Aranda abandonó la moto y saltó el muro utilizando una señal de STOP como apoyo para superar la puerta de hierro. Mientras lo hacía contraía los músculos de la barriga, como si temiera que algún francotirador camuflado fuese a dispararle a la cabeza confundiéndolo con uno de los
zombis.
Pero no ocurrió nada de eso, y cuando sus pies se posaron en el suelo al otro lado empezó a pensar que tres meses es muchísimo tiempo. Jukkar y el resto del personal, probablemente se habían marchado en uno de los aviones de la base hacia algún destino más favorable. Probablemente Madrid, o Barcelona, donde a buen seguro había grupos organizados trabajando con Necrosum.
Decidió no avanzar por la carretera, sino por el lado izquierdo entre los árboles. A algunos cientos de metros se divisaban construcciones parcialmente ocultas por los altos y delgados troncos que tenían el aspecto de ser pequeños apartamentos de verano, con terrazas en la parte frontal y una disposición que buscaba la individualidad.
Ahora, entretejido en el frufrú de las hojas en los árboles, percibió el rumor distante y confuso de lo que parecían ser voces. El sonido llegaba entrecortado, probablemente debido al suave viento racheado que venía hacia él, por entre los árboles. Respiró hondo súbitamente excitado por la posibilidad de encontrar allí un reducto militar. Él había sido el último en ingresar en la Comunidad de Carranque y aunque nadie lo había mencionado, era un dato espeluznante. Se trataba de una ciudad entera, casi seiscientos mil habitantes y ya no llegaba gente nueva. No se veían luces por la noche. No había señales en el cielo, ni humo en las azoteas. No hablaba nadie por la radio, por difícil que fuera de creer. Y mientras esos funestos pensamientos le asaltaban, se dijo que más les valdría a los militares tener una buena excusa para no haber acudido en su ayuda.
Entonces, la madera de un tronco que tenía junto a su cabeza estalló en varias decenas de pequeñas virutas, y después llegó el sonido retumbante y estremecedor de un disparo que se abrió hueco en el silencio reconfortante de la arboleda como un trueno. Aranda se agachó atendiendo su instinto, súbitamente sobresaltado. Soltó una exclamación de sorpresa y decidió tumbarse en el suelo. Era justo como había temido.
Decidió hacerse notar como un ser humano, de la única forma que podía distinguirse de un
zombi.
—¡Eh, no dispare! —gritó, levantando un solo brazo y agitándolo en el aire.
Se produjo un silencio eterno en el que el sonido de su propia respiración parecía llenarlo todo. Escudriñaba como podía la distancia, intentado divisar al autor del disparo entre los árboles, pero durante un buen rato el horizonte permaneció inalterado.
—¡Por favor! —gritó de nuevo—. ¡Soy un ser humano!
Silencio.
Silencio.
Por fin, el ruido crepitante de la hojarasca empezó a ser audible a su izquierda. Aranda giró la cabeza, y vio a dos hombres armados avanzando hacia él todavía a cierta distancia. Esperaba ver soldados vestidos de uniforme, pero aquellos hombres eran civiles. Las ropas de uno de ellos parecía incluso demasiado grande para su tamaño y colgaba en pliegues desiguales.
—¡Soy un ser humano! —gritó, todavía sin atreverse a mover un solo músculo. Era la tercera vez que lo encañonaban y la segunda en el mismo día. Suponía que eso era lo que ocurría en todas partes del mundo, allí donde dos supervivientes se encontraban. ¿Cuántas víctimas habría causado el miedo, cuántas muertes se habrían producido por el solo temor a que otro ser humano te arrebate lo poco que tienes?
—¡No te muevas! —dijo uno de los hombres cuando estaban ya a unos diez metros. Ambos le apuntaban con algún tipo de ametralladora.
—¡Vale, no lo haré! —contestó Aranda, intentando sonar colaborador.
—Por Dios —exclamó el otro hombre— te lo dije, es un tío de verdad.
—¿De dónde cojones sale? —preguntó el otro visiblemente sorprendido.
—¡Eh! —llamó su compañero—, ¿hay alguien más contigo?
—¡No! Vengo solo —contestó Aranda.
Los dos hombres se dijeron algo en voz baja y asintieron en silencio mirando con suspicacia no solo a Juan, sino también alrededor.
—Ponte de pie, pero despacio —pidió uno de ellos al fin.
Aranda se incorporó con ambas manos en alto y los encaró. Parecían algo mayores, entre cuarenta y cincuenta años. Ambos lucían pobladas barbas desmañadas, y sus ropas estaban mugrientas y desvaídas como si hiciese bastante tiempo que las llevaban. Parecían indigentes, gente de la calle que ha descuidado su aseo más de lo debido. Uno llevaba un chaleco lleno de bolsillos que a Aranda le recordó el de los pescadores o los fotógrafos, y su compañero lucía un pañuelo rojo en el cuello. Lo que captó más su atención fueron sus ojos. Eran pequeños y estaban hundidos entre las arrugas que los circundaban, pero allí despuntaba un brillo frío.
