Luego llegó la crisis, y Theodor no esperó mucho, apenas tuvo indicios suficientes de que el mercado había caído cerró todas las oficinas menos una. El impacto en la economía local fue notable, con más de dos mil empleados en la calle buscando trabajo en un sector agonizante, pero Theodor debía proteger sus intereses económicos. Esperaría, como un oso hibernando en el largo invierno, a que el ciclo de la crisis pasase moviendo dinero en otros mercados fuera de España.
Pero Theodor no celebraba tanto como sus compañeros la segunda crisis, la de la Pandemia
Zombi.
Echaba de menos demasiadas cosas de la vida, las comodidades, el ser atendido, los viajes... y sobre todo, las mujeres.
Todo su lenguaje corporal, tan rico en matices cuidadosamente extraídos de cientos de personajes encontrados en diferentes culturas y su exquisito refinamiento pulido en los mejores colegios de Alemania y Francia, los había desarrollado con un único objetivo: el bello sexo. Theodor había sido una esponja de caracteres y poses. Allí donde veía a alguien con carisma o algún encanto particular, fuera acaso una simple pose o una manera particular y agradable de sonreír, lo absorbía y lo añadía a su particular colección. Lo asimilaba, lo hacía suyo. Era indeciblemente bueno en eso.
A cuántas mujeres había seducido con ademanes y susurros anhelantes que había tomado prestados de otros no podía ni decirlo. Los utilizaba según convenía, como un experto en laboratorio sabe qué fármacos combinar para obtener la medicina correcta. Según el tipo de mujer de que se tratase podía ser más suave, o arrogante, o incluso demasiado violento.
—Creo que Theodor ha pensado en algo —dijo Dustin mientras hacía cambiar su vaso de mano con gran rapidez.
Theodor encendió un cigarro y le dio una larga calada con elegancia, terminando con los labios fruncidos, casi como en un beso. Soltó el humo con delicadeza, despacio.
—¿Cómo vamos a desempatar? —preguntó Reza inclinando ligeramente la cabeza. Bebía cerveza caliente con canela.
Bluma paseó la mirada entre Theodor y Dustin, un poco divertido. Guido permanecía apoltronado en su butaca con el ejemplar de
Armas y Cazadores
en la mano, aparentemente poco interesado en la conversación.
Theodor le miraba por entre la bruma del cigarro, con una mirada del todo intrigante.
—Oh, joder —dijo Bluma en voz baja—, espero que no nos toquéis mucho las pelotas.
—¿Cómo... vamos... a... desempatar? —volvió a preguntar Reza, marcando mucho cada palabra.
—Paciencia, amigo Reza —dijo Theodor sin mirarle. —Debes trabajar esa virtud... paciencia y paciencia.
Reza suspiró de forma sonora. Le exasperaban las maneras pausadas de Theodor, estaban bien en ciertas ocasiones, y a veces hasta resultaba solemne, pero cuando había temas que tratar prefería que se fuera al grano.
Dustin sonreía con los brazos apoyados sobre las rodillas. De vez en cuando cambiaba el vaso de mano lanzándolo por el aire de una a otra,
tap-tap, tap-tap.
Por fin, Theodor soltó una enorme humarada y rompió el silencio.
—El Juego esta vez no consistirá en pruebas individuales en las que se cronometre el tiempo, esta vez, los dos partiréis a la vez por un objetivo común. Una... misión —dijo despacio, moviendo ambas cejas arriba y abajo con una sonrisa burlona.
—En serio, no nos toquéis las pelotas —advirtió Bluma echándose hacia atrás en el sofá con una media sonrisa en el rostro. Aunque conocía demasiado bien a aquel elenco de retorcidos liantes y sabía a ciencia cierta que se traían algo entre manos, sentía además una presión en la base del estómago que era una señal inequívoca de que se avecinaba una buena.
Vaya si se avecina una, una de las buenas,
pensaba.
—Cada uno —continuó Theodor sin prestarle atención— partirá en la dirección que le dé la gana. Y cada uno buscará...
un algo,
que luego traerá aquí. El primero en traerla... gana —dijo al fin levantando ambas palmas como un prestidigitador que acaba de esconder la bolita bajo uno de los vasos. El cigarro lo mantenía prieto, cogido con los dientes.
—¿Qué cosa? —preguntó Reza, girándose para mirarle.
Bluma observó como Dustin se encorvaba más sobre sí mismo y Guido pareció hacerse más pequeño tras la revista.
Joder,
pensó con gravedad,
estos cabrones van a jugárnosla de verdad, van a pasarse tres pueblos.
—¿Qué cosa? —repitió Reza, impaciente.
El silencio cayó en el enorme salón. Fuera, la noche discurría por todas las calles y avenidas, mansa y silenciosa; pues desde donde estaban el eterno lamento de los muertos vivientes era apenas audible. El único sonido que les llegaba era el rumor sordo y lejano de los generadores de electricidad que rumiaban a plena potencia en el jardín.
