucharon de nuevo, intentando buscar patrones reconocibles entre el ruido blanco de la estática.
—¿Hola, hola? —repetía Jukkar.
Y justo cuando comenzaban a dudar de si realmente habían escuchado algo legible, los altavoces crepitaron por última vez antes de emitir una frase:
—Estación sin identificar, repita por favor.
Aranda fue el primero en levantar los brazos en señal de victoria con la boca formando una O perfecta, y Sombra soltó una eufórica exclamación de alegría. Mientras se abrazaban brevemente movidos por el alivio y la sensación de triunfo, Jukkar batió palmas visiblemente alterado; el sudor perlaba su frente y sus mejillas refulgían con un rojo violáceo.
—¡Hola! —dijo Jukkar, acercándose el micrófono un poco más—. ¡Nosotros le escucha!
Hubo unos segundos de silencio que parecieron alargarse y extenderse en el tiempo. Aranda parecía una versión en piedra de sí mismo, con los músculos de la mandíbula tensos por la presión que ejercía con los dientes.
—Le escucho, ¡le escucho, estación sin identificar! —dijo la voz por los altavoces. Sonaba enlatada, demasiado metálica y embutida en una cacofonía de ruido blanco, pero era una voz humana después de todo, y el brillo de la ilusión se asomaba en los ojos de todos.
Jukkar tartamudeó algo en finlandés; sus manos temblaban alrededor del micrófono. Por fin, se levantó de la silla mirando a Aranda.
—Usted habla mejor el español —dijo.
Aranda se lanzó sobre la silla.
—¡Le escuchamos perfectamente!
—Dios mío —dijo la voz—. ¿Desde dónde transmite?
—¡Málaga, estamos en Málaga! ¿Dónde está usted?
—¡Málaga! —contestó con manifiesta sorpresa—. No habíamos conseguido hablar con nadie de Málaga todavía. Éste es el Campamento Orestes, en Granada. Transmitimos desde la Alhambra.
—¡La Alhambra de Granada! —exclamó Sombra.
—¿Es un campamento civil? —preguntó Aranda.
—No, es militar —un instante de crujidos y altibajos en la calidad de la transmisión. —Forma parte de la Unidad Militar de Emergencias pero contamos con varios cientos de civiles aquí, ¿ustedes cómo están?
—¡Cientos de civiles! —dijo Aranda perplejo, pronunciando con cuidado cada sílaba. Aunque siempre lo había sospechado, saber que aún quedaban tantas vidas humanas en alguna parte le insufló una inesperada alegría.
—Bien, estamos bien, somos una treintena de supervivientes, pero ¡empezábamos a pensar que éramos los únicos!
—Es estupendo oír eso, escuche, creo que debería alertar a mi superior de que están ustedes al habla, ¿entiende?
—Sí, nos hacemos cargo. Hágalo.
—Mantengo la frecuencia. No se retiren, por favor.
Brotó un breve chisporroteo y desapareció. Juan se echó hacia atrás en el respaldo de la silla, suspirando largamente.
—¡Cientos de personas! —dijo Jukkar, moviendo la cabeza pensativamente.
—Es una pasada —acordó Sombra. —Ojalá tuviera un cigarro, ¡la ocasión lo merece!
—Granada, quién lo iba a decir —comentó Aranda—, pero me parece un excelente lugar para establecer un refugio.
—¿Ha dicho algo del campamento Orestes? Sin duda debe haber otros —dijo Sombra.
—Sin duda, pero ¿por qué nunca vinieron a por nosotros?
—Bueno, eso puedes preguntarles.
Esperaron durante quince minutos, hablando animadamente sobre las posibilidades que se les presentaban. El ruido de la estática era fuerte, pero lo mantuvieron a ese volumen para poder captar las voces cuando regresaran. Era tan alto, de hecho, que ninguno prestó atención a los otros ruidos que se producían en otros puntos del edificio: gruñidos agrestes, inhumanos, un ocasional portazo en la lejanía, un golpe sordo que parecía nacer de los mismos pilares del edificio y reverberar por toda la estructura.
—Hola, ¿buenas noches? —dijo una voz de repente. La voz era más pausada que la anterior, madura y casi aguardentosa. Era de madrugada y Aranda supuso que había sido sacado de la cama, en mitad de un profundo sueño.
—¡Buenas noches, le escuchamos! —dijo Aranda inmediatamente, recuperando su posición de alerta en la silla.
—Sí, le recibimos perfectamente, ¿eh? A ver, soy el teniente Claudio Romero y transmitimos desde la base Orestes, que está emplazada en este momento en la Alhambra de Granada, ahora zona militar protegida y punto tres del Plan de Recuperación en Andalucía. ¿Desde dónde emiten ustedes?
—Buenas noches teniente, transmitimos desde los estudios de Canal Sur en las afueras de Málaga, pero estamos aquí de paso, yo y dos compañeros.
Se escuchó un fuerte carraspeo.
—Por los clavos de Cristo, ¿de paso, dice?
Sombra, con los brazos cruzados y la cabeza ladeada para interpretar bien las palabras, rió brevemente.
—Verá teniente, nuestro campamento está en Málaga, en la Ciudad Deportiva de Carranque, y ahora estamos a unos... —calculó a ojo—... doce kilómetros de distancia. Hemos venido para intentar emitir por radio.
—No podrán —dijo Romero con sequedad— no hay repetidores que funcionen en toda la provincia.
—Eh, bien, pero no lo sabíamos.
—Me tiene usted confundido —confesó el teniente a continuación—. ¿Cómo es la situación allí, cómo han podido recorrer doce kilómetros entre los
zombis?
Aranda suspiró. Como ocurrió en el aeropuerto, una diminuta pero estridente voz en su interior le chilló:
¡Cuidado!
pero un instante después decidió, casi de forma inconsciente, que no iba a seguir su sexto sentido esta vez. Lo había conseguido, lo tenía ahí delante; era lo que buscaban. La voz había cabalgado sobre las ondas electromagnéticas de la Tierra, rebotado en la ionosfera y permitido el milagro de la comunicación humana, y ahora los reductos civilizados que subsistían sabían al fin de su existencia. Y con lo que llevaba dentro, con la cepa controlada de Necrosum, ¿no sería posible comenzar verdaderamente la reconquista? Si los científicos y gente cualificada como Jukkar lo examinaban, ¿podrían finalmente determinar si estaba en peligro, o no, y comenzar a inocular a otros seres humanos; retomaría el hombre poco a poco las ciudades, el control de las cosas?