No tienen miedo, la situación les es normal,
se dijo Aranda.
Estos hombres han pasado por esto demasiadas veces.
—Hola —saludó entonces, intentando romper con la hostilidad que se respiraba en el ambiente. Se sentía como embarcado en una extraña sensación de
dejá vú,
como si descendiera por un túnel intentando superar una experiencia vivida hacía solo unas pocas horas. —¡Es un placer ver gente viva de nuevo!
—¿De dónde hostias sales tú? —preguntó el hombre del pañuelo rojo.
De pronto sintió un brote de duda aflorando en su interior. Lo que tenía delante eran civiles armados en un campamento militar con tablas suficientes para parecer mercenarios curtidos en mil historias de combate. Gente que parece acostarse con la ropa puesta y dormir con un cuchillo en la boca un día tras otro. Era demasiado pronto para juzgarlos y lo sabía, pero siempre había confiado mucho en su intuición con la gente. Sabía calar bien a las personas; una especie de sexto sentido que le había servido muchas veces a lo largo de su vida. Aquellos hombres no destilaban la calidad humana de la gente que había encontrado en Carranque, por ejemplo. Allí el destino parecía haberse confabulado para reunir gente de bien, y no podía pensar en nadie que le hubiera hecho saltar la campana de alerta como no fuera Branko, de mirada esquiva y mascullador nato; pero incluso él parecía haber sido digerido por el ambiente de cordialidad que allí se generaba. Estos dos en cambio, parecían más bien del otro tipo de gente, no de los que forman parte de una comunidad, sino más bien de los que se quedan al otro lado de la puerta e intentan arrebatar lo que hay dentro.
Entonces, ¿les revelaría tan pronto la existencia de Carranque? Pensó que no. Todavía no.
A ver cómo van las cosas.
—Vengo de Málaga, se me ocurrió que aquí podría haber militares que pudieran ayudarme.
Los hombres intercambiaron una breve mirada.
—¿De Málaga?
—Sí.
Pañuelo Rojo sacó una pequeña radio del bolsillo y lo accionó. El aparato crepitó con un crujido.
—Paco... ¿Paco, me oyes?
¡Un aparato de radio! Aranda apretó los dientes. Cuán fácil hubiera sido localizar alguno para estar en comunicación con Dozer y los otros; ¿cómo no se le había ocurrido? No sabía muy bien cómo funcionaban, pero sí sabía que algunos modelos podían dar una cobertura de hasta sesenta kilómetros, más que suficiente para estar al habla con Carranque de forma permanente.
—Te escucho, Sombra —dijo una voz. Sonaba alta y clara, aunque amortiguada como si el sonido surgiera del interior de una lata.
—Tengo aquí un tipo del exterior, se ha colado dentro. Te lo juro.
Te lo juro,
pensó Aranda con suspicacia.
El opio de los mentirosos.
—Repite eso, Sombra —dijo la voz.
Sombra se dio la vuelta y se alejó un par de pasos como para hacer la conversación más privada. Sin embargo, Aranda todavía pudo seguir escuchándole.
—Que tengo un tío aquí, en la entrada de la carretera. Se ha colado no sé por dónde. Dice que viene solo, de Málaga.
—¿Qué coño...? —contestó la voz—. Tráelo aquí. ¡Espera! Si está herido ya sabes. Mira si tiene armas. Y te mando a alguien para que vigile la entrada.
—Vale.
Se acercó de nuevo a donde estaba su compañero mientras devolvía la radio a su cinturón.
—No estoy herido —comentó Aranda, todavía con los brazos en alto— pero tengo una pistola en la mochila.
Sombra se acercó un poco más y le miró de arriba abajo mientras caminaba a su alrededor.
—Vale, pues pásame la mochila, tío. Y ponte en marcha.
Caminaron en hilera por la carretera principal con Aranda entre los dos hombres. Después de un rato, el camino describía una suave curva hacia la derecha. Había árboles a ambos lados, pero en el margen más meridional había un buen montón de bungalows. A pesar de la situación, Aranda reconoció para sí que el lugar era extraordinario para fundar un asentamiento de supervivientes. Allí olía a pino y a hierba, y también a madera tibia calentada por el Sol, y esas cosas pueden ayudar a sobrellevar mejor el día a día; volver a la naturaleza, escapar del sarcófago de cemento que era ahora la ciudad. Por un momento se imaginó a su gente organizando barbacoas entre los árboles, o fumando tabaco alumbrados por pequeñas antorchas en los largos días de primavera que estaban por venir. Y en verano se tumbarían en la tierra y mirarían las estrellas, resplandecientes sin la contaminación lumínica de antaño. Secretamente, rezó a Dios para que todo fuera bien.
—Este lugar es enorme —comentó Aranda, más para tantear a los hombres que otra cosa. Pero para su consternación, nadie dijo nada.
—Oye —dijo Sombra al fin, después de un rato —¿de verdad vienes de Málaga?
—Sí, claro.
—Pero... joder... ¿y los
zombis?