—Una mujer —dijo Theodor al fin.
* * *
Reza tomó la noticia con el interés del deportista al que anuncian que en lugar de hacer saltos de valla tiene que participar en carreras de relevos. Se concentraba en el objeto de la misión, no en lo que la misión representaba. Lo que fueran a hacer con la mujer una vez la hubiera traído le daba exactamente lo mismo. Ni siquiera pensaba en la necesidad lujuriosa de sexo que brillaba como el fuego del infierno en los ojos de sus colegas, su apetencia por esos temas había rayado lo anecdótico cuando era más joven, y ahora hacía ya tiempo que esos intercambios de fluidos, esos amasijos de sudor y pelos, le aburrían sobremanera.
No, él empezaba a trazar planes prácticos. Dónde podría encontrar mujeres, qué haría cuando encontrase una, cómo traerla. Pero el asunto tenía muchos más afluentes para otros. Y algunos de esos afluentes eran rápidos tumultuosos donde el agua podía arrastrarte al fondo para siempre.
—¿Cómo que... una mujer...? —preguntó Bluma despacio.
Theodor le miró desafiante, casi altivo, mientras Guido y Dustin se entregaban a reírse por lo bajo como colegiales. Sin decir palabra, Reza les despreció por su actitud infantil.
—¿Vamos a hacer esto? —preguntó Bluma al fin, incorporándose y pasando la mirada de uno a otro.
—Yo diría que sí, Bluma —dijo Theodor, cortante. —Es lo que vamos a hacer.
—¡Una mujer, sí! —exclamó Guido haciendo un gesto obsceno con ambas manos alrededor de su zona genital.
—Por mí no hay problema —anunció Reza, terminando de un sorbo su cerveza caliente.
Dustin soltó una carcajada.
—No es que tenga un puto problema —soltó Bluma, sintiéndose desplazado del grupo —ya
lo sabéis
—añadió con una mueca retorcida —pero ¿dónde vamos a encontrar una mujer? no hemos encontrado a nadie en toda Marbella. No hay electricidad, no hay comunicaciones, no hay Internet, no hay televisión, ni radio.
—Lo sorprendente —exclamó Reza— es justo lo contrario, que no queden otros supervivientes en la ciudad. Estadísticamente si nosotros hemos sobrevivido tiene que haber alguien más. Últimamente he estado pensando sobre este hecho y lo que he determinado es, que los supervivientes que pueda haber se esconden de nosotros.
Theodor se volvió para mirarle con interés. Reza era un
hijoputa
frío y maquinal, pero su cabeza funcionaba de veras.
—Cinco hombres con trajes de combate que llevan armas y equipamiento de alta tecnología —continuó— que las manejan con una habilidad envidiable contra los
zombis,
y que conducen por la ciudad en unos todoterrenos y
Humvees
modificados. Vaya. Yo me escondería, sin dudarlo.
—Puede ser —dijo Theodor pensativo.
—En cualquier caso, para esta misión hemos ampliado la zona de juego —anunció Dustin. —Podéis ir a cualquier parte, lo único que importa es que traigáis una mujer.
Reza asintió. Parecía satisfecho.
—Y también otra cosa —dijo entonces Theodor quien utilizó el español para esa sola frase. Sonrió con cierta sensualidad y soltó una humarada espesa que rodeó su rostro astuto, provocándole un imperceptible parpadeo en el ojo. —Como la misión es de una importancia... vital— para este grupo, cada uno de vosotros irá con un compañero.
Reza pestañeó varias veces.
—Tú —continuó Theodor señalando a Reza— irás con Dustin, y Bluma irá con Guido.
—¿Y tú qué harás, viejo zorro? —preguntó Bluma con una media sonrisa, aunque demasiado bien conocía la respuesta.
—¿Yo? —preguntó Theodor llevándose la palma abierta al corazón y mostrando la otra como quien es acusado de algo. —Por favor, querido amigo, yo vigilaré... ¡el fuerte!
—Zorro del demonio —dijo Bluma entre dientes, sonriendo como una hiena hambrienta.
—Ah, joder —interrumpió Dustin. —Se nos olvidaba un requisito.
—Sí, sí, es verdad —dijo Guido, señalándole con el dedo.
—La mujer —dijo entonces— tiene que estar
buena.
Y ambos rieron como hienas siniestras; demasiado excitadas y nerviosas a la vez. Bluma y Theodor miraron a puntos indeterminados de la habitación, cada uno envuelto en brumas con formas femeninas, ensoñaciones personales con pechos turgentes y curvas voluptuosas.
Estaba dicho.
Aranda partió más temprano de lo que tenía previsto, principalmente para evitar incómodas despedidas. Cargó con la pequeña mochila que había preparado (algunas viandas, un botiquín) y se puso el cinturón con la funda para las pistolas. También llevaba rodilleras, coderas, un chaleco antibalas y un casco negro en la cabeza. Apenas empezaba a clarear y todavía hacía un frío de mil pares de narices.
