Pasaron junto a la pequeña caseta de control agachados bajo las grandes ventanas, pese a que estaban tan oscuras y silenciosas como todo lo demás. Y por fin, se encontraron junto a la puerta deslizante.
—Usted tiene que ayudar —dijo Jukkar, examinando la altura de la puerta deslizante. Eran barras de hierro verticales, gruesas y sin filigranas, sin ningún punto intermedio donde apoyar el pie. Aranda le miró, debía medir un metro ochenta y pesar cerca de los cien kilos, de modo que hacer un cabestrillo con las manos probablemente no serviría de mucha ayuda.
Entonces, una voz que provenía de la izquierda les sobresaltó.
—Quizá esto ayude —era Sombra. Tenía el pie apoyado sobre un cajón de madera, del tipo que se usa para embalaje y transporte de mercancías.
—¡Marcelo! —exclamó Jukkar sorprendido. Con su acento, su nombre sonaba a algo así como
Merselo.
Aranda, instintivamente levantó las manos. Pero Sombra levantó las suyas también mostrando las palmas desnudas.
—No voy armado y no voy a deteneros —dijo.
Aranda y Jukkar se miraron, sin comprender.
—Quiero ir con vosotros —dijo después de soltar un largo suspiro. En la distancia, una gaviota graznó débilmente.
* * *
El Rata abrió los ojos en la oscuridad de la habitación. Lo hizo como quien despierta de un profundo sueño y mira confundido el reloj, incapaz de decidir si es primera hora del día o mitad de la tarde. Pero no había ningún reloj. Por un breve instante se creyó todavía en su casa, un pequeño piso que había heredado de sus padres en el barrio de San Andrés. Trabajaba de basurero, siempre emplazado en la parte de atrás de los camiones, y había resultado uno de los trabajos más gratificantes de todos los que había tenido; ¡se encontraban tantas cosas interesantes en la basura! Pero luego la realidad volvió como un martillazo, destrozando la escena onírica que había formado en su mente en mil pedazos. Cada uno de esos trozos reflejaba ahora imágenes mezcladas de
zombis
con las bocas abiertas y las manos ensangrentadas, y la verdad de su situación se abrió paso en su mente.
Ah, coño,
pensó,
todavía es esta mierda.
No tenía ni idea de cuánto había dormido ni cuánto faltaba aún para el amanecer, pero no recordaba haber caído dormido tan profundamente desde hacía más tiempo del que podía recordar. Había tenido un sueño extraño. Caminaba por un maltrecho puente de madera por una especie de pantano sombrío. Los charcos de lodo a su alrededor formaban pompas de aire que luego reventaban y dejaban escapar unas esporas del color del puré de patatas. Éstas se mecían en el aire, ingrávidas, y caían a su alrededor formando una espesa manta de aspecto fungoso. Cuando una de esas esporas caía sobre él, dejaba una mancha desvaída con úlceras sangrantes, como la piel que en ocasiones había visto en algunos de los muertos y él quería chillar, pero el único sonido que llegaba hasta sus oídos era el
pof, pof
de las burbujas en el barro.
Joder, qué sueño de mierda,
pensó mientras se incorporaba en el sofá. Quería un poco de agua, pero no había traído ni una triste cantimplora consigo y todos los lugares donde conseguirla estaban a buena distancia.
Ni de coña voy a dejar a éste solo,
se dijo,
Paco me cortaría mis jodidos huevos.
Se dio la vuelta y se quedó mirando con absoluta perplejidad la puerta de la habitación. Estaba abierta, y las sombras del interior le saludaron con una promesa de condenación. Se lanzó precipitadamente hacia el interior desplazando violentamente el sofá a su paso, pero la visión de la cama vacía le hizo darse la vuelta con la misma rapidez con la que llegó.
Me va a pelar,
murmuraba su mente,
me va a echar cal viva en la raja del culo y a tender mis tripas al Sol.
Pero aún así, El Rata corrió fuera para dar la voz de alarma.
* * *
—Marcelo es de los mejores hombres aquí —exclamaba Jukkar en ese momento. Pero Aranda divagaba entre ideas muy diferentes.
Es demasiado fácil. Las cosas nunca son tan fáciles. Hasta la escapada con cloroformo parece sacada de Novelas de Detectives. Apuesto a que Marcelo es un topo. Quieren ver dónde voy, quieren que les lleve, que les lleve a Carranque para Dios sabe qué.
—Pero... ¿por qué, Sombra? —preguntó al fin intentando mantenerse a flote en un mar de dudas.
Sombra se encogió de hombros.
—No lo sé, tío —dijo jugando con uno de los bolsillos del chaleco. —Aquí se vive bien, pero siempre que hagas lo que dice Paco. Es... es un tío
mu chungo,
¿sabes? Tiene las entrañas podridas como decía mi madre, y eso no se cura nunca. Se puede cambiar en algunas cosas, como cuando te casas y dejas de hacer ciertas tonterías, pero eso... esa
maldad...
eso se lleva dentro. Cuando se enteró de que te había dejado solo con el doctor me tumbó de una hostia. Así es como dirige esto. Siempre es así. Y lo que hicimos, volamos los barracones y los matamos a casi todos. A los militares me refiero. A los últimos, los que se rindieron, les pasamos el cuchillo a degüello. Luego tuvimos que perseguir y volver a matar a muchos de ellos, incluso a algunos compañeros que habían vuelto a la vida. Muchos de los hombres que hay aquí disfrutaron aquella noche, y si se presentase la oportunidad, volverían a hacerlo.