—Bueno, aprendes a moverte entre ellos si tienes cuidado —dijo Aranda, decidiendo inmediatamente que su pequeña habilidad también sería un secreto por el momento.
—Y una mierda —dijo el hombre que no había abierto la boca hasta ese momento. Lo dijo arrastrando mucho las palabras, como recreándose en la pronunciación.
—En serio, no es difícil —dijo Aranda.
—Los huevos —respondió cortante.
—A lo mejor piensas que he venido volando.
Sombra rió a su espalda.
—Uy, uy máquina —dijo— no te interesa decirle esas cosas al Polaco. Si le hubieras visto hacer lo que yo, no se lo dirías.
—¿De verdad eres polaco? —quiso saber Aranda, de nuevo intentando salir de una rama de la conversación en la que no deseaba meterse.
—No es polaco, tío —dijo Sombra todavía riendo—. Lo llamamos así porque se llama Ramón García González, ¿lo pillas?
Pero ahora el camino les llevaba a la entrada de un recinto, un arco de gran tamaño parcialmente cubierto por grandes árboles que crecían en unos frondosos parterres, y nadie dijo nada más. La entrada era amplia, y si bien una vez estuvo protegida por barras de seguridad, ahora habían desaparecido. Tres hombres les esperaban allí.
El que estaba en medio parecía el más corpulento de los tres. Tenía ambas manos recogidas tras la espalda y las piernas ligeramente separadas. Su expresión era afable a pesar del ceño fruncido, suavizada por una media sonrisa dibujada en su rostro. Aunque los tres le estudiaban con interés a medida que se acercaban, su mirada directa parecía ejercer una poderosa atracción y Juan se descubrió avanzando directamente hacia él.
Se adelantó dos pasos para recibir a Aranda.
—Esto no lo esperaba ni en un millón de años —comentó, tendiéndole la mano. Aranda se la estrechó— ¡un superviviente! Que además va por ahí solo y ni siquiera va armado.
—Ha dicho que tenía una pistola —dijo Sombra, mostrando la mochila.
—¡Una pistola! —exclamó con socarronería—, pero qué huevos tienes, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Juan Aranda.
—¿Y vienes de la ciudad?
Juan asintió. Mientras lo hacía, no pudo evitar fijarse en una pila de cascos militares que había amontonados junto al arco de la entrada. El tiempo y la lluvia les había dado un aspecto gris y abandonado, como si fuesen reliquias de tiempos pasados.
El hombre pareció adivinar lo que veía por la dirección de su mirada.
—¿Y qué hay de novedades por ahí fuera? —preguntó entonces— ¿quedan otras personas, has podido contactar con alguien?
—Sí, yo... —empezó a decir, pero el hombre chasqueó la lengua y le interrumpió.
—Bueno, tendrás mucho que contar. Pero lo primero es lo primero. Son las normas. Y no habríamos sobrevivido tanto tiempo si no prestáramos atención a las normas. Te va a ver nuestro médico para ver si estás de una pieza, ¿entiendes? Tuvimos problemas en el pasado con gente que tenía heridas y se convertían en
zombis
cuando menos te lo esperas. Eso es jodido.
Juan asintió de nuevo. Contaba ahora con la certeza de que tenía delante a algún tipo de líder, el
jefecillo
del campamento. Si así era probablemente no quedara ya ningún militar en la base. Quizá eran ellos los militares, pensó saltando rápidamente de una idea a otra. Quizá abandonaron sus uniformes y todo el protocolo porque de todas formas, el mundo estaba ya del todo deslavazado y ciertas cosas dejan de tener sentido después de un tiempo. No se le había escapado que no había habido ningún saludo militar por el momento.
—Y hay otra cosa. La confianza se gana. Tú no eres una excepción. Hasta que nos conozcamos todos un poco mejor, te acompañará alguien siempre. ¿Qué te parece?
—Lo entiendo —contestó Aranda.
—Un hombre de pocas palabras. Bueno, eso no está mal. Aquí se habla mucho, y a veces conviene no tener la boca tan grande, se vive más tiempo.
Sombra agachó la cabeza y empezó a mover los pies intranquilo. Aranda supo que en las palabras de aquél hombre había un contenido velado, pero por ahora se le escapaba.
—Qué huevos tienes —comentó de nuevo asintiendo lentamente con la cabeza. Luego, después de un incómodo silencio que le pareció que no iba a terminar nunca, se volvió hacia Sombra —Llévalo a que le mire Jukkar, que todo esté en orden. Cuando termine, si todo está bien, lo llevas a mi despacho para que podamos hablar.
La mención a Jukkar le arrancó un destello de esperanza, aunque se contuvo para no revelar nada por el momento. ¡Estaba allí mismo después de todo! Cómo encajaba un científico —
¿un experto en Pandemias?
— en semejante lugar, no lo tenía claro todavía, pero quizá pronto lo descubriría. Sentimientos encontrados lo azuzaban constantemente, porque todos los poros de su piel exudaban el mismo mensaje de advertencia:
Peligro, Aranda, peligro.