Necrópolis (41 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

El Hombre Andrajoso cogió una de las barras, retiró el plástico con una rapidez sorprendente y se la comió en dos bocados. Masticaba con fruición, con ambos carrillos llenos y la boca abierta, pequeñas migas y trozos de chocolate cayeron sobre la barba quedando allí atrapadas como diminutos insectos en una complicada telaraña gris. Mientras masticaba y tragaba a gran velocidad, los ojos se le pusieron en blanco.

—Gaby —susurró Alba al borde del llanto.

—Ssssh —le dijo su hermano con un gesto rápido. Gabriel estaba tenso como un cable de acero. No quería mirarlos, pero
sentía
de algún modo los tablones que cerraban la puerta detrás de él. Sabía que el que estaba más arriba iba a requerir que se subiera a algo como la silla en la que estaba sentado, pero pensaba que si disponía de un par de minutos tan solo, entonces quizá podría retirarlos y abrir la puerta. No creía que su hermana pudiera correr más que ese hombre, pero tampoco importaba. La clave era Gulich. El perro sabría dar cuenta de él.


Oh sí —dijo el hombre todavía embriagado por el súbito empellón de azúcar en su sangre.

Los niños le miraban, expectantes.

—Señor —aventuró Gabriel— ¿podemos irnos ya? Nuestros padres nos estarán buscando.

El Hombre Andrajoso fijó sus ojos en él y pareció estudiarlo por unos instantes. Luego, echó un vistazo al contenido de la mochila.


Chocolate —dijo, cogiendo una barra y dejándola caer de nuevo— más chocolate, galletas con chocolate, chocolatinas.


Señor, por favor —dijo Gabriel, suplicante.

El hombre dejó caer la última barrita con un deje de desprecio.

—Niños buenos con una bolsa de
chuches
gigante... ¿es esto lo que os pone mamá cuando os deja ir solos por el campo, el campo lleno de cosas?

Gabriel tragó saliva. El hombre puso ambas manos sobre la mesa y se encaró con la pequeña.

—Dime niña, ¿dónde está tu mamá?

Pero Alba sólo consiguió balbucear algunas palabras ininteligibles. Algo en su tono de voz, sin embargo, hizo que Gabriel recuperara el valor que creía perdido.


¡Déjela! —exclamó de pronto.

El Hombre Andrajoso le miró. Su expresión era dura, ceñuda, y sus ojos apagados parecían taladrarle y minar su recién adquirida energía. Por unos instantes Gabriel resistió el envite, pero después no pudo evitar agachar la cabeza.


¿Crees que voy a hacer daño a tu hermana? —preguntó el hombre. —No voy a hacer daño a tu hermana. Os diré qué haremos, ¿eh? Niños buenos, siempre obedecen a los mayores, ¿eh? Os presentaré debidamente, ¿queréis? ¿Queréis ver a Israel? No está muy bueno, pobre viejo Israel... pero todavía aguanta, sí, ¡todavía aguanta! Veréis qué bien cuidamos de él y qué bien cuidaremos de vosotros.

De repente parecía que otra vez el Hombre Andrajoso recuperaba el estado de ánimo con el que los había recibido. De nuevo su conversación era animada y en un tono que se podría tildar de alegre. Alba pareció recibir el cambio con alivio, y otra vez su carita infantil parecía despejada de los nubarrones oscuros que acababan de cruzarla. Para Gabriel todo había sido tan rápido que estaba, si cabe, todavía más atemorizado. Demostraba muy a las claras que su anfitrión estaba desquiciado,
chaveta
como decía su padre, y aún con su corta edad se daba perfectamente cuenta de que tendría que extremar la precaución tanto con sus palabras como con sus hechos.


Sí, vale —dijo.


¡Muy, pero que muy bien! —exclamó el Hombre Andrajoso—. ¡Vamos entonces!

Los niños le siguieron, displicentes, a través de la sala hasta unas diminutas escaleras de madera que subían al piso de arriba. Los tablones estaban vencidos y pulidos por el roce, y al pisarlos crujían como protesta por el peso. Al llegar, detectaron que el olor era todavía peor, no ya a vertedero como en el piso de abajo sino a algo más penetrante. Gabriel lo había olido antes, era el olor dulzón, penetrante e intolerable de la muerte.


Vamos, vamos. ¡Venid por aquí!

Los condujo por un pasillo distribuidor hasta una habitación que se abría en el muro, a su derecha. El olor resultaba del todo hiriente, y sin ser del todo conscientes los niños entraron en la habitación respirando por la boca.

Fue lo primero que vieron. Era un hombre, vestido con una mugrienta camisa azul con manchas tan viejas y pronunciadas que se montaban unas sobre otras. Estaba sentado en una raída butaca de cuero de un color marrón desvaído, el cuero estaba cuarteado y colgaba a jirones por todas partes. El hombre parecía dormitar, con la cabeza pegada al cuello de forma que solo se le veía el cráneo desprovisto de pelo. Gabriel se fijó en la piel, de un color blanco casi larval, veteado de manchas que oscilaban entre el gris y el azul.