"Yo no quiero esa vida, he visto en tus ojos que guardas secretos, pero mi madre no tuvo hijos tontos y sé calar a la gente, y creo que estás hecho de otra pasta. Creo que eres de ese tipo de personas que merece la pena tener al lado, si alguna vez he visto alguno.
Aranda tardó un rato todavía en procesar sus palabras, pero cuando iba a decir algo, Jukkar se adelantó batiendo palmas tan quedamente como pudo.
—¡Bravo, Marcelo! Yo piensa que tú has elegido muy bien.
—De acuerdo, tío —dijo Aranda por su parte— pues acerca esa caja porque nos vamos de aquí.
Sin embargo, entre los árboles distantes empezaron a encenderse luces. Primero un tímido haz de linterna que barría la oscuridad, luego luces de neón que se encendían a intervalos irregulares. Permanecieron expectantes ante la visión del campamento que despertaba, hasta que Sombra los sacó de su ensimismamiento.
—¡Tenemos que irnos ya, os están buscando! —dijo Sombra con un deje de nerviosismo en la voz.
No añadieron nada más, empujaron el cajón hasta la valla y Jukkar empezó a encaramarse encima. Aranda lo detuvo.
—Es mejor que vaya yo primero, profesor —dijo— por los
zombis.
—¡Oh!
Juan saltó la verja con facilidad sirviéndose de la caja. Apenas sus pies hubieron tocado el suelo al otro lado, echó un rápido vistazo alrededor. A la luz de la luna, las formas de los coches dispuestos a lo largo de la carretera parecían féretros de voluminosas dimensiones, silenciosos y vacíos. Era difícil distinguir a los
caminantes
entre vagas siluetas bañadas en un tinte azulado, pero esperó a algunos pasos de la puerta con ojo atento.
Al otro lado, Jukkar y Marcelo empezaban ya a escuchar apenas un murmullo lejano donde, de vez en cuando, despuntaba alguna voz dando órdenes.
—¡Deprisa, doctor! —apremió Sombra.
Jukkar sorteó el obstáculo como pudo, sin mucha elegancia, pero consiguiendo el objetivo de pasar al otro lado. Cayó detrás de Aranda, y aunque al principio se sintió aliviado por haber escapado del control de Paco y sus hombres, la visión de la carretera y el campo abierto del otro lado le trajo un nuevo abismo de terror. Estaba finalmente ahí, donde los
zombis
campaban a sus anchas y podían echársele encima. Donde la gente moría desgarrada.
Unos segundos después, Sombra caía resueltamente entre ellos. También él echó un vistazo rápido a su alrededor, inquieto. No había vuelto a pisar el suelo fuera de la base desde el día que acudió al aeropuerto para tomar un vuelo fuera de España y cerraron el servicio que ya nunca se reanudaría.
—¡Bueno! ¿cuál es el plan? —preguntó.
—¿El plan? —preguntó Aranda—, ¡correr!
—¿Correr? —exclamó Jukkar súbitamente aterrado. —Yo puedo correr cien metros, ¡no más!
—Pero, ¿cómo llegaste hasta aquí? —quiso saber Sombra. Los ruidos de las voces estaban ya a poca distancia.
—¡Te lo dije! En una moto, ¡ahora no podemos usarla! Atraería demasiado la atención de los
zombis.
—¡En una moto! —repitió Sombra, atónito.
—Crucemos al otro lado de la carretera —exclamó Aranda señalando la extensa parcela de terreno baldío que tenían a la vista— nos perderemos allí, al menos no nos pegarán un tiro por la espalda. ¡Vamos!
—¡Esto es locura! —soltó Jukkar mirando nerviosamente atrás y también a los lados.
—Pues toma, coño —dijo Sombra entregándole algo que no pudo ver muy bien. Cuando sintió el peso, el volumen, y el frío del metal en su mano, supo de qué se trataba.
—¡Mi pistola!
—¡Pero vámonos ya!
Y echaron a correr sintiendo que se adentraban en las vastas planicies del Hades. Alrededor, muchos ojos muertos se giraron para mirarles, y un pequeño destello de lucidez se abrió camino en sus cerebros muertos:
¡Vivos!
Cuando Moses abrió los ojos se enfrentó primero a una bruma difusa, como un velo de novia que le impedía ver. ¿Su primer pensamiento? Isabel, así que todavía medio dormido estiró el brazo para tocarla como todas las mañanas. Cuántas veces sus cuerpos tibios se habían encontrado cuando el día apenas clareaba tras la ventana, y se habían explorado mutuamente con el deleite de quienes aún se están conociendo.