Salió por las alcantarillas, como siempre, y emergió al otro lado de la verja. Allí había dispuesto la moto que pensaba usar para el viaje, seleccionada en días anteriores tras buscar por las calles y garajes. Era una
BMW F1200 Adventure
de grandes ruedas con tacos, perfecta para cortar camino por el campo si se encontraba con la carretera cortada. Las inclemencias del tiempo parecían no haberla dañado, ya que las partes más sensibles como la cadena ya no existían en ese modelo; en su lugar había un cardán donde toda la transmisión estaba encerrada. Echó también un vistazo al embrague y le gustó ver que no era multidisco, porque ésos tenían un baño en aceite y se habría degradado bastante; las partes móviles también parecían encontrarse en buen estado, la rueda giraba con facilidad y los neumáticos no estaban cristalizados ni cuarteados. Y lo más maravilloso de todo, la llave estaba puesta. Cosas del Apocalipsis. Calculaba que la moto podía llevar parada tres o cuatro meses, y sin embargo bastó con echarle gasolina para que la moto arrancara con un ronco petardeo.
Es el puto destino,
se dijo.
Subió encima, la puso en marcha y avanzó despacio abriéndose paso entre los muertos vivientes. Sentía una sensación especial en el estómago, creía que era el nerviosismo positivo que se tiene cuando uno va a emprender un viaje de placer o recibe esa noticia especial que lleva esperando mucho tiempo. Estaba contento, su cabeza jugaba con recuerdos de otros días cuando sobrevivía solo en el Rincón de la Victoria. Por aquel entonces manejaba un quad y no le fue mal. La moto iría aún mejor.
Al principio no tuvo muchas dificultades porque las aceras eran anchas y allí no había vehículos bloqueando el paso. Se fijó que había un buen montón de cadáveres desparramados por todas partes. No sabía decir si fueron
zombis
derribados (quizá incluso por sus chicos del
Escuadrón de la Muerte
) o por otros supervivientes en los días en los que éstos aún deambulaban por las calles intentando sobrevivir. O quizá eran víctimas a los que los muertos habían devorado más allá de toda posible recuperación; o de nuevo quizá, era simplemente gente que no había podido sobrevivir al coma zombi, el escalofriante proceso por el que los muertos volvían a la vida. Aranda sabía que hacían falta ciertas condiciones físicas mínimas, por eso los niños y los ancianos no volvían.
Unos minutos más tarde Aranda llegó a la rotonda de la comisaría de policía. Si doblaba a la derecha, un pequeño puente daba acceso a la autopista desde donde podría viajar al oeste, hacia los estudios, pero detuvo la moto unos instantes para mirar arriba, a uno de los edificios de tres plantas. Allí, enredados entre cascotes y ladrillos asomaban los restos del helicóptero que Jaime había estrellado. La belleza azul y blanca languidecía con las aspas totalmente armiñadas y el fuselaje parcialmente enterrado en la fachada del edificio. El suelo, cuajado de cadáveres desmañados, era testimonio de la contienda que Dozer y los otros habían sufrido en aquel lugar cuando intentaban rescatar al piloto. Lamentó mucho entonces que el plan fallara; había tenido grandes ideas para el helicóptero, pero al menos volvieron todos sanos a casa.
Movió la muñeca y aceleró la moto hasta los treinta kilómetros por hora. Toda esa zona era desconocida para él, nueva en cuanto a que no la visitaba desde los días antes del Desastre. Impresionaba verla ahora en semejante estado. Coches colisionados unos con otros, maletas tiradas por el suelo, cadáveres... al menos tres docenas de ellos yacían en cualquier postura, por todas partes. A su derecha, un brazo desgarrado y solitario se pudría empapado en el rocío de la mañana.
—Dios mío —susurró. Acababa de empezar el viaje y ya tenía la boca seca, se podría haber encendido una cerilla en el cielo de su paladar.
Se daba cuenta ahora de que los días más terribles de la Pandemia habían sido duros de veras en Málaga. En su pequeño pueblo del lado más oriental de la provincia las cosas habían sido difíciles, pero no como aquello. Más gente, más
zombis,
pensó. Parecía una simple proporción directa. Había restos de fuego en el asfalto, coches de policía con las puertas abiertas, farolas que se inclinaban peligrosamente pero sin llegar a caer, hasta un camión lleno de enseres de mudanza incluyendo un enorme armario, una lavadora y un fenomenal televisor de pantalla plana que asomaba por debajo de la manta que lo envolvía.
¿Ya estaban tan mal las cosas entonces, que nadie se llevó ese televisor?
—se preguntó.
Por todas partes había espectros deambulando. Era impresionante que ninguno se fijase en él, si bien el sonido de la moto parecía ponerles en estado de alerta a medida que pasaba. Juan no se acostumbraba a caminar entre ellos sin ser atacado, como tampoco a verlos con sus camisas blancas, corbatas y pantalones de pinzas pulcramente planchados.
Gente que iba o volvía de trabajar,
se dijo,
y ya nunca lo consiguió.