Necrópolis (11 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Evitaba la piscina en todo lo posible porque ya no le gustaba nada. Cuando mamá y papá todavía vivían, la piscina había sido el santo de su devoción. Le encantaba sentir el agua fresca alrededor, la extraordinaria sensación de sumergirse en sus aguas y bucear.
¡Es como volar, mamá!
le decía a su madre. Y al salir, el sol calentaba su cuerpo perlado con gotas de agua mientras los veranos discurrían mansamente, arropando su infancia con días largos y amables.

Pero ahora, en la piscina vivía Bob.

Bob era un vecino que nunca había hablado demasiado con ellos, posiblemente porque como casi todo el mundo allí, hablaba muy poco español. La única frase que Alba le escuchó decir en un deformado español fue:
"Correr va contra las Normas, niña!".
Venía a su apartamento tres o cuatro veces al año, siempre solo, buscando el sol malagueño. Cuando se bañaba lo hacía brevemente y dedicaba el tiempo a hacer una tabla de gimnasia, apoyaba la pierna en la escalerilla de mano y hacía pequeños ejercicios suaves de mantenimiento. El resto del tiempo lo pasaba en su hamaca en compañía de un libro, o paseando por el jardín mientras desgranaba lentamente algún cigarrillo de marca finlandesa. Tenía unos ojos saltones y grandes que a Alba le provocaban cierto rechazo; siempre parecía mirarla con reproche, como si correr por el jardín riéndole a la vida fuera algo que no entrase en su
Libro de Normas.

Bob cayó en la piscina unos días después de
Aquella Noche.
Alba no llegó a verlo, pero Gabriel decía que ya no era una persona normal cuando tropezó caminando por el borde, que se había vuelto como
ellos.
Estuvo chapoteando toda la noche y parte del día siguiente sin avanzar hacia ningún lado. No era como si intentase mantenerse a flote para respirar, porque la mayor parte del tiempo mantenía la cabeza sumergida. Era como si intentase sacudirse el agua de encima. Sus brazos asomaban a la superficie desmañadamente, sin seguir compás o ritmo alguno.

Alba se durmió tarde aquél día escuchando los chapoteos de Bob en el agua. Gabriel no dijo nada tampoco, pero en la oscuridad, ella veía el blanco de sus ojos fijos en algún punto indeterminado del escondite.

Al atardecer del día siguiente Bob dejó lentamente de luchar con el agua. Poco a poco, su cuerpo se iba a pique, y acabó siendo una forma oscura y sinuosa en el fondo de la piscina. No había burbujas de aire escapando a la superficie.

—Está en el fondo, de pie —dijo Gabriel en voz baja.

—¿Por qué? —preguntó Alba, mirando cómo desaparecía el pequeño oleaje de la piscina.

—Porque son tontos —cortó él. —Es mejor así.

Pero Alba soñó muchas veces con Bob El Ahogado. Lo veía con sus ojos saltones en el fondo de la piscina arrullado por el sonido submarino de las cosas, mirando hacia arriba con aire furibundo.
Eso va contra Las Normas, niña, ¡contra Las Normas!
Su hermano fue tajante al respecto de la piscina. No. Acercarse. Jamás.

Gabriel sabía perfectamente cómo funcionaban los
zombis,
así que no le cabía ninguna duda de que Bob El Ahogado sólo dormía en el fondo. Era una bomba latente. Él los había visto de pie o apoyados en el quicio de alguna puerta totalmente apagados, como si alguien hubiera tirado del cable y los hubiera desenchufado de la red eléctrica. Era lo que les ocurría cuando pasaban semanas y semanas sin que ningún estímulo los alimentase. Se convertían en juguetes rotos sin pilas. En particular, pasaba a menudo cuando el lento deambular de alguno de ellos le apartaba del grupo y acababa vagando en algún sitio apartado, porque cuando estaban en grupo nunca se relajaban, sino que se movían como una marea, ondulante y ominosa.

En opinión de Gabriel, ésos eran los peores. No los oías cuando te adentrabas en una casa o doblabas una esquina, o cuando ibas por la calle de noche y caminabas junto a un seto, porque estaban
desactivados
hasta que tus pasos los despertaban un poquito... suficiente para que sus ojos muertos se fijasen en ti. Y entonces se despertaban, vaya si despertaban. Entonces volvían a ser tan obstinados y mortales como siempre.

Y luego estaban
los corredores.

Gabriel los había visto, sobre todo,
Aquella Noche.
Fue la noche en la que irrumpieron en el recinto y acabaron con todos los que quedaban en sus casas, como papá y mamá, demasiado atemorizados para ir a ninguna parte.
"¡No salgas, Jorge!",
decía la madre,
"¡quedémonos en casa!".
Pero las casas no eran seguras, ningún sitio lo era. Llegaron por el largo pasillo distribuidor y empujaron las puertas de los hogares con todo su peso; una, diez, cincuenta veces, hasta que la madera cedía y las puertas se abrían. Los sacaban a rastras al pasillo y allí los vaciaban de sus entrañas encima de grandes charcos de sangre. Las salpicaduras contrastaban con la inmaculada pintura blanca de las mediterráneas paredes; el olor a humedad del bosque mezclado con el aroma de la carne fresca y la sangre confería a la escena unos tintes surrealistas.