Pero su mano aleteó en el aire sin encontrar nada. Abrió de nuevo los ojos intentando enfocar, pero los párpados pesaban y los músculos de la cara estaban tirantes e incluso doloridos.
—Éste ya se ha despertado —dijo una voz a su lado.
Se sobresaltó, confuso. ¿Quién más estaba en su habitación?
¿En mi habitación?
se preguntó de repente, y entonces, como surgiendo de la profundidad de su mente, sobrevino el olor a humo y la imagen terrible del edificio de Carranque en llamas. Aguantó la respiración anticipando la angustiosa sensación de pérdida, un dolor terrible que pareció partirle el pecho en dos.
Se incorporó con un rápido movimiento y quedó sentado sobre el sofá en el que estaba tumbado. Le habían echado un edredón de mala calidad por encima y eso había hecho que sudara copiosamente. Por lo demás, sentía sus propios latidos en las sienes y todavía era incapaz de enfocar con claridad, aunque a medida que pestañeaba y se frotaba los ojos, la imagen de la habitación en la que se encontraba se volvía paulatinamente un poco más nítida.
Cuando por fin pudo vislumbrar entre los volúmenes difuminados encontró a Branko sentado en otro sofá junto al suyo, iluminado por la tímida luz de algunas velas. Tenía una lata de divertidos colores en la mano y lo miraba con una expresión hosca. El otro hombre estaba de pie a su lado, como si fuera un complaciente secretario personal.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Moses pasándose una mano por la cabeza. —¿Dónde estamos?
—A salvo —dijo Branko cortante.
—¿Pero dónde? —preguntó de nuevo.
Branko parecía concentrado en pasar un dedo por el contorno de su lata, así que esta vez fue el secretario quien contestó.
—E-estamos en el edificio —dijo con un leve tartamudeo— e-en el Álamo.
—El Álamo —susurró Moses experimentando una súbita sensación de amargura por la ironía de la situación. Todo lo había ideado por Isabel y los demás. La imprudente decisión de acometer la voladura sin avisar a nadie, la precipitación del plan... todo era motivado por su deseo ferviente de proteger a Isabel. Y ahora...
—¡Isabel! —dijo de pronto, retirando el resto del nórdico. —¿Dónde está?
Branko negó con la cabeza.
—No queda nadie —dijo al fin. —Mira tú mismo por la ventana.
Moses miró en la dirección que le indicaba hacia un amplio ventanal que llegaba hasta el suelo y que daba a una terraza. A través de los cristales pudo ver que el día había avanzado, la tarde lo cubría todo con un color gris apagado. Y Carranque estaba allí, pero el edificio principal era una ruina humeante con solo unos pocos muros aún en pie; pequeños incendios despuntaban aún en diversos lugares entre los túmulos revestidos de cascotes. Las pistas deportivas, donde cada mañana el Escuadrón de la Muerte había entrenado duramente en aras de la supervivencia de la comunidad, era ahora un tétrico escenario donde los muertos deambulaban sin rumbo. Apoyó ambas manos en el cristal mientras una lágrima escapaba a toda prisa de sus ojos abiertos de par en par.
—No.
¿Qué posibilidades había de que Isabel estuviera viva, de que alguien hubiera sobrevivido? No muchas, pensaba. En el caso de que alguien hubiera podido resistir al derrumbe habría quedado a merced de los
zombis.
Intentó recordar el momento en el que se produjeron las explosiones; ¿dónde habría estado ella? Con toda probabilidad en el huerto. Atisbó como pudo en la distancia intentado distinguir algo en el trozo que era visible, y cuando vio los cadáveres en el suelo su corazón se contrajo con un fuerte espasmo. Estaba demasiado lejos para distinguir las femeninas formas de Isabel entre ellos, bien fuera porque el ángulo no facilitaba reconocerlos o porque algo los cubría parcialmente, pero aún así, sintió que parte de su interior terminaba de derrumbarse. Creía que al menos uno de ellos era Alberto, aquel muchacho joven que ayudaba a Isabel.
Isabel... Isabel...
Branko se incorporó, no sin esfuerzo porque el sofá era bajo y su barriga prominente, arrojó la lata vacía a una esquina de la habitación y cogió otra de un paquete que habían colocado sobre un aparador.
—¿Qué... qué me ocurrió? —preguntó Moses entonces. Empezaba a recordar vagamente. Había decidido ir a buscar a Isabel y a cualquier otro superviviente que quedara entre los restos del derrumbe, pero entonces... entonces...
—¿Qué... quién me golpeó? —se giró sobre sí mismo para encarar a Branko y el hombre enjuto que tenía a su lado. Los miraba alternativamente a uno y a otro con creciente tensión.
—B-b-bueno... n-n-nosotros... —exclamó el hombre visiblemente nervioso.
Branko se apoyó sobre el aparador. Su rostro era de manifiesto desdén.
—Yo lo hice —dijo entonces. —Te salvé la vida.
—Tú... ¿qué? —preguntó Moses sintiendo que una furia inconmensurable crecía como una ola en su interior.