Sus piernas, vestidas apenas por un harapiento pantalón marrón, estaban recorridas por hilachos de restos de líquido que formaban un charco oscuro en el suelo a sus pies.

Pero entonces se fijó en algo más. Una sólida cuerda de esparto trenzado lo mantenía atado a la butaca por la cintura y el pecho, también las muñecas estaban sujetas por algo que parecía cinta de embalaje, gruesa y marrón.

—Hala —dijo Alba vivamente impresionada.

—Pobre viejo Israel —dijo el hombre en voz baja— cuando no subo a verle en muchos días, se queda dormido. Pero ¡que me condenen! Ya no tiene la conversación de antes, el viejo Israel.


Por... ¿por qué está atado? —preguntó Gabriel, también susurrando.


¡Ah, niño bueno quiere saber! Bien, ¡muy bien! Tuvimos algunos problemas el viejo Israel y yo. Estuvo muy enfermo, ¡oh, sí, mucho! Pero yo lo cuidé durante mucho tiempo, mucho, mucho. Una noche nos enfadamos ¡no sé porqué! El viejo quería matarme, de veras, así que lo sujeté y hablamos, vaya si hablamos, y pusimos las cartas sobre la mesa. Él no quería, pero caramba ya hablé yo por él. ¡Siempre lo hago!

El Hombre Andrajoso se acercó al hombre atado y dio una palmada ante su cara. Y entonces, como si le hubieran impuesto una descarga eléctrica, Israel se sacudió violentamente. Levantó la cabeza con la boca abierta mostrando los dientes y los ojos fijos en los niños. Los ojos eran de un color blanco neblinoso.

Gabriel, atendiendo un instinto protector inconsciente, pasó una mano por delante de su hermana. Reconocía perfectamente esa expresión colérica y, sobre todo, esos ojos inconfundibles. Era un muerto, una de esas cosas resucitadas, un
zombi.

—Gaby —dijo Alba, cogiéndole del brazo fuertemente.


Mira, Israel ¡unos niños! —dijo el hombre.

Israel tenía la vista clavada en ellos, todavía con la boca abierta como un animal en actitud defensiva. Incapaz de mover ningún otro miembro de su cuerpo, inclinaba la cabeza a uno y otro lado como un gesto de desafío.

Y entonces la escena cobró un tinte todavía más surrealista cuando el Hombre Andrajoso se acuclilló junto al monstruo y empezó a hablar con voz de falsete.

—¿Han venido unos buenos niños, a vernos, sí? Qué buenos niños. ¡Bienvenidos, bienvenidos!

—Ya han comido ellos, viejo —dijo ahora con voz normal, como respondiéndose a sí mismo.

—¡Qué buenos! Tienen que comer, claro, para estar sanos.

El Hombre Andrajoso se incorporó entonces, sonriendo complacido. La expresión de sus ojos era de expectación casi infantil, como el de un niño que acaba de hacer alguna monería y espera el aplauso de su público.

Gabriel casi se sintió desfallecer. Si tenía alguna duda sobre la salud mental de aquel hombre se había desvanecido del todo. Repasaba a toda velocidad las cuerdas y las cintas intentando asegurarse de que el cadáver no se levantaría, al mismo tiempo miraba con concentración hipnótica la negra profundidad de su boca. Allí, el cielo del paladar estaba recubierto de un tejido necrótico que describía cráteres y terribles bultos.

—¿Qué harán ahora los niños?
—dijo el hombre con su tono de falsete. Se volvió para mirar al
zombi,
como si éste hubiese hablado.


¡Oh, hum! —exclamó de nuevo el hombre, como si tuviese que reflexionar sobre su propia pregunta. —Les he prometido, sí, que les acompañaríamos a donde van.

—¿Y a dónde van esos niños tan pequeños? Son tan pequeños, en especial ella.

Alba, al sentirse aludida, cerró los ojos y se agarró con más fuerza al brazo de su hermano.


Dónde van, sí... ¿dónde van? A su casa, dicen. A su casa.

El cadáver tenía los dedos extendidos hacia ellos, pero no parecía hacer ningún otro movimiento.

—¿Los acompañarás?


¡Sí, sí! Los acompañaré... pero mañana, mejor mañana cuando el día sea nuevo y el Sol brille, ¿eh? Ahora es muy tarde, demasiado tarde, y anochece tan pronto.

—¡Dormirán aquí con nosotros!


¡Sí, eso harán!

Gabriel abrió la boca para decir algo, pero esa última parte de su infernal monólogo le había dejado la garganta seca y se vio incapaz de responder. Ahora más que nunca, se sentía atrapado. El pánico era como una bruma blancuzca que le velaba la vista y lo atenazaba contra el suelo impidiéndole moverse en medida alguna, hasta le parecía que se había olvidado de respirar.

No importaba, se dijo, más como auto convencimiento que otra cosa. Escaparían por la noche cuando el Señor Dos Voces durmiera entregado a sus paisajes oníricos de pesadilla. Ahora se trataba de
seguirle la corriente,
como decía su padre. Aparentar que todo iba bien, no contradecirle, no alterarle, eso era lo más importante. Si pudiera hacerle entender a su hermana, era posible que a mitad de la noche pudieran abrir la puerta de nuevo y entonces Gulich los protegería. Estaba seguro.