Algo después, Gabriel se preguntaba por qué
Aquella Noche,
la mayoría no avanzaban con la parsimonia con la que normalmente recorrían las calles. Se sacudían violentamente como afectados de terribles espasmos, tenían una fuerza desmedida, estaban ebrios de violencia y sangre. Fue más tarde durante sus incursiones a las tiendas, que supo entender el motivo. Allí espiaba a los
zombis
que se encontraba por el camino siempre desde una distancia más que prudencial. Los observaba moverse. Un día tuvo la valentía de tirar una piedra cerca de unos de los zombis. Y luego otra, y otra más. Y entonces lo comprendió, se volvían así cuando se
excitaban.
Era un proceso en crescendo, a medida que se veían involucrados en episodios con mucho movimiento, confusión o ruido alrededor, los
zombis
entraban en un estado de demencia y agitación desaforada. Gritaban todo lo que daban de sí sus pulmones, con las venas del cuello totalmente hinchadas, y aquel día, Gabriel pudo ver cómo el
zombi
daba vueltas sobre sí mismo como un perro furioso atado con una cadena corta; se daba violentos cabezazos contra las paredes al no poder localizar a ninguna víctima cerca.

Y vaya si corrían.

Era como si la carcasa humana ya no importara. No había ningún dolor que les obligase a parar, el cuerpo ya no emitía señales de alerta indicando que alguna válvula podía estallar si uno no se detenía. En esas condiciones, ¿quién sabe hasta dónde se puede forzar el cuerpo humano? Aquellas cosas muertas desde luego no lo sabían.

Así que Bob El Ahogado estaba solo
desactivado
y así se lo explicó a su hermana,
"Azúzalo con un palo, verás el bote que da, saltaría tanto que saldría de la piscina, y créeme... Bob El Ahogado corre más que tú".

Alba miraba ahora la superficie de la piscina. Como el resto del jardín, ya nadie la cuidaba, nadie echaba cloro ni productos anti-líquenes, así que el agua había adquirido un repulsivo tono verdoso que olía a agua estancada y podredumbre. Eso, unido al hecho de que la superficie estaba prácticamente llena de hojas secas y bolsas de plástico traídas por el viento hacía imposible saber si Bob El Ahogado seguía ahí.

Alba creía que no, nadie consigue estar tanto tiempo debajo del agua aunque estuviera
Muerto.
Debía ser, al menos, tremendamente aburrido.

Como disimulando para ella misma, Alba daba cortos pasitos en una dirección que, aunque indirecta, conducía inequívocamente al agua. Tenía entre manos un bonito montón de vinagretas que crecían ahora por todos lados y que había ido recolectando primorosamente, hasta que por fin estuvo a una distancia suficiente como para darle cierto respeto.

La duda se agolpaba en su mente. ¿Y si Bob El Ahogado seguía ahí realmente? Su imaginación infantil lo dibujaba lleno de algas enredadas en confusa maraña alrededor del cuello y los brazos, la piel verde y cuarteada por acción del agua y los ojos abiertos y blancos que miraban sin ver.

Pero, ¿cómo saberlo?

Tímidamente, avanzó otros dos pasitos con sus grandes ojos marrones muy abiertos, como si se esforzase por ver a través del agua.

* * *

Mientras tanto, Gabriel avanzaba por el pequeño camino de tierra que avanzaba paralelo al pequeño riachuelo que discurría al lado de su casa. La oficina de la Entidad Urbanista Colaboradora enviaba de vez en cuando una excavadora a limpiarlo de juncos y malas hierbas, pero en los últimos meses todo había seguido creciendo salvaje, por supuesto, y los juncos alcanzaban ya proporciones del todo desmesuradas. Gabriel sabía que entre los matorrales ralos había toda clase de alimañas, incluso ratas. No sabía qué era una alimaña, pero por la forma en la que su padre se refirió a ellas debían ser tan malas como las ratas.

Así que avanzaba despacio por el borde más alejado del río, no solo preocupado por las ratas y otros bichos (que siempre habían crecido exuberantes en Calahonda) sino naturalmente por los
zombis.
La palabra no le gustaba. Tenía connotaciones demasiado oscuras para su gusto; era una palabra que sonaba con mucha fuerza y además le recordaba a todas aquellas películas baratas que su madre, por cierto, nunca le dejó ver. No le gustaba que la realidad se pareciera a las películas. Si tu vida se parece a una película de miedo, entonces algo anda terriblemente mal.

A decir verdad, aquellas excursiones a las que se entregaba de tanto en tanto tenían cierto encanto para el muchacho. Aún seguía sintiendo que las piernas pesaban demasiado cuando se ponía en marcha, y naturalmente también estaba la extraña sensación en el estómago, como si estuviera relleno de demasiado aire. Pero después de tantos viajes de ida y vuelta a la tienda sin haber sufrido un percance la innata curiosidad del niño se impuso al terror, ya que convivía con él desde hacía demasiado tiempo. Mientras caminaba despacio intentando que la hojarasca no crujiera demasiado bajo sus pies pensaba de hecho que le gustaría espiar un poco más a los espectros. Querría aprender si había alguna forma efectiva de acabar con ellos, alguna manera que no implicase tanto riesgo.