Alba, escucha —dijo dirigiéndose a su hermana— dormiremos aquí, ¿vale? Será divertido, y saldremos mañana, será estupendo, y este hombre nos ayudará. ¿Quieres?


¡No, Gaby no! —dijo la pequeña apretándole el brazo con más fuerza. Su mirada era una súplica completa y en sus ojos negros titilaba un deje de lágrimas.


¡No pasa nada, todo está bien! —dijo entonces Gabriel compungido por el ruego de su hermana.

Bien fuera por el estrés de la situación, o porque la niña había respirado sin quererlo una bocanada del aire cargado del olor a putrefacción, Alba reprimió una arcada.

Y allí, rodeados por los aplausos monocordes del Hombre Andrajoso, se abrazaron.

* * *

Cenaron una especie de sopa cuyos ingredientes les eran desconocidos, pero estaba caliente y no muy mala del todo, y consiguieron acabársela entera. El Hombre Andrajoso canturreaba de aquí para allá, masticando una especie de hierba que había sacado de un bote. Qué era, no lo sabían, pero cuando les dedicaba una sonrisa los dientes destacaban bajo su barba con hilachos de un color verdoso.

Habían pasado la tarde escuchando sus historias. Gabriel comprendió muy pronto que le encantaba hablar y ser escuchado, y había esperado pacientemente a que se hiciera de noche sentado en su silla con Alba pegada a él. Su narración era caótica, retorcida por su incesante monólogo plagado de reiteraciones y preguntas formuladas más a sí mismo que a los niños, pero por lo que había podido entender cuando no estaba pensando en su plan, el Hombre Andrajoso había estado solo desde mucho antes de la infección. Había sido un indigente desde que perdiera a su mujer y su trabajo por razones que no se pronunciaron. Sumido en una depresión demoledora, acabó arrastrado a las calles donde terminó dedicando la mayor parte del día a permanecer tumbado en cualquier rincón, consumiendo envases de vino barato que pagaba con las monedas que recogía.

En Calahonda había conocido a Israel, un rumano con el que coincidió en la puerta de Mercadona. Israel había venido a España buscando cambiar su vida, pero se encontró de bruces con la crisis de la construcción y acabó consumiendo sus escasos ahorros desplazándose de aquí para allá en busca de un trabajo. No hubo suerte. Se cayeron bien desde el principio y compartieron los mendrugos que conseguían de tanto en cuando. La vida se hizo más llevadera aquellas semanas, y el Hombre Andrajoso dejó de hablar a solas y a murmurar entre dientes.

La infección
zombi
los movió cada vez más arriba, lejos de las zonas más urbanas. Cuando la policía dejó de atender las llamadas encontraron una casa que ocuparon casi una semana, antes de que los muertos los echaran de allí hacia el monte. Esa casa estaba vacía y lo bastante alejada, así que forzaron la cerradura y se asentaron. No les contó cómo cayó Israel, pero Gabriel supo que no había sabido superar su muerte, había eliminado con precisión quirúrgica todos los recuerdos referentes a ésta, e incluso había borrado el hecho de que tuvo que atarle para que no le atacara. Tampoco supo cuándo decidió hablar por él y entregarse a un fingido diálogo, pero la soledad es terrible cuando se sobrevive en una casa al pie de las montañas y la salud mental hace tiempo que se ha ido a pique.

Gabriel no sentía pena por aquel hombre. Todo lo que su mente bullía con febril efervescencia era su Plan de Fuga. Si la historia del Hombre Andrajoso le había conmovido en parte alguna, ese sentimiento desaparecía cada vez que miraba a su hermana, que en ese entorno de podredumbre le parecía todavía más pequeña de lo habitual. La niña no dejaba de mirar las escaleras de madera, temiendo sin duda que en cualquier momento bajase Israel, con los brazos levantados y los ojos blancos fijos en ella. Gabriel por otro lado, no creía al Hombre Andrajoso. No esperaba que fuera a acompañarles a ningún lado. Se resistía a pensar qué otras alternativas había, era como si cada vez que ese pensamiento fluía en su mente, se deslizara hacia el margen de la consciencia resultando imposible cazarlo.

De Gulich no sabían nada. No ladraba tras el umbral escuchando sus voces, no arañaba la puerta intentando que lo dejasen entrar. Confiaba, rezaba para que siguiera allí todavía. Sin él, el Plan de Fuga valía tanto como un hueso de aceituna.

Un rato más tarde Gabriel anunció que tenían sueño. Deseaba con todas sus energías que llegara el momento en el que la rutilante bombilla alimentada por una batería de coche se apagase. Y entonces la casa se quedaría en silencio, y él podría esperar, y esperar, a que la noche se hiciese vieja y el viejo loco durmiese profundamente.


¡Sí, sí, los niños descansan! Se acuestan temprano y tienen sueños preciosos. ¡A descansar!

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