Después de un rato llegó al final del sendero. Allí había una reja de hierro que normalmente se encontraba sólidamente cerrada, pero afortunadamente la Pandemia la sorprendió abierta, y abierta se quedó. Tras la reja empezaban las viviendas, y eso significaba que
ellos
podían estar al acecho en cualquier esquina. Los espectros estaban siempre en movimiento, así que cada vez que visitaba la calle comercial no podía dar nada por sentado, cada esquina podía ocultar una muerte cierta por lo que a partir de ese punto Gabriel extremaba las precauciones.

En realidad, casi todo se reducía a ir con cuidado, vigilar cada paso, caminar como aquel elfo de la película de
El Señor de los Anillos
que había visto mil veces, sin hacer absolutamente ningún ruido. Así cruzó la primera calle sin contratiempos, caminando con la espalda pegada a la pared. El sol brillaba alto y conseguía que la callecita se viera preciosa pese a todo. Las rejas oscuras de hierro llenas de filigranas y las
gitanillas
que creían lozanas en sus tiestos colgantes eran cosas que le traían recuerdos no tan lejanos, de días mejores. Días en los que las familias paseaban por la zona para tomar un refrigerio en alguna terraza, pasear o hacer compras. Toda la zona había sido construida para el turismo, y en justicia habría que decir en su gran mayoría por el turismo, por lo que cada calle y avenida, cada edificio, se había diseñado para parecer un tradicional pueblo andaluz.

Gabriel se deslizó entre dos fachadas por un hueco aparentemente demasiado pequeño para considerar siquiera intentarlo. Pero el muchacho era delgado y aquél el camino más directo y seguro, así que dejaba caer la mochila en una mano, giraba la cabeza y controlaba el volumen de su pecho regulando la respiración. Se deslizó así unos metros hasta que acabó al otro lado, y desde allí, espió la tienda que estaba ya a pocos metros.

Todo seguía igual a como lo recordaba de la última vez, lo que sin duda era una buena señal. Las ventanas seguían intactas, la puerta cerrada, no había marcas sangrientas recientes, y las que hubo, el agua de la lluvia las había lavado.
Gracias a Dios por los pequeños favores
, se dijo a sí mismo mientras cruzaba hasta la tienda. Era una frase que su madre repetía mucho.

El pequeño Supermercado Inglés era una de esas tiendas de emergencia que abrían hasta tarde incluso en festivos, al coste de disfrutar de precios un tanto inflados. Como quiera que sus clientes eran todos extranjeros que ocupaban apartamentos de cocinas pequeñas y que pasaban allí estancias breves, la mayor parte de los alimentos a la venta eran de rápida preparación, en envases de fácil almacenaje y de fecha de expiración tardía. Sobres de comida instantánea, sopas, tomate, miles de latas que contenían una variedad enorme de preparados desde albóndigas, jamón cocido con gelatina al vacío, fideos con salsas y condimentos dispares. Todo eso convenía a los dos niños enormemente.

El local era angosto, un túnel de techo alto a cuyos lados se apilaban cajones que usualmente contenían frutas y verduras. Ahora esas frutas formaban una repugnante masa verde y negra que impregnaba todo de un olor dulzón. Más allá, unos estantes de considerable altura dividían el reducido espacio en varios pasillos. La caja registradora estaba abierta, pero dentro sólo quedaban unos cuantos céntimos y una nota que, escrita con una letra garabateada, decía:
"Debo 13 Euros a Caja
-F". En el suelo, como vestigio de una época perdida, languidecía olvidado un único billete de 5 euros.

Gabriel tomó una bolsa de plástico del gancho que las sujetaba (poniendo infinito cuidado en evitar que el plástico crujiera) y comenzó a llenarlo con las cosas que había venido a buscar. Cogió también uno de aquellos tubos llenos de agua jabonosa con los que Alba se entretenía tanto, lanzando sus pompas al aire y viendo cómo el aire se las llevaba en rápida procesión.

Pero cuando dio la vuelta a uno de los estantes, Gabriel, con los ojos abiertos y el corazón acelerando como un Fórmula Uno en la parrilla de salida quedó paralizado.

* * *

Alba observaba la superficie del agua. ¡Cuánta porquería acumulada ahora que se fijaba! En el agua verdosa flotaban un buen montón de desagradables insectos, unos boca arriba, otros con sus cuerpos apenas asomando entre las otras cosas. No muy lejos del borde, el ala de un gorrión asomaba como un estrafalario estandarte por entre los pliegues de una bolsa de plástico. Alba lo miró con pesadumbre, tan fascinada estaba por la variopinta manta de porquería que se olvidó por un momento de Bob El Ahogado y continuó dando cortos pasos hacia el agua